martes, 26 de mayo de 2015

Por el País Cátaro...



Un grupo de amigos -Marithé, Saúl, Inmaculada, Jesús, Nieves, y nosotros dos-, que empezamos nuestra amistad en las excursiones del Club de Montaña Nabaín, de Boltaña,  pasamos un fin de semana en el País Cátaro: aquí va una pequeña crónica…



Desde que la poderosa mente del Hombre concibió la idea de Dios  -es decir, en palabras de ayer mismo, en la Sexta, del policía ateo de True Detective, desde que “Un mono le dijo a otro, señalando al Sol: “Ese” me ha dicho que me des tu parte…”,  se suscitó un problema muy serio: ¿cómo a un Ser al que se supone Perfecto, Bondadoso, Omnipotente.. se le habría ocurrido crear, al tiempo que el Cielo y la Tierra, el Alba y el Ocaso, el Sol y la Luna… cosas tan insignificantes, innecesarias y potencialmente molestas, como los piojos y las garrapatas, e incluso, sin ir más lejos, las hemorroides? En las religiones politeístas se trataba de un problema menor, porque, en Panteones atiborrados, siempre podía encontrarse alguna personalidad con un sentido del humor un poco especial, pero en las religiones monoteístas el problema era grave, y la verdad es que las soluciones que históricamente se han dado -la existencia del Diablo, algo así como un tránsfuga o disidente del círculo más próximo de confianza de Dios- no dejan de ser parches, hasta el punto de que numerosos teólogos no acaban de verlo claro.

Allá por el Siglo XII de nuestra Era empezaron a aparecer por las tierras occitanas seguidores de una nueva religión, que resolvía el asunto un poco radicalmente: Dios había creado un mundo espiritual, puro y bueno: todo lo demás, lo tangible, lo real, lo corporal… era obra del Diablo, y, por lo tanto, malo e impuro: si querías evitar un tedioso y potencialmente peligroso ciclo de reencarnaciones -donde lo ibas a pasar fatal- debías renunciar a todo lo material, transformándote en un “Perfecto”… debías ser vegetariano, abstenerte del sexo reproductivo -porque, creando un nuevo ser, dabas continuidad a la obra del Diablo- y, en general, de todas las ceremonias propias de la Iglesia Católica, obra demoníaca también.

Difícil resulta entender como una religión así pudo tener un gran éxito de público -ignorando los sabios consejos de Woody Allen: “Se puede decir lo que se quiera de la Realidad, pero es el único lugar donde puedes encontrar un buen solomillo de ternera…”-, y, menos aún, cómo los nobles de la zona, de Carcassone y de Toulouse, todos ellos vasallos del Rey de Aragón, pudieron apoyarlos: El viejo rojo materialista que hay en mí no encuentra otro argumento que la liberación, para sus fieles -y para los nobles-, de las obligaciones hacia los religiosos propietarios de sus tierras, es decir, de mantener sobre sus costillas decenas y decenas de curas y frailes gordos y lucidos… Resulta, por el contrario, fácilmente comprensible que la jerarquía católica no viese el asunto con buenos ojos, y que los bravos barones del vecino Reino de Francia, que se morían de frío y veían como el moho cubría sus partes nobles en sus húmedas tierras más allá del Loira, viesen la ocasión de oro para conquistar las fértiles y soleadas tierras del Sur, anticipándose a lo que hacen todos los franceses del Norte a partir del 14 de julio: echarse a la autoroute y no parar, salvo para hacer pipí, hasta ver el primer olivo y la primera botella de Pernod.

El resultado, ya lo sabéis: el Papa declaró que zurrar la badana a los Cátaros, o Puros, como así se llamaban los pobres herejes vegetarianos y no reproductivos, era acto muy bien visto por Dios Nuestro Señor, una Cruzada, y las tropas francesas, con Simón de Montfort al frente, cayeron sobre las hermosas y confortables tierras del Midi como plaga de langosta: los pobres Cátaros, con el escaso aporte calórico que su dieta les proporcionaba, no fueron contrincantes a la altura de las circunstancias, y el buen rey Pedro el Católico de Aragón, que acudió en ayuda de sus vasallos, tuvo -según las malas lenguas- la poco afortunada idea de irse de juerga la noche anterior de la decisiva batalla de Muret, donde fue derrotado y muerto, y así perdió Aragón sus vasallos transpirenaicos, y varias decenas de miles de Cátaros lo poco que tenían; su pellejo…

Como os podéis imaginar, los Cátaros no tenían, entre sus principales centros de interés, la Arquitectura Militar. Fue el Rey de Francia quien, al conquistar aquellas nuevas tierras, decidió fortificarlas hasta los dientes, para evitar a los vecinos aragoneses cualquier tentación… así, transformó Carcassonne en la formidable plaza fuerte que ahora vemos, y construyó nuevos castillos protegiéndola, en un amplio semicírculo que recorre todo el antiguo y desdichado País Cátaro, en las tierras del Aude: esos son los castillos que la gente llama “Cátaros”, en realidad los Castillos Antiaragoneses del país Cátaro, que nos aprestábamos a visitar.

Delegamos en Marithé -boltañesa emigrada a Francia a la tierna edad de cinco años y, por lo tanto, ascendida a la condición de Guía Nativa- los aspectos materiales del breve viaje: todos reconocemos que lo hizo de maravilla, empezando por la selección de nuestra base: una casa de Turismo Rural en Saint-Hilaire, hermoso pueblo con una bella Abadía, a unos pocos kilómetros al Sur de Carcassone, tierra de viñedos y jabalíes, y cuna de la Blanquette de Limoux, el antepasado, cien años anterior, del Champagne… Allí, en “Aux deux colonnes” fuimos huéspedes de Pedro/Pierre Hoyos, un simpático emigrante español -¡De Arriate, al ladito mismo de Ronda, la cuna de mi madre!- que nos atendió con extrema amabilidad, y donde pudimos disfrutar de ese confort de casa burguesa francesa antigua, que siempre suscita la sana envidia de los que venimos de una Tierra de pobretones.



Aquella noche cenamos en Carcassonne, en el paseo que bordea la Bastide, la ciudad del Siglo XVIII; como en todas partes en Francia, se come bien: me decido a probar la “Daube”, un plato del Midi, un estofado de buey, denso y aromático, muy poco apropiado para una cena, todo hay que decirlo: debo recordar que aquí no se pronuncia exactamente igual que como me enseñaron  mis profesores parisinos: aquí las “es” finales suenan, y de qué manera; yo pido una “Dob”, y el camarero dice: “Ah, si, Dobá..” Claro que ve tú a saber de dónde es el camarero.

Por la mañana, emprendemos el camino hacia el primer castillo; el Donjon d’Arques:  viajamos en el coche de Jesús y Nieves, qué mejor compañía que dos médicos para un hipocondríaco como yo...llegamos allí tras atravesar un paisaje montañoso, verde, de carreteras estrechas, mucho ciclista, un balneario viejuno, y pueblos con aspecto cuidado: Arques es, como su nombre -Donjon- indica, una fortaleza basada en una gran torre central adecuada para la defensa, rodeada de un recinto fortificado: se encuentra en muy buen estado, y pueden visitarse sus distintos pisos, destinados a la residencia de sus defensores y, posiblemente, a acoger allí por poco tiempo a personajes de visita. El concepto de confort, por supuesto, absolutamente medieval; unos simpáticos carteles, muy didácticos, explican a niños y mayores cómo se vivía en aquellas fortalezas. De pena…





Desde Arques nos dirigimos a Peyrepertuse, o Pèira Pertusa, en occitano: “Pèira”, por supuesto, es Piedra: “Pertusa”, decimos, debe significar algo así como “situada en el quinto c…”: por un paisaje cada vez más montañoso -no estamos lejos del Canigó-, y entre formaciones calizas espectaculares, no muy distintas de las que vemos en Sobrarbe, la carretera, cada vez más estrecha, ya sin marcas viarias, sube y baja collados sin parar: el tráfico ha desaparecido por completo, casi no cruzamos pueblos, ni hay señales de gasolineras… la soledad, y la sensación de movernos por un territorio desierto, algo muy distinto de la “Dulce Francia” que conocemos, nos va a acompañar todo el día: una única señal de presencia humana y de actividad económica: un cartel indica “Se venden burros”…

De repente, al fondo, sobre una cresta rocosa que cierra un valle, distingo las ruinas de una enorme fortaleza: Peyrepertuse nos contempla, en lo alto del escarpe… paramos en el momento en que llega un grupo de excursionistas, que bajan del castillo; nos indican que, desde allí, hay una buena paliza, pero que es más fácil subir por el otro lado: afortunadamente, les hacemos caso, y seguimos camino hacia Duilhac-sous-Peyrepertuse.

Comemos magníficamente en un bello restaurante, construído en un antiguo molino olivarero: la presencia de olivos confirma, una vez más, que estamos muy cerca del mediterráneo, a menos de cincuenta kilómetros a vista de pájaro; Duilhac es ya la frontera entre tierras occitanas y la Cataluña transpirenáica, como nos confirma el dueño, catalán de Banyuls… por desgracia, esa cercanía al Mediterráneo se traduce en la superabundancia del tomate -mi kriptonita particular- en las cartas de los restaurantes… esquivando a mi archienemigo, vuelvo a comer no ya como un señor, sino como un Monsieur.

Para hacer bien la digestión, subimos en coche hasta el aparcamiento bajo el castillo, y, desde allí, por un sendero bien acondicionado, pero durillo, nos plantamos en unos veinte minutos en la fortaleza: aunque se encuentra totalmente en ruinas, los pasos y escaleras están bien acondicionados, y nos permiten, sin salir de nuestro asombro, recorrer el enorme recinto fortificado… toda la cresta rocosa es un conjunto de torres de defensa, unidas por lienzos de muralla, siguiendo los accidentes del terreno: debían necesitarse cientos de hombres de armas para defender aquello, en el supuesto de que alguien tuviese la peregrina idea de atacarlo; el tramo final es una increíble escalera de piedra, con un lado expuesto al vacío: sopla un auténtico vendaval, que acentúa el sentimiento de vértigo, ya que no faltan ocasiones en que el viento parece a punto de tirarte al suelo. Desde la cima se domina un paisaje extenso y vacío,  y hacia el Sudeste parece adivinarse el mar cercano.





Descendemos de Peyrepertuse, y apenas paramos un momento en la carretera para ver, a cierta distancia, el castillo hermano de Quèribus, no menos roquero, porque ya se va haciendo tarde, y queremos llegar con luz a Lagrasse, según nos han dicho, uno de los pueblos más bonitos de Francia.

Entre Peyrepertuse y Lagrasse debe haber apenas 40 km: echamos cerca de dos horas, feliz combinación de carreteras estrechas, tortuosas -aunque por paisajes bellísimos-, mal señalizadas, propicias a confundirte en los cruces, y un navegador gps con un peculiar sentido de la orientación. Nos resuelve el problema un ciudadano nativo, que se ofrece a enseñarnos el camino,  al grito de “¡Seguidme!”, y nos lleva durante un ratito a más de 90 por sitios por donde, por nuestro gusto, apenas si hubiésemos ido a 30… pero, al fin, cayendo ya la tarde, llegamos a Lagrasse.

Se trata, ciertamente, de un pueblo muy bello: no excesivamente restaurado, incluso con muchas casas en mal estado, tiene en su centro un mercado cubierto magnífico, y viejas calles empedradas con cantos rodados, encantadoras para los turistas, pero un coñazo para los residentes, y se de lo que hablo… nos llama la atención ver muchas fachadas reforzadas con hierros… no cimentaban bien, y luego pasa lo que pasa… En las afueras, hay una hermosa abadía, pero ya están cerrando cuando llegamos. Viven allí unos Canónigos Agustinos, de blancos hábitos.





Ya en pleno crepúsculo, volvemos a Saint-Hilaire… Saúl, que va delante, esquiva un jabalí en medio de la carretera. Cenamos en la casa, patés, quesos y rilettes, con vino tinto, que es negro en Cataluña y rojo en Francia, qué cosas… cuando vuelva a Barcelona, comprobaré que la famosa “Excepción Francesa” ha funcionado; pese a no comer prácticamente nada saludable en tres días, no he engordado un gramo, y supongo que mis niveles de colesterol se han mantenido satisfactoriamente bajos. Rematamos la noche en el bar local, confraternizando ibéricamente con un camarero portugués que estuvo en la Guerra del Golfo y afirma tener aún una bala debajo de la piel, y haberse tirado dos años en un Sanatorio Psiquiátrico -“maluco”, añade- y tomándome una copa de Armagnac, un placer que hacía mucho tiempo que no me concedía, desde mis ya lejanos viajes de trabajo a Burdeos.

Por la mañana, nos despedimos de nuestro amable patrón, y visitamos la Abadía de Saint-Hilare, donde admiramos su excelente sarcófago románico, donde está representado el Martirio de Saint Sernin, patrón de Toulouse, y el bello artesonado policromado renacentista, en las salas de uso profano, donde descubrimos un “calvo”, es decir, un señor enseñando el culo, curioso elemento decorativo, que se repite en en claustro, donde hay un culo no menos evidente, este en mármol…

















Nos quedan pocas horas ya de viaje, y rematamos visitando la ciudadela, es decir la Cité, de Carcassonne: ya se que fue rehabilitada por Violet le Duc, el arquitecto decimonónico padre de buena parte del Gótico francés, pero aún así no deja de impresionar, por la belleza del conjunto: por desgracia, somos muchos los impresionados, y sus calles y plazas son un hervidero de turistas: aún así, Inmaculada nos encuentra sitio en un muy buen restaurante, que le ha recomendado nuestro casero, y cumplo con el rito de comerme una riquísima Cassoulet, ese exquisito plato de alubias con pato, salchicha y tocino, que me proporciona un aporte calórico suficiente para tirar cuatro o cinco días en ayunas.






Descendemos hacia los coches, y llega el momento de despedirnos de los amigos, con quienes tan buenos ratos hemos compartido, prometiendo vernos de nuevo dentro de poco en Boltaña… regresamos a Barcelona por una autopista prácticamente vacía, pronto dan las ocho de la tarde, las emisoras retransmiten las primeras estimaciones de los resultados de las elecciones municipales -habíamos ya votado, por correo- y hacemos los últimos kilómetros con la estimulante sensación de volver a un sitio seguramente más complicado que el que dejamos, pero donde florecen nuevas esperanzas…

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