viernes, 22 de mayo de 2015

Budapest




Se opine lo que se opine del Imperio Austrohúngaro -“Cárcel de pueblos”, para unos, artefacto basado en el acuerdo, la “Ausgleich”, para otros- dos cosas son ciertas; fijó durante siglos las fronteras de la Europa Central allá donde las habían dejado las legiones romanas, y nos ha legado algunas de las ciudades más bellas y evocadoras de Europa; Praga, Viena, Bratislava, Budapest, Ljubliana y Trieste, de la que ya os hablé… hoy le toca el turno a Budapest, ya irán pasando las demás, amenazo…

Me habían precedido mis primas Dulce y Reyes, viajeras con aún más orientación hacia el mal rollito histórico que yo, que ya es decir, pero de las que siempre recibo informaciones sumamente precisas sobre dos elementos fundamentales; hoteles confortables y, como se dice ahora, “con encanto”, y buenos sitios para comer y tomarse tranquilamente unas cervecitas: en este viaje seguimos sus recomendaciones milimétricamente, y el resultado fue espectacular.

Budapest no es una ciudad: son dos, Buda y Pest, separadas por el río Danubio, allí llamado Duna (casi la única palabra magiar pronunciable), y unidas por los puentes que lo cruzan. Cualquier río aporta su carácter a las ciudades construídas en sus orillas, y eso es mucho más cierto si hablamos de un río largo, muy largo, caudaloso, muy caudaloso, cargado de fértiles lodos y no menos fértiles historias, columna vertebral de media Europa, como el Danubio… durante nuestra visita fue una presencia constante, el centro de gravedad de nuestra estancia allí. 

Nos alojamos en el hotel recomendado, en la misma orilla del Danubio, en Buda: ya en la reserva por internet hicimos constar nuestra preferencia por una habitación con vistas al río: esa fue la sorpresa afortunada que suele caracterizar cada viaje, en torno a la cual estructuras después tus recuerdos… imaginaos un amanecer, ya algo tardío, a primeros de Septiembre; las luces, que empiezan a llegar desde Oriente aportan al cielo tenues pinceladas de rosado; bajo tus pies discurre, inperceptible en su corriente, un río de plata, un espejo móvil… empiezan a circular los primeros tranvías, con un ruido metálico que, a cierta altura sobre la calle, no llega a ser desagradable. Abres las cortinas de los ventanales de tu habitación, y todo te invita a salir a descubrir aquella nueva ciudad, a intentar, por unos pocos días, sentirte parte de ella, compartir con sus habitantes algo más que unos espacios públicos y unas pocas palabras, a través de una barrera lingüística de las peores que has conocido… y sabes que, después de un día de intensos descubrimientos, volverás a esa acogedora habitación, y el río seguirá ahí, embellecido entonces por los reflejos de las luces de las riberas.




Delante tienes una auténtica mole, un edificio que no puede por menos que llamar tu atención: me caen fatal, no lo puedo evitar, los pastiches neogóticos, esas tropelías contra el bellísimo arte gótico cometidas por los arquitectos del Siglo XIX, y éste Parlamento Húngaro es un ejemplo de primera magnitud. Además, medio edificio es inútil, ya que se construyó un parlamento bicameral, adaptado a la Constitución de la época, mientras que la actual establece una cámara única… pero así, en la distancia, bajo las primeras luces del alba, o iluminado por la noche, admito que queda hasta bonito… adenás, hay en Budapest otro pastiche famoso, el Bastión de los Pescadores, éste neorománico, tócate las narices, y tampoco llega a ser ridículo… o me han pillado en buen día… ¿O me estaré ablandando, con la edad…?




Girando el cuello bastante hacia la derecha, ves también el Puente de Cadenas, el Lanschid, el más antiguo de los que cruzan el Danubio, obra, al mismo tiempo, de la mejor ingeniería de la época y de un sentido estético en el que aún nos podemos reconocer. Lo cruzaríamos una y otra vez, por encima, y por debajo -no pudimos evitar sucumbir a la tentación de volver a navegar por el Danubio: ya lo habíamos hecho entre Viena y Bratislava- empezábamos el día en Buda, pasábamos casi toda la jornada en Pest, y volvíamos otra vez a Buda, como al seno materno, para cenar en alguno de sus excelentes restaurantes y acogernos de nuevo a la intimidad de nuestra habitación, con el río más caudaloso de Europa y el Parlamento más desproporcionadamente enorme como únicas compañías…




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Una de mis visitas preferidas en una ciudad nueva es el mercado: el de Budapest es espectacular, una estructura de ladrillo y hierro que encierra decenas de puestos de venta cuidadísimos y a cual más bonito: tiene también una sección de artesanía -donde compré una navaja hecha a mano, con cachas de ciervo, que me costó un Congo- y varios pequeños restaurantes, muy baratos, de platos de plástico y manteles de papel, pero donde puedes comer cosas muy ricas y auténticas, junto a las gentes d’o lugar, y algún que otro turista avispado. Altamente recomendable.
Si algo llama la atención en el mercado de Budapest es la omnipresencia del rey de la cocina húngara: el pimiento. Considerando que fue traído de México, se pregunta uno qué comían aquí antes… hay pimientos de todos los colores, tamaños y texturas… y del pimiento, vía el pimentón -paprika-, embutidos que nos resultan absolutamente familiares…


Llamándome Revilla, no es de extrañar que haya dedicado al chorizo más atención que el común de los mortales: ese hermoso fruto del cerdo y del trabajo del hombre, señor de la chacina ibérica, que, curiosamente, empieza a flojear en Aragón, -donde la longaniza va ocupando su nicho ecológico-, desaparece en Cataluña, y ya no reaparece hasta Hungría, para, a través del los kolbachs, avanzar por la estepa sin fin hasta topar con las dos barreras más formidables que impiden su propagación; el Corán, al Sur, y el Cerdo Agridulce, al Este… los chorizos húngaros son perfectamente reconocibles y hogareños, hermanos de los choricitos de Benaoján, los chouriços lusos, los chorizos ibéricos extremeños y salmantinos, los ahumados gallegos, asturianos y leoneses, mi homónimo industrial soriano, las txistorras vascas, el Pamplonica de Pamplona ¡Gloria, gloria al chorizo, símbolo, por tantos conceptos, de la Patria!… los probamos en la tasca de los marineros del Danubio, bajo la mirada del imponente ejemplar humano de cartón piedra, con camiseta tipo Jean Paul Gaultier, que las damas manosean sin pudor alguno…




El otro hijo del paprika es el Gulash: recapitulemos; en Hungría, el Gulasch es una sopa, basada, fundamentalmente, en carne -cualquier carne- sazonada con paprika, patatas y verduras. La flexibilidad de su composición, su contundencia, y lo bien que entra calentito lo transformó en el plato fundamental de la intendencia militar austrohúngara y, de allí, pasó a la alemana, donde los soldados llamaban a las cocinas de campaña, con su enhiesta chimenea, “Gulaschkannone”, “cañones de Gulash”, y no es aventurado suponer que una muy buena parte de los caballos caídos en campaña durante dos guerras mundiales fueron, después, disparados hacia las barrigas de los soldados mediante dichos cañones… hay en los restaurantes platos de Gulash más refinados, seguramente recetas populares enriquecidas por la abundancia (y el precio más alto), como ese de la foto, acompañado de grumillos de trigo, servido en sartén turistera…


Para bajar los choricillos y el gulash, lo mejor es la cerveza… recordando que en Hungría NO se puede brindar con ella, porque así lo hicieron los militares austríacos después de derrotarlos en una batalla. Tienen también buenos -y muy caros- vinos, y -como véis en la foto del fulano de marras- cervezas de importación, pero los productos locales son sumamente decentes. Probad, eso sí, el Tokay, una experiencia…

Otra experiencia: los baños públicos: Budapest, curiosamente, es zona de afloramiento de aguas termales, en torno a las cuales se han creado balnearios: los hay más grandes, pero elegimos el Gellert, por ser el más tradicional, el que mejor conserva el aire "Belle Èpoque", por su piscina exterior ¡con olas!, gracias a un ingenioso mecanismo... y porque salían bañándose en él famosillos en un recordado anuncio de yogurts: no nos decepcionó aunque, la verdad, me sentí un poco ridículo bañándome con un gorrito de plástico rodeado de columnas neoclásicas...



Pest, la ciudad oriental, al otro lado del Danubio, es la más moderna, o, por decirlo así, la que antes se modernizó, abriendo elegantes avenidas que todos los budapestinos comparan,orgullosos, con las de París... no les falta motivo. Tiene también un gracioso Metro, uno de los primeros -si no el primero- en la Europa continental, y, en general, conserva un ambiente señorial y tranquilo...


También en Pest pueden encontrarse recuerdos de otra Hungría, integradora y multicultural, como su magnífica Sinagoga. La amplia comunidad judía húngara sobrevivió hasta los últimos meses de la Guerra, cuando un golpe de estado depuso al Regente, germanófilo pero con restricciones, y colocó en el poder a los Cruces Flechadas, la sección local del nazismo: entonces fueron deportados a los campos de exterminio o, en una extrema demostración de crueldad, arrojados al Danubio junto al Puente de cadenas. Bueno es recordar que algunos de ellos se salvaron gracias a diplomáticos extranjeros, entre ellos el Cónsul de España y un increíble ayudante suyo, de nacionalidad italiana... conforta pensar que, en medio de la brutalidad, algunas personas pueden reivindicar al Ser Humano, y encoge el ombligo ver, hoy, en muchas paredes de Budapest, pintadas con la Cruz Flechada, no muy lejanas al pensamiento político de quienes gobiernan hoy en Hungría, un Estado de la Unión Europea.

Pero hay un lugar en Pest que tiene para mí un significado muy especial: justo en la orilla oriental del Danubio, donde empieza la inmensa llanura que se extiende hasta los Urales, un monumento recuerda el sitio exacto donde se alzaba el destacamento más extremo del Imperio Romano: allí, frente a la estepa, un puñado de conciudadanos nuestros -somos ciudadanos provinciales de Roma, no lo olvidemos- se acogían bajo la sombra de sus águilas, temiendo en cualquier momento el ataque de las hordas nómadas, montadas en sus ágiles caballos y disparando sus mortíferos arcos de doble curvatura... allá donde aquellos valientes plantaron sus pilum y sus escudos, hasta allí llegó la Filosofía clásica, el Latín, el Derecho Civil, la Religión Cristiana -y la Pagana, por supuesto- el pan de trigo y las cloacas, no los olvidemos nunca...


Justo es reconocer que algo similar deben sentir los musulmanes en Buda, porque justamente allí, en la orilla occidental del Danubio, se situó durante un tiempo el límite de la máxima expansión del Imperio Otomano: se conserva aún el hermoso mausoleo de un poeta musulmán, y calles que parecen sacadas de algún lugar de Anatolia


Muchas más cosas os podría contar de Budapest... visitadla, si podéis, y guardad como nosotros el recuerdo de su belleza...




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