domingo, 10 de mayo de 2015

Quizás el año que viene, si sigo aquí, quizás...

Le tengo cariño a este cuento: lo escribí hace ya cinco años: ni la crisis había alcanzado sus peores momentos, ni la situación en Ucrania había llegado al extremo actual: pero una y otra se veían venir: tiene una base real; durante un tiempo, vivieron en la casa vecina de la mía, en Boltaña. dos -o tres- trabajadores extranjeros: hablaban alguna lengua eslava; durante la Ronda de San Pablo, al salir a la calle a esperarla, vi que uno de ellos me miraba desde la ventana: le hice un gesto invitándole a bajar; él me sonrió, dijo que no con la cabeza, y se retiró de la ventana: siempre me ha dolido no haber insistido más: va por él y por ellos, estén donde estén...


Junto al fogaril, las horas pasan lentas los domingos: echo unas ramitas más al fuego y veo sus lenguas rodeándolas lentamente, cambiando de color del azulado al rojo y de éste al amarillo más brillante, mientras la propia rama enrojece. Fuera ha dejado de llover, hace rato que no oigo el chorrillo cayendo de la canalera. Ya es de noche, no son más que las seis, pero ya se ha encendido la farola de la pared de enfrente.

Hace frío, y aún gracias de éste hogar bajo, que supieron conservar cuando reformaron la casa: froto mis manos ante el fuego, y me arrebujo en mi jersey manchado por la cal de la obra. Me prepararía un té, pero espero a que Pavel vuelva, ya no debe tardar mucho… tengo frío, ahora que estoy solo puedo decirlo, en el tajo se me ríen. “¿Frío tú, jodido, frío tú, que eres ruso…?”

Lo de ruso, vamos a dejarlo así; ni yo mismo se bien lo que soy: mi pasaporte dice que ucraniano, pero en casa todos hablamos ruso, y seguimos sintiéndonos rusos. He nacido en Kiev, una ciudad que fue vikinga y rusa antes que ucraniana, y allí he vivido hasta que salí hacia España, pronto va a hacer un año.

La culpa de mi venida la tuvo Kolia: éramos compañeros en el colegio, entramos juntos en el Politécnico, y pronto empezó a calentarme la cabeza; que si esto es una mierda, que si ingenieros sobran… su idea era emigrar a Occidente, trabajar como una bestia unos años, hacerse con un capitalito, y volver para montar algún negocio, tampoco sabía muy bien cual, pero igual daba, porque allí solo veíamos prosperar a los mafiosos o a los que podían establecerse por su cuenta.

Así que Kolia se vino a España, no se por qué, nunca me lo dijo: alguien le diría que aquí había trabajo. Tardó tres meses en llamarme, y no lo pensé dos veces; a los siete días estaba en Madrid y, al atardecer del día siguiente, me esperaba a la llegada del autobús, en este sitio cuyo nombre tanto me costaba entonces pronunciar.

¡Desde luego, cualquiera se quedaba en Ucrania…! Mi padre era militar, bueno, había sido militar en la época soviética. Es un “Afgani”, estuvo en Afganistán, en el comedor está su foto, en la torreta de su T-72, con su camiseta a rayas y su casco negro de cuero. Cuenta horrores de allí, y se ríe por debajo del bigote –es lo único que le hace reír- cuando oye decir que los americanos lo van a convertir en una Democracia. Cuando la Independencia, se quedó en la calle con una pensión ridícula; yo era pequeño y, por las noches, le oía llorar. Bebe mucho, vamos, no hace otra cosa.

Así que nos sacó adelante Mamá: es médico, y sigue trabajando en un hospital estatal, cuando tantos compañeros suyos han montado clínicas privadas y van en BMW. La veo cada día más vieja, cada día más hundida: cuando no les faltan antibióticos, se han quedado sin anestesia, todo hay que importarlo y no hay con qué, cualquier otra cosa es más prioritaria… en casa también falta de todo, y podría sacar dinero trapicheando un poquito, como hacen tantos, pero dice que ella tiene sus principios. 

Ese carácter debe haberlo heredado de su padre: el abuelo había luchado en la Guerra Patriótica, es decir, la Segunda Mundial: a muchísimos grados bajo cero, atacaban a los alemanes con las manos desnudas, esperando a que cayese un compañero para poder coger su fusil, Entró en Berlín, y llegó a desfilar delante de Stalin, a quien siempre admiró, aunque en sus últimos años ya admitía que tenía sus cosillas…de pequeño me encantaba que me enseñase sus medallas del Ejército Rojo, cuando ya todo había cambiado, y a nadie le importaban un pito la gloria de los excombatientes.

Cuando murió el abuelo, la abuela, que había estado con los partisanos, y había ayudado a esconder judíos en el bosque, se nos volvió beata: ahora anda todo el día detrás del pope nuevo, un jovencito de barba recortada, que gesticula mucho con las manos y habla poniendo los ojos en blanco. Como me entere de que le está sacando dinero a mi babushka, le parto la cara en dos.


Mi trabajo aquí es como todos los trabajos, muchas horas y mucho esfuerzo. Yo nunca había entrado en una obra, pero es lo más parecido a un “ballet” interpretado por unos bailarines especialmente patosos: vamos y venimos, recogemos cosas y las llevamos a otra parte, tropezando entre nosotros, estorbándonos… desde fuera nada parece tener sentido, pero, al cabo de un rato, ves una nueva zanja, una nueva hilera de ladrillos, un pilar surgido donde nada había…y, en poco tiempo, empiezas a adivinar la estructura de una casa. Y lo más prodigioso es que estamos trabajando allí gente de medio mundo, que con serios problemas nos entendemos, muchas veces más por gestos que por palabras.

Están los moros, que son argelinos o marroquíes; son algo más morenos que los españoles, y no han perdido aún la cara de hambre y la barba de dos días que también tenían los de aquí en las fotos antiguas. Cuando les hablas con afecto, sonríen con una boca llena de dientes desordenados, y se nota que lo agradecen.

Los rumanos están más como en su casa, al fin y al cabo pronto entienden el español, que algo se parece a su idioma. Además, se traen enseguida a la familia, o vienen con sus mujeres, llevan sus niños a los colegios, se integran con facilidad… los sudamericanos aún tienen menos problemas con la lengua; dicen que hablan español también, aunque a mi no me lo parece; no, desde luego, el mismo que la gente del lugar; los sudamericanos hablan siempre muy dulcemente, parecen mucho más educados, más corteses, y casi nunca gritan.

Por haber, hasta hay dos nativos trabajando con nosotros: son dos chicos de mi edad, que no han querido seguir estudiando. Son los que más ríen, todo el día gastándose bromas: Como tienen dinero, porque viven en casa de sus padres, sus coches son los mejores, de unos colores fosforitos increíbles, llenos de muñecos de peluche, y con unos equipos de música que se oyen veinte minutos antes de que lleguen a la obra. Los lunes por la mañana se pisan las ojeras, y no sirven de mucha ayuda.

Aquí estamos, construyendo apartamentos para los zaragozanos, cerca del río: ahora hay crisis, y cada vez se ven menos grúas en el paisaje, pero nosotros seguimos a lo nuestro. Trabajo mucho, pero también gano mucho dinero. Para aquí, lo normal, pero en grivnas es una pasta. Gasto lo menos que puedo, y voy metiendo lo que ahorro en la Ibercaja, que cualquiera se fía de los bancos de mi tierra.

Cuando acabamos en el tajo, Pavel y yo volvemos a casa en el coche que no tuve más remedio que comprarme;  aquí, sin coche, no puedes ni moverte. El encargado me contó que un amigo suyo vendía un coche viejo muy barato pero, cuando lo vi, el corazón me dio un vuelco: ¡Era un Lada! ¡Un jodido Lada, como el de mi madre, abollado y oxidado, como hay miles en Kiev…! me dijeron luego que no, que éste era un SEAT 124, que lo hacían en España hace unos años… total, tampoco tenía donde elegir, salí de allí en mi coche renqueante, que gasta más aceite que gasolina, pensando: “¡Bien vamos, chaval, debes ser el primer gilipollas de Kiev que viene a Europa a comprarse un Lada!” 

Pavel, ya os lo he dicho, es mi compañero: nos conocimos en la obra y, como es serbio, más o menos nos entendemos. Se vino a vivir conmigo cuando Kolia dejó la casa, y aún buscamos a un tercero, para compartir los gastos. Pavel es mayor que yo, cuarentón. Habla poco; no es sólo por el problema de las lenguas –aún le cuesta más el español que a mí-, es que es muy suyo, siempre sentado en silencio, afilando su navaja en la palma de la mano, con una expresión que asusta…

Por las pocas cosas que cuenta,  parece ser que estuvo en todo el follón de su tierra, que fue algo en el Ejército, y que no puede volver, o no le apetece demasiado. A veces lo veo desnudo, saliendo de la ducha, y tiene tatuajes inquietantes, puñales, águilas bicéfalas… en la obra, a los moros los mira mal. Nunca llama a nadie por teléfono. No lo dice, pero pienso que aguantará poco aquí. De hecho, no creo que aguante en ningún sitio. Lo siento porque, a su manera, es buen tío, buen compañero. 

A Kolia no le duró mucho su plan inicial; un día lo llamó un tío suyo, un hermano de su madre, que empezó con un negocio de recambios de automóviles y ahora está montado en el euro. Le ofreció un trabajo, porque necesitaba a alguien de su entera confianza. Tiene socios alemanes y se dedican a comprar bloques de viviendas; desalojan a los inquilinos viejos, que pagan una miseria, y los venden, rehabilitados, a inversores occidentales. El trabajo de Kolia creo que está relacionado con la fase intermedia, eso es, persuadir a los inquilinos para que se vayan. Me dijo, vagamente, que me llamaría si encontraba algo para mí; no lo ha hecho, pero creo que le diré que no. No tantos como mi madre, pero yo también tengo principios.

Sin Kolia y con Pavel, tan reservado, la verdad es que me siento algo solo: con la gente de aquí, hablo poco, aunque empiezo a defenderme en español. No es que no sean amables conmigo, no… a veces bajo al Parador o a Mauro, o subo al bar de la plaza, y siempre hay en la barra alguien que me conoce, y me dice: ”¡Ruso, coño,! ¿qué te tomas…?” pido una cerveza, que es muy buena, como la de mi tierra, y sonrío mientras intento enterarme de la conversación. Muchas veces hablan de fútbol, que a mi no me interesa demasiado, yo era más bien de ajedrez… para quedar bien conmigo, todos dicen a coro, “¿De Kiev…? ¡El Dynamo, cojonudo,,,!” Un vecino mío jugó un tiempo en el Dynamo, era un capullo…. Pavel si que entiende de fútbol, es lo único que le arranca de su mutismo, de su apatía: habla con ellos con su media lengua,  se emociona con el Madrid o el Barça, incluso hoy ha bajado al campo, a ver el partido de los de aquí contra los vecinos.

Muchas veces me preguntan por mi pueblo: “Ruso, ¿cómo es tu pueblo? ¿Hay coches….?” A ver cómo les cuentas que Kiev tiene más habitantes que Madrid, que tenía tranvías cuando aquí iban en abarcas, que hay cinco líneas de Metro, dos universidades, Teatro de la Ópera…. Digo lo que quieren oir: “Allí no trabajo, aquí bonito, chicas guapas…” ¡No te digo cómo están las chicas de Kiev…! Las de aquí son majas, pero, sobre todo, tremendamente escasas: hay poquísimas; o están estudiando fuera, o están casadas, o yo qué se; me cuentan que hay muchos tíos que se quedan solteros de por vida, y no me extraña…. 

De todas maneras, no soy mucho de bares. Si hace bueno, cojo mi Lada y salgo a dar una vuelta por ahí. El Sobrarbe tiene rincones muy bonitos, pero todo es muy diferente de mi tierra; aquí hay montañas altísimas, nada que ver con los inmensos horizontes de allí;  los ríos son pequeños, pero de aguas muy limpias, y los bosques, sobre todo, los bosques… he ido mucho, este otoño, a buscar setas; mi abuelo me había enseñado a conocerlas, y verlas otra vez, oler a musgo, a tierra húmeda, ver las hojas caídas cubriendo el suelo, me hacía sentirme otra vez en Ucrania. Pero pregunté, y me dijeron que ni hay lobos, ni osos. Un bosque sin osos es un bosque triste, como una casa donde ha muerto el señor, ¿no?

Lo que más me llama la atención son los pueblos: No tiene término medio, o casas de piedra, antiquísimas, como nunca he visto en Ucrania –allí las casas de los campesinos son de madera, y no duran mucho-, o muy modernas, incluso de varios pisos, hasta en los pueblos más pequeños. Puedes ver casas en ruinas, los tejados hundidos y las paredes caídas –pueblos enteros así- y, a pocos kilómetros, o al lado mismo, hoteles, apartamentos… ahora parece que todos sean ricos, el todoterreno más pequeño vale mi sueldo de un año, y ya no hablemos de los precios en las tiendas, pero no debe hacer muchos años aquí tenían que ser muy, muy pobres… no hay casi campos llanos, esos de mi tierra, en que cuando un tractor sale a arar por la mañana, tiene que hacer noche antes de dar la vuelta…. Aquí labraban fajas en las laderas de los montes, más pequeñas que mi habitación,  y, por lo que veo en las casas, las cuadras daban para poco más que un burro, y los corrales, para un tocino y diez gallinas… me han contado que de aquí se fue la gente a chorros, que tenían que emigrar a las ciudades, a trabajar en las fábricas, de taxistas, de lo que fuese… pienso, a veces, que vuelvo a Kiev con dinero, que puedo vivir bien allí, que aquello se arregla y que, dentro de unos años, otras gentes emigran a Ucrania a trabajar. Y me veo en la barra de un bar, tomándome unos vodkas con los amigos, y diciendo al emigrante que entra: “¡Negro –o chino, o lo que sea-, coño!, ¿Qué te tomas….?” De corazón, de todo corazón…

¡Suerte de la parabólica! La he tocado un poquito, y puedo coger la Sarafan rusa y el Novy Kanal de Ucrania… no es que sean gran cosa,  concursos, musicales y tías ligeras de ropa, pero, a horas raras, a veces echan una película decente, o una ópera. Y, sobre todo, está el móvil. Casi no lo uso, porque es carísimo, pero cuando me aprieta la añoranza, cuando siento esa piedra sobre el pecho, marco un montón de números y, al poco, desde miles de kilómetros, casi desde otro mundo, escucho el “Da?” de mi madre…. Con Tanya ya no hablo nunca; lo dejamos cuando me vine, pero, de vez en cuando, la llamaba, hasta que me di cuenta de que nos hacía daño a los dos.

Así que, con la tele, paso muchas horas en casa y no gasto. El pueblo antiguo, donde vivo, está tranquilo todo el año, menos en verano, que es un descontrol, y las calles se llenan de turistas y de los que antes vivían aquí, que vuelven para pasar las fiestas . El resto del año, las calles están silenciosas, desiertas; solo, de vez en cuando, pasa un perro o un gato, y te alegras de estar acompañado. A los vecinos de la casa de al lado los veo muy poco, me parece que solo vienen en fines de semana: cuando nos encontramos, me saludan, parecen buena gente. No se si han emigrado y trabajan fuera, o si son forasteros que vienen aquí a descansar, un día se lo preguntaré, por pura curiosidad.

El otro día, los chicos españoles llegaron a la obra más alterados aún que de costumbre: “¡Ruso, ruso –decían- hemos conocido a una tía de la Ucrania esa….!” Me contaron que trabaja en un bar de Barbastro, “¡Y está bien buena, la zagala…!”, que le habían hablado de mí, y que decía que la bajase a ver…. Me dieron la dirección, se lo agradecí mucho, y la escondí donde no pudiese encontrarla: imagino las ganas que tendrá de que la vea alguien de su tierra, aguantando borrachos y dándoles conversación en la barra, si todo se queda ahí…

Últimamente he descubierto la biblioteca: está llena de zagales que dan mucho por saco, pero se está calentito y puedo conectarme a Internet. He empezado a enviarme e-mails con amigos que había perdido de vista y, hace días, incluso me atreví a entrar en las webcams de Kiev. Y allí estaban sus calles nevadas, sus tranvías amarillos, la gente andando, parándose ante los escaparates… no lo pude evitar y me puse a llorar como un tonto. La chica de la biblioteca vino a preguntarme si me encontraba mal… a veces, no hablar el mismo idioma ayuda a disimular: “¡Yo, mucho resfriado!” dije, “Ah, claro”, me contestó, y me pasó un clínex.


Ayer había fiesta en el pueblo; a media tarde, oí música en la calle y salí al balcón a mirar: venían unos señores de la edad de mi padre, tocando guitarras, acordeones, unos instrumentos, que creo que son las gaitas, y otros como trompetillas de madera. Los seguían muchos más,  paraban en cada casa y cantaban una canción; la música era muy bonita, las canciones supongo que también –yo no entendía nada- porque la gente las coreaba, emocionados, y aplaudían mucho al final. Los dueños los esperaban en la puerta de sus casas, con bandejas de comida y esa especie de jarras de cristal de pico largo que usan por aquí. Luego todos bebían y comían lo que hubiese -galletas, pasteles, y  las salchichas secas que tanto les gustan- y seguían  hasta la casa siguiente, tocando otra vez.


El vecino me vio cuando salía de su casa con la bandeja y la jarra, me sonrió, y me hizo un gesto como invitándome a bajar; yo, también por gestos, le devolví el saludo y se lo agradecí, inclinando la cabeza, pero no me atreví a unirme a ellos. Entré en la casa, cerrando el balcón, y escuché desde allí aquella canción tan hermosa y tan triste, que todos cantaban balanceándose a la vez, como las olas del mar. Quizás el año que viene, si sigo aquí, quizás…


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