jueves, 7 de mayo de 2015

Los accidentes te cortan el rollo

Escribí esto hace muchos, muchos años... hoy lo he encontrado y me ha apetecido enseñarlo; no he tocado ni una coma, aún tenía coche de cambio manual... :-) Ya os compensaré con algo más divertido, palabra...

Cuando vas a entrar en la autopista, lees en el panel luminoso “Accidente a 20 km. dirección Barcelona; precaución”, y, dentro del triángulo rojo, la silueta de un coche volcado, con más aspecto de dormido que de accidentado, la verdad.

“¡Coño, accidente!”, dices a tu compañera, e instintivamente levantas el pie del acelerador, y empiezas a calcular cuanto tiempo perderás en ese breve viaje rutinario, de vuelta a casa tras un fin de semana.

Los accidentes, por encima de cualquier otra consideración –humanitaria, sanitaria, técnica, económico-actuarial- la verdad es que te cortan el rollo; primero la retención, esa caravana que, no sabes por qué, parece diferente a las demás, las normales, las de esto no da más de sí. Luego, las luces a lo lejos; azules, ámbar... en fila india, y a paso de burra, pasas junto a los coches, los camiones, lo que sea, mirando de reojo para ver si adivinas lo ocurrido, pero con la suficiente diligencia para no irritar al guardia civil o el “mosso” que gesticula a mano limpia o con linterna de cucurucho.

Enseguida se sabe si ha habido muertos: en torno a los muertos se hace el silencio; son, por última vez –muchas veces, por primera vez- el centro de la atención de todos. Están allí, tapados con algo medianamente decente –o con esas horribles envolturas de polvorón-, y a su lado los agentes hablan bajito por las radios, los empleados de las grúas parecen afanarse más de lo corriente con sus cadenas, los bomberos y los sanitarios recogen sus instrumentos ya inútiles. Siempre hay un zapato en un lugar inverosímil, con su lazo correctamente anudado. Un superviviente llora en la cuneta, por la pérdida, por el marrón que le ha caído encima, o por las dos cosas a la vez.

Pero, por supuesto, para corte de rollo, el del muerto. Un tío como tu y como yo, con la cabeza en sus cosas, preocupado por el trabajo de mañana, satisfecho por la digestión de la comida del Domingo...

Mañana, en la oficina, no se hablará de otro tema; todos comentarán con horror lo sucedido, y se contarán unos a otros las últimas palabras intrascendentes, banales, que cruzaron con el muerto. Y lo más curioso es que lo hacen con extrañeza, como si los que se han de matar en un accidente de coche dos días después tuviesen que mostrar algún signo premonitorio; no sé, levitar, hablar con voz cavernosa, brillar en la oscuridad.... “Estaba como siempre, tan contento...””Tan lleno de vida...”, añadirá la compañera que se dio cuenta de que le mirabas el culo un momento más de lo socialmente aceptado.

Aún peor sería que hubieses dicho algo fuera de lo común. Imagínate que el viernes, al salir, cogiste a alguien por el codo, le miraste a los ojos, y le dijiste: ¡Hasta pronto!”. El acojono le durará semanas.

Nacer si que es difícil; millones de óvulos acaban cada día en compresas y tampones, billones de espermatozoides coletean desesperados en lugares inhóspitos e impropios. Nacer es un auténtico lujo,  en los países ricos y, sobre todo, en los del quiero y no puedo. Pero, una vez nacido, morir está al alcance de cualquiera. Mueren hasta auténticos imbéciles, que vivirían eternamente si morirse requiriese la más mínima habilidad. Es cuestión de tiempo y suerte.

Lo malo es que solo se muere una vez. Entendámonos; no es que sea malo. Recuerdas que Saramago le reprocha a Jesucristo la mala jugada que le gastó a Lázaro, obligándolo a morir dos veces. Lo que pasa es que, o te mueres de golpe, y casi ni te enteras, o estás tan hecho polvo que, la verdad, sueles hacer un papel lamentable. Suicidas y condenados juegan con un poco más de margen, pero poca gente tiene la suerte de Paquirri; morir como un señor, tranquilizando a la gente, dando instrucciones, el único con la cabeza en su sitio en medio del follón, y encima con las cámaras filmando.


Piensas todas estas tonterías mientras, mecánicamente, accionas el cambio de marcha, aprietas el acelerador, y te vas incorporando al tráfico de la autopista. Pero no te has dado cuenta de que ni los coches que han entrado delante de ti, ni los que están entrando ahora, han visto en el panel electrónico más que la señal de peligro y el texto “Atención /atenció/lluvia/pluja”. Porque ellos no se van a matar, como tú, veinte kilómetros más adelante, dentro de quince minutos, en el único accidente mortal que deslucirá un día especialmente tranquilo en las carreteras y autopistas catalanas. 

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