jueves, 14 de mayo de 2015

En un buen lugar, en un mal momento...


Escapamos por los pelos de un tifón en Japón, y nos pilló una tormenta de nieve medio regular en Nueva York. después, cuando lo cuentas, te ríes... esto lo escribí a primeros de Marzo...

Hace seis años, por estas fechas, andaba yo por Nueva York, y bien dicho está, porque, de turista, se anda mucho… lo he recordado hace poco porque se cumplen esos años de la muerte de mi amigo Pepe Rubianes, y fue en un museo de Nueva York donde recibí la llamada de mi hijo Borja comunicándome su fallecimiento. Curiosamente, pocos años después le tocó también llamarme a Viena para decirme que había muerto otra persona que ha dejado huella en mi vida: José Antonio Labordeta. Esa curiosa condición de Campana de Velillas -la que doblaba a muerto, sin intervención humana, cuando moría un Rey de Aragón- me lleva a decirle a Borja cada vez que me voy de viaje: “Jomío, tú estate bien atento, a ver a quién le toca la china esta vez…”

Por allí andábamos, disfrutando de un tiempo apacible y templado -aunque no sabría precisar más, porque me lío mucho con los grados Farenheit-, cuando llegaron noticias de que se avecinaba tremenda borrasca… cada mañana nos despertábamos con las noticias locales en el televisor, más que nada, para oir un poco de Inglés, cosa poco frecuente en Nueva York, donde se habla bastante más Español que en Barcelona, que ya es decir… Eran las noticias de una emisora a la vuelta de la esquina de nuestro hotel, en la mismísima Times Square, en cuyo escaparate nos parábamos cada día a ver los programas que grababan en directo; quiero pensar que la misma emisora donde actuaría años después como presentadora mi admirada Robin, de “Cómo conocí a vuestra madre”… pues allí estaban la antecesora de Robin y el Hombre del Tiempo presentando gráficos espeluznantes: la tempestad avanzaba desde el Sur, barriendo los Estados de la Costa Este, y estaría encima nuestro al día siguiente…

Una tormenta de nieve en Nueva York -ciudad con un clima aún más extremado que el de Zaragoza, pongo por caso- no es ninguna tontería. Además, justamente para el día siguiente teníamos reservados billetes de tren para Washington: Obama acababa de ser elegido, y la circunstancia de que, por primera vez, yo, súbdito de tercera categoría del Imperio Global, tuviese un Presidente al que incluso hubiese podido votar, me llenaba de fervor imperial-patriótico, y qué menos que írselo a mostrar postrándome ante la verja de la Casa Blanca. Pero todo parecía indicar que, al día siguiente, la Casa iba a estar Blanca de narices, y ni tan siquiera era seguro que los lentísimos trenes Amtrac -los yankis, por lo visto, pobrinchones, no tenían dinero para construir líneas de Alta Velocidad- pudiesen circular…

Gracias a los buenos oficios del personal de recepción del Mela Hotel -propaganda gratuita absolutamente merecida- pude cancelar los billetes, y nos encerramos en nuestra habitación, para seguir las noticias: comparecía ante la tele algo así como el concejal de circulación, un caballero euroamericano, rodeado del personal a su mando, varias docenas de caballeros afroamericanos, embutidos, en afortunada combinación cromática, en trajes de agua naranja reflectante: nos lo dijo bien clarito; New York tenía tropecientas mil millas de vías urbanas, las suficientes para ir y volver no sé cuantas veces a Los Ángeles, y no había forma humana de limpiar aquello en un tiempo razonable: se comprometía a mantener abierto el Metro, saldrían los autobuses y taxis que pudiesen, se cerraban las escuelas,  paciencia, y barajar…

Por si acaso, subimos al Empire State, para cerrar el cuadro de visitas programadas y, tras cenar después en un restaurante coreano, vimos caer los primeros copos que, más que de nieve, eran de lo que en Sobrarbe llamamos “matacrabitos”, esas bolitas secas y redondas, que te duelen cuando impactan en tu piel, arrastradas por la ventisca:  volvimos al refugio de nuestra habitación, y vimos nevar toda la noche sobre el edificio -¡Justo, también Neogótico!- de enfrente.

Cuando una claridad lechosa inundó nuestra habitación y el resto de Manhattan, la vida se había paralizado a nuestro alrededor, salvo por los afroamericanos que, usando anchas palas de hoja curva, intentaban mantener limpios dos o tres palmos de acera frente a cada puerta de edificio. Seguía nevando con rasmia, entre fuertes ráfagas de viento, que hacían punto menos que inservibles los paraguas; salimos a desayunar a nuestro Deli favorito, y tratamos después de pasear por Times Square; imposible; el viento y la nieve que arrastraba nos helaban hasta el tuétano, y, a veces, casi nos impedía andar…

Nos rendimos a la evidencia, cogimos el Metro y nos dispusimos a aguantar el temporal en el Museo de Historia Natural, una de las visitas que no me quería perder, tanto por las maravillas que encierra como por formar parte de la Ruta Holden Caulfield, uno de los incentivos, para mí, de viajar a Nueva York. Así pudimos disfrutar de la visión de Central Park nevado, y estar calentitos, viendo auténticas joyas de la naturaleza, todo por un donativo voluntario y simbólico de un dólar cada uno…

Cuando salimos, había dejado de nevar, apuntaba tímidamente el sol, e incluso se veían algunos quitanieves funcionando; sin fiarnos mucho de los recorridos en superficie, fuimos de nuevo en metro hacia TriBeCa, a ver tiendas (y, por supuesto, comprar alguna cosilla; con el euro a 1,30, había que aprovechar…)

El día siguiente, último de nuestra estancia en NY, amaneció con un sol radiante, pero un frío pelón: nueve grados bajo cero, eso si lo entendí muy bien…recorrimos las orillas del East River, sin alejarnos mucho del hotel, gozando de los paisajes nevados, y llegando a tiempo para despegar de un JFK ya reabierto, pero todavía con un aspecto polar…


¿Queréis que os diga la verdad…? Tampoco fue para tanto; recuerdo una nevada en Boltaña que nos catapultó a la Edad Media, y viví también el nevadón de 1962 en Barcelona, que paralizó la ciudad una semana entera: pero hay que reconocer que una nevada en Manhattan tiene un “glamour” especial, y cuando ahora veo en la tele imágenes de tempestades en la sufrida Costa Este, me apalanco en mi sillón, junto al radiador, y pienso… “¡Yo estuve allí…!”


Desde la ventana del hotel...

Blanca en Times Square

Desde el East River

JFK Airport

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