miércoles, 27 de mayo de 2015

Berchstesgaden, luces y sombras...

En nuestro recorrido por Baviera, no podía faltar Berchstesgaden; su extraña combinación de bellezas naturales y recuerdos que te encogen el ombligo hacía de dicha hermosa población un  destino atractivo a más no poder para un viajero como yo, al que le gusta, al mismo tiempo, recorrer la Geografía y la Historia, sin hacerle ascos tampoco a la cerveza y los codillos de cerdo… os cuento cómo nos fue por aquellas tierras.


El Watzmann, desde nuestra ventana

Hace muchos, muchos años, un excombatiente alemán, aunque de nacionalidad austriaca, que había superado la Gran Guerra con una condecoración mediana y unas lesiones por gaseamiento más que regulares, empezaba a despuntar en política, en un partido que recibía subvenciones más o menos bajo mano de quienes, sobre todo en el campo de la gran industria, lo consideraban un freno eficaz ante el socialismo y el comunismo. Nuestro hombre era un ferviente nacionalista, y los fervientes nacionalistas sienten un afecto especial por las montañas, que consideran el refugio de las esencias del Pueblo, frente al sospechoso ambiente cosmopolita y la mezcla étnica de las ciudades… yo mismo he vivido una buena parte de mi vida bajo la hégira de un ferviente nacionalista -y deficiente contribuyente, todo se sabe al final- que igual subía al Tagamanent a recibir inspiración de la Patria Doliente que firmaba el decreto de disolución del Parlament y convocaba elecciones en la cima del Aneto, una cumbre del país vecino al suyo… no es de extrañar, por lo tanto, que nuestro austro-alemán, en cuanto tuviese algunos marcos en el bolsillo, buscase alguna casita de alquiler, asequible, en algún lugar especialmente adecuado a sus aficiones: y la encontró en el Salzberg, el monte que, trufado de antiguas minas de sal, de las que hicieron rica a su vecina más grande y famosa, Salzburg, domina el hermoso pueblo de Berchstesgaden.

Nuestro personaje fue ascendiendo por la escala política -que no social-, aunque no sin altibajos, como un fracasado golpe de estado que dio con sus huesos, aunque por poco tiempo, en cómoda prisión. Allí, como los dioses de antaño, dictó un famoso libro a su fiel lugarteniente, obra que, si no alcanzó grandes logros literarios, fue uno de los primeros bestsellers del siglo; por ejemplo, cuando nuestro hombre ascendió a la Cancillería del Reich, mitad por su relativo éxito electoral, mitad por el desastroso cálculo de los políticos de la derechona tradicional, que confiaban en controlarlo después, el libro de marras se regalaba a toda pareja alemana que contraía matrimonio. Se me pone el vello de punta al pensar en la cantidad de innobles gatillazos que pudo provocar tener semejante obra en la mesilla de noche, pero sus derechos de autor le proporcionaron pingües beneficios, con los cuales compró la casita a su propietario y, una vez que tuvo acceso a los recursos del Estado, la transformó en su Palacio de Montaña, el Berghof, si bien es cierto que, pese al nombre, no dejaba de ser una casa grande y sólida, con unas vistas excepcionales, pero no especialmente lujosa o, como diría uno de nuestros famosos locales, “ostentórea”. En el campo de los Crímenes contra la Humanidad destacó poderosamente, pero en el de la Corrupción nunca pasó de ser un auténtico aprendiz.

Así, aquel 10 de junio de 2014, Blanca y yo, en nuestro Ibiza que tantos elementos germánicos incorpora, empezando por mi querido cambio triptonic, reseguíamos parte del  recorrido vital de Adolf Hitler, desde el pueblo que le vio nacer al pueblo que le vio triunfar, donde pasó sus mejores horas, y a donde no quiso retirarse a morir -pese a los consejos de sus seguidores, que soñaban fantasías de Reductos Alpinos- prefiriendo hacerlo en un Berlín que no le gustaba nada, por ciudad y por roja… y caían las últimas luces de la tarde, cuando vimos a lo lejos las azuladas cumbres del Watzmann -la tercera montaña de Alemania, unos 2.700 metros- y la luna alzándose por encima de la Kehlstein, detrás de la Gasthaus Pensión Salzberg, donde habíamos reservado habitación por dos noches.

La Luna, sobre la Kehlstein. Al fondo, Gasthaus Salzberg


La Gasthaus era bastante sencilla, pero reunía todas las comodidades necesarias, y dos auténticos lujos: un encantador Biergarten, bajo frondosos árboles, de bienvenida sombra en los días insólitamente cálidos que estábamos disfrutando, y un no menos encantador propietario, un bávaro orondo y risueño, que nos servía fresquísmas cervezas y buenísimas salchichas, empleando continuamente las pocas palabras españolas que conocía: “¡Amigos!”, “Bienvenidos!” y “¡Viva España!”…

Apenas había amanecido, cuando salimos hacia nuestro primer destino: el Königsee, el Lago del Rey.  Al pie mismo de la doble -o triple, según se mire- cumbre del Watzmann, es una de las postales más conocidas de Alemania, incluso desde antes de la Fotografía, no en vano se encuentra en sus orillas el Mahlerek, el Rincón de los Pintores: recorren sus bellísimas aguas barquitos eléctricos, para reducir al mínimo la contaminación, y, en un momento determinado, el piloto detiene el motor, saca una trompeta, y lanza un largo “solo”, que el eco devuelve desde las rocas vecinas… descendemos del barco en Sankt Bartholomä, una blanca iglesia -con recuerdos jacobeos, por cierto- en un lugar especialmente bonito. Un cartel  declara: “El Mundo es hermoso; sobre todo, Sankt Bartholomä”; no podemos negarlo, y punto. Sumergimos nuestros pies en el agua del lago, y la encontramos sorprendentemente tibia; claro que estamos en la orilla…

Sankt Bartholomä


Rincón de los Pintores


Cargadas ya las pilas de bucólica belleza, nos vemos con fuerza para encarar la parte oscura del día: ascendemos por las empinadísimas cuestas del Obersalzberg, hasta el Centro de Interpretación construido muy cerca del lugar donde se alzaba el Berghof, antes de ser destruido por la aviación inglesa, vengando así el papelón que en tal lugar tuvo que representar su Primer Ministro, Neville Chamberlain.

Ante todo, mi admiración hacia la política de Memoria Histórica que realizan los gobiernos alemanes: y empleo el plural, porque, en este caso, se trata del Gobierno del Freistaat Bayern, el gobierno del Land de Baviera: cogen el toro por los cuernos, no ahorran  un detalle ni un adjetivo, asumen el horror de lo que hicieron sus padres y abuelos… el Centro tiene un lema: “Una Utopía criminal”, y trata de explicar cómo convenció el Nacionalsocialismo a un pueblo como el alemán, para que lo siguiese -con ciertas dosis de entusiasmo- en su disparatada aventura asesina y, finalmente, suicida. Didácticamente, es impecable: me compro -a un precio subvencionado- un grueso volumen, en Alemán, que reune los textos que se exhiben en el centro: no tengo prisa, tengo toda la Jubilación por delante para tratar de descifrarlo…

Centro de Interpretación Obersalzberg

Unterberg, y Salzburg al fondo


Desde el amplio mirador del Centro, contemplo prácticamente el mismo paisaje que veía Hitler desde el ventanal abatible de su Berghof; al frente, la mole del Unterberg, el monte bajo el cual descansa el primer Rey alemán, fundador del Sacro Imperio, Enrique el Pajarero: dicen que saldrá de su sueño para salvar al Reich si se ve en un apuro, pero, al parecer, en 1945 no se le vio el menor detalle… A la derecha, en la lejanía, Salzburg: a la izquierda, el Watzmann… allí se reunía con los líderes mundiales, para acongojarlos con la exhibición de su poderío, allí torturaba a sus invitados con interminables monólogos hasta altas horas de la madrugada, tras sus frugales cenas vegetarianas, allá paseaba con su perra -pastor alemán, por supuesto-, Blondi… no está en modo alguno acreditado -como afirma algún cuentista indocumentado y cachondo- que tuviese también un oso, regalo de sus Juventudes Hitlerianas, pero si es histórico que le regalaron un Águila real, que el buen Führer, conmovido ante su desdicha, devolvió a la libertad de los aires… en materia de Derechos Humanos se le pueden formular serias objeciones, pero era un decidido defensor de los Derechos de los Animales, y aún me extraña que no inistiese ante su aliado Franco para prohibir las Corridas de Toros… ¡fíate de abstemios, vegetarianos y animalistas…!

Saliendo del Centro de Interpretación, nos dirigimos a la estación de autobuses. donde cogimos el que nos conduciría a la Kahlstein: ahora si que estábamos más o menos en el lugar exacto donde se alzaba el Berghof; tras su destrucción por la RAF, fue finalmente ocupado por las tropas francesas de Leclerc -que incluían un buen número de republicanos españoles- y por los paracaidistas norteamericanos, como todo amante de Band of Brothers tuvo ocasión de comprobar… los restos fueron cuidadosamente demolidos, para evitar -como, al parecer, aún sucede de vez en cuando- que algún nostálgico deje por allí algún ramito de flores… reflexionas y concluyes que, como muy bien dijo el torero, “¡Hay gente p’a tó…!”

Ahora montamos en un autocar que, a considerable velocidad, trepa por las empinadas cuestas que conducen, Kehlstein arriba, hasta una pequeña plaza circular; a través de un impresionante portón de estilo arquitectónico claramente antidemocrático, un largo y húmedo túnel nos conduce a un ascensor de granito rosado y bronce: unas buenas decenas de metros en vertical, y estamos en la Casa de Té de Hitler, el llamado “Nido de Águilas”.

Kehlstein: entrada al Túnel


Si algo nunca falta en torno al Poder, es el séquito de aduladores o, más simplemente, pelotas: la construcción del Berghof supuso una transformación urbanística sin precedentes en todo el Obersalzberg, hasta entonces un idílico paisaje de prados, abetos y vaquitas: hubo que construir viales, cuarteles para los SS de protección especial del Führer y, sobre todo, permitir que todo el facherío de alto standing construyese allí sus residencias veraniegas… vamos, que de poco les servía a las señoras de los jerarcas insinuar “…pues yo, casi preferiría la playa…” Todos rivalizaban en ver quién tenía la casa más cerca del Führer, y quién tenía más invitaciones a bostezar disimuladamente durante las simpáticas reuniones que organizaba. 

Todo eso generó una larga serie de expropiaciones de los anteriores propietarios y, pese a la proverbial eficacia de la administración alemana, parece ser que las indemnizaciones tardaban en ser pagadas. Una afectada aprovecho alguno de los baños de multitudes de Hitler para entregarle un escrito exponiéndole la situación, y éste, descuidadamente, se lo pasó a uno de sus acompañantes, diciéndole: “¡Arregla ésto enseguida…!”. Al día siguiente, el esposo y el hijo de la demandante daban con sus huesos en el campo de concentración de Dachau, y allí se pasaron un buen tiempo, hasta que se arregló el malentendido… y conste que no lo critico en absoluto; como funcionario, también he recibido a veces instrucciones imprecisas; intentas, con toda tu buena fe, cumplir con tu obligación, y, luego, la cagas… me quedé sin saber si, al final, cobraron…

La casa de Té es otra de esas obras de aduladores: la mandó construir Martin Bormann -el siniestro lugarteniente de Hitler, del que nunca se supo a ciencia cierta si había muerto en el túnel del Metro de Berlín, huyendo de las tropas soviéticas- como regalo de cumpleaños para su jefe, pero resultó que éste tenía vértigo, y muy pocas veces subió a lo alto de la Kehlstein… me hubiese gustado ver por un agujerito la cara del pelota cuando Hitler le dijese: “¿Yo, subir ahí arriba…? ¿Estás loco…?… y, además, te habrá costado un dineral… para otra vez, con una corbatita…”

De todas maneras, como seguramente tampoco había presupuesto para destruir la ciclópea instalación, ha acabado heredándola el Estado Libre de Baviera, que la ha transformado en restaurante, donde se come bastante bien, a un precio razonable, y con la enorme satisfacción de que los beneficios se destinan a finalidades sociales. Allí, disputando tu comida con las Chovas Piquigualdas, auténticos Osos Yoguis de la Alta Montaña, te tomas tu cervecita viendo casi a tu misma altura los nevados picos que te rodean… hasta Martin Borman pudo hacer algo bueno en su perra vida, lo que son las cosas…


Cima de Kehlstein

Watzmann desde Kehlstein


Con esa especial melancolía que te produce siempre abandonar los lugares elevados, bajamos de nuevo al llano, donde hace un calor denso y casi tangible, lo que menos esperábamos encontrar en los Alpes: rematamos el día, antes de despedirnos con una buena cena en el Biergarten, bañándonos en el rápido río que rodea el pueblo: las aguas bajan turbias por el deshielo, lo que en mi tierra llamamos “Maenco”, pero no están nada frías, por lo menos para gente acostumbrada a bañare en el Ara: así se lo digo, bromeando, a unos jóvenes alemanes que nos miran… “En mi pueblo, mucho más frío, ach so…!”




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