viernes, 18 de septiembre de 2015

Mon premier voyage, mon premier amour

Me gusta escribir sobre los sitios que visito; es una forma de revivir la experiencia, rellenar algunas lagunas de la memoria y, de alguna manera, compartir momentos que son muy míos... y ahora me doy cuenta de que nunca he escrito sobre mi primer viaje, y el amor que sentí, casi a primera vista, hacia una ciudad que, ¡ay! hace años no piso, pero a la que siempre me prometo volver...


Servidor, en 1970. Y en París

Algunas veces digo que, si llegase a escribir mi biografía, empezaría con una sola frase: "Llegué a París en Abril de 1970..."... ahora no tiene mucho sentido, pero si hubiéseis pasado años y años oyendo contar batallitas a los que estuvieron allí en aquel Mayo del 68 que, al principio, parecía que lo iba a cambiar todo, después, que no había cambiado nada, y ahora llegas a pensar que sí, que cambió muchas cosas... lo entenderíais perfectamente.

El viaje era, simplemente, el Paso del Ecuador de mi curso en la Facultad de Ciencias Económicas: por aquel entonces, la gente viajaba poquísimo, salvo los emigrantes; fuera de España, todo era caro de narices, y dentro tampoco atábamos perros con longanizas, precisamente: pude apuntarme, junto a mis amigos más próximos, porque hice de "extra" durante varios días en una producción cinematográfica y conseguí una pesetas que, en aquel momento, difícilmente habría podido reunir, con la situación económica familiar en uno de sus momentos más apurados... al acudir al banco y cambiarlas por los Nouveaux Francs, se transformaron en un ridículo fajo de pocos, muy pocos billetes... con los que debía sobrevivir en París durante, creo, unos 10 o 12 días...

Salimos un grupo no muy grande, menos de veinte, acompañados por un joven profesor de Contabilidad, Ignacio Casanovas, con el que trabaríamos una buena amistad. A Ignacio, fallecido ya hace años, le debo haber aprendido mucha Contabilidad, y, además, en un tiempo record: pocos días antes del examen final, tomando unas copas, se le ocurrió decirme: "A ti, Antonio, te aprobaré porque somos amigos, pero tú, de contabilidad... ¡ni puta idea, vamos...!" ¡¡Uy, lo que me dijo...!! Estudié como un jabato, noche y día, y tuvo que rendirse a la evidencia y ponerme un nueve, ante su sorpresa, y eso porque me equivoqué en una resta... Subimos al tren, un expreso que empleaba toda una tarde y una noche en cruzar las verdes tierras de Francia, durmiendo sobre los incómodos asientos de eskay azul... pasamos por Carcassonne, cuya ciudadela iluminada fue el primer impacto de la noche, Toulouse -creo- , y enfilamos hacia las tierras del Loira, que también pude ver al cruzarlo por un larguísimo puente... no recuerdo si en Limoges o en Brive-la Gaillarde bajamos del tren para comprar una botella de agua mineral; al ver el precio, horrorizados, volvimos a mirar nuestro fajito de nouveaux, y llegamos a la conclusión de que la cosa, pese a las latas de conserva que llevábamos en las maletas, pintaba mal... creo que había sido en la aduana de Port Bou cuando, al amable policía que me revisaba el equipaje, le había dicho, sonriendo... "No se preocupe, no llevo drogas...", a lo que me había respondido: "A los españoles no os registramos por las drogas... ¡os registramos por el chorizo!". En España era aún endémica la Peste Porcina Africana, y estaba estrictamente prohibido sacar a Europa -Europa entonces estaba fuera- ningún producto del cerdo.



Serían más o menos las ocho de la mañana cuando el grupito de entumecidos viajeros bajamos del vagón en la Gare d'Austerlitz...una amiga, aún más dispuesta que yo a dejarse enamorar por París, abrió los brazos, casi en trance, y exclamó... "¡La luz de los Impresionistas...!" "¡Coño, es niebla!" -dije yo, prosaico... no se veía ni a diez metros, pero lo que se intuía... ¡oh, qué bonito...!

Nos hospedábamos en el Hôtel du Châteudun, en la Rue Châteaudun, muy cerca de Nôtre Dame de Lorette: la localización era magnífica, a pocos minutos andando de los Boulevards, y a un cuarto de hora de Pigalle y Montmartre...el hotel en sí, adecuado a nuestra economía, es decir, algo cutrillo... curiosamente, -para nuestra sorpresa, viniendo de un país tan racialmente plano como la España de la época- éramos los únicos blancos; personal y clientela eran todos, creo recordar, antillanos, que nos acogieron muy amablemente, supongo que por la novedad... nuestra habitación -la compartíamos dos amigos y el profe- era amplia, dotada de un cuarto de baño con una enorme bañera, un lavabo, un bidet... y nada más: el retrete era comunitario, y estaba en el hueco de la escalera, con un fastuoso WC de porcelana decorada, y un pomo de cadena que, desde el primer momento, me propuse robar al final de mi estancia... por desgracia, algún compañero se me adelantó. Para hacer pipí, no había problema, el bidet servía... había dos camas individuales y una de matrimonio que, naturalmente, asignamos a Ignacio; hasta el segundo día no descubrimos que el extraño aparato que había junto a la cama de matrimonio, y que confundimos con una radio, era un cacharro que, si metías un franco, imprimía a la cama un movimiento de masaje... un día se lo quise enseñar a una compañera, una estudiante de medicina muy guapa, que no recuerdo por qué se había añadido a nuestro grupo, y fuimos pillados in fraganti por el profe, que, luego, se disculpaba, creyendo que me había fastidiado el plan... ¡era bastante más optimista que yo!.



Ávidos de verlo todo, nos lanzamos a la desesperada sobre París: tanto recorríamos la ciudad en Metro, para aprendernos las líneas, como andábamos durante horas por sus calles... todo nos parecía grande, todo nos parecía extraordinario, nada recordaba la triste ciudad de un país triste de donde veníamos... recuerdo el sentimiento al ver ondear, limpia en sus colores, la Tricoleur, que me parecía -y me sigue pareciendo- la bandera de un país de ciudadanos libres... yo ya era un francófilo declarado, pero aquel viaje me remató definitivamente.

¡Y los museos...! pasamos horas en el Louvre... vale que yo ya conocía El Prado, por eso su sección de pintura me impresionó, pero dentro de un orden... recuerdo, eso sí, la emoción de poder ver La Gioconda a la altura de mis ojos, y sin los blindajes protectores que el vandalismo ha hecho, por desgracia, necesarios; pero mi emoción se desbordó en su sección de antiguedades clásicas, empezando ya por la Victoria de Samotracia que presidía la escalinata... la Venus de Milo, antiguedades griegas, egipcias, babilónicas... saltábamos como pajarillos de una a otra, dándonos codazos... "¡Mira, esto...!" "¡Mira, lo otro...!"... pero donde seguramente más disfruté fue en el Jeu de Paume, donde estaba entonces el Museo de los Impresionistas, que he vuelto a visitar después en el Quai d'Orsay.

París estaba lleno de atractivos para unos españolitos del mediofranquismo... lo primero que hicimos fue visitar la embajada de Cuba y la de la China Popular... salimos cargados de folletos y Grammas, de la primera, y de Libros Rojos de Mao, en una cuidada traducción castellana, en la segunda...curiosamente, el mío desapareció poco después de casa de mis padres: mis hermanos se lo achacaban a la asistenta que teníamos entonces, y llegamos a la conclusión de que había cumplido su misión si servía para la toma de conciencia de las Clases Populares... Yo, por mi cuenta, que atravesaba una época sindicalista, localicé en el listín -el Bottin- la sede de la CNT, para descubrir, con sorpresa, que se trataba de la rama francesa; la española en el exilio abría muy pocos días a la semana; pero igualmente me encontré con un grupo de viejos excombatientes de las columnas anarquistas, ya ligeramente ancianos, con los cuales pude tener una interesante conversación, que me convenció, una vez más, de la coherencia y altura ética de los ideales de la Acracia, y de sus nulas, por decir poco, posibilidades de aplicarse a la dura realidad.



Justo es reconocer que había otro tema en el que éramos claramente deficitarios, y, por decirlo rápido, enseguida nos planteamos ir a un cabaret: y no elegimos uno malo, precisamente, sino el Crazy Horse, uno de los más conocidos, en plenos Champs Elysées... acongojados como pueblerinos en la Ville Lumière, nos acercamos a la taquilla, y acabamos comprando las entradas más baratas, con derecho a una mesa pequeñita, tipo francés -es decir, del tamaño de un plato grande- y una consumición de un Champagne de marca ampliamente desconocida, situada a unos ciento cincuenta metros del escenario.

Se abrieron las luces, sonó la música, y de un lado y otro del vistoso decorado empezaron a aparecer figuritas, del tamaño aparente del dedo meñique, ataviadas con profusión de plumas de colores y lentejuelas... abalanzándonos sobre la precaria mesa, entornábamos los ojos para concentrar más la vista, conteniendo la respiración... "No llevan nada arriba, ¿verdad?" preguntaba, ansioso, mi compañero..."No, juraría que no..." contestaba yo, viendo demasiado saltarines aquellos senos como guisantes que imaginaba, más que veía... así nos tiramos todo el espectáculo, hasta que, en la apoteosis final, apareció en escena, recorriendo al galope corto la pasarela central de la sala -que bien podrían haber usado las mozas-... un hermoso caballo... "¡Ese sí que va en pelotas!", exclamé yo, entusiasmado...

Ante el fracaso, decidimos buscar una alternativa más canaille... no faltaban lugares en París; casi cada día cruzábamos frente a un dudosísimo local en Pigalle donde el portero, al oírnos hablar en Español, pasaba rápidamente a nuestra lengua... "¡Espectaculo -así, con acento en la "u"- continuo: buen culo, buenas tetas...!" No sé por qué optamos por un local peor aún, en una de las callejuelas próximas a la Plaza de la Bastilla donde, para nuestra sorpresa, las cloacas discurrían a cielo abierto, en una zanja central de la calle. En una sórdida sala con capacidad para unas treinta o cuarenta personas, una señora de unos treinta años -algo pasadita ya, para nosotros- se desnudó con la misma sensualidad que hubiese empleado para ponerse la bata de boatiné al llegar a casa, mostrando un cuerpo desnudísimo, eso sí, blanco lechoso, no especialmente bonito y con algún moretón estratégicamente distribuido... yo no me atrevía a mirarle la cara, de vergüenza propia y ajena, mientras me pasaba unas tetillas que ya iniciaban su declive a pocos centímetros de las narices... la nota divertida de la noche la dio un matrimonio centroamericano, al parecer en viaje de novios, que no sé como diablos habría acabado en aquel antro... la bailarina -porque algo bailaba- sacó a la pista al recién casado, y su esposa -en voz muy bajita, pero en perfecto castellano -le advirtió: "¡Si bailas con esa, esta noche conmigo no duermes...!" Esta vez no había ni Champagne malo, creo que libramos con una Cocacola o algo parecido.


¡Qué simpáticos, los Boches! se dejaron un Panzer, para que me apoye...

Completé mi ración de lo Prohibido asistiendo, en la Cinemathèque, a una proyección de "Memorias del Subdesarrollo", la magnífica obra del gran director cubano Gutiérrez Alea: no recuerdo por qué razón, aquella tarde iba solo; entré con las luces ya apagadas, y me acomodé en el suelo, entre un caballero de gran estatura y una chica jovencita, que me hicieron sitio como pudieron. Además, para mi sorpresa, todo el mundo estaba fumando, cosa desconocida para mí; en España, el Cine y la Iglesia, así como algunos polvorines militares, eran los únicos lugares donde no se podía fumar entonces: encendí mi "Ducados" y me concentré en la película.

En un determinado momento, el protagonista escribe a máquina: "¡Ya me están jodiendo...!"; los subtítulos franceses ofrecieron una versión considerablemente más suave, algo así como "Me están molestando...", y una carcajada unánime resonó en la sala... resultaba que la mayoría éramos hispanófonos, y muchísimos, directamente españoles... el grandullón era, previsiblemente, de Bilbao, y la chica jovencita, de Madrid. Al salir, un grupo numeroso nos juntamos a tomar unas bières, pocas, porque al precio que iban...

No había contado que, la primera noche que pasamos en París, habíamos subido hasta Montmartre y, en la Place du Tertre, entramos en un local bastante grande, creo recordar que Le Funiculaire; allí, en una mesa alargada, había una docena de chicos y chicas de nuestra edad, cantando acompañados por uno de ellos, que tocaba la guitarra... en cuanto nos oyó hablar, arrancó con los sones de "¡Ay, Carmela...!"... resultó ser hijo de un exiliado leonés, juntamos mesas y grupos y, cada noche, subíamos a compartir con ellos alguna bebida y cantar un rato...no resultaba difícil integrarse en la población local, la verdad... sobre todo, tratándose de una población tan cosmopolita: por primera vez, veíamos en las calles ciudadanos de otras etnias; magrebíes, subsaharianos, indochinos... no sin tensiones, por supuesto; una tarde, paseando por cerca de Montmartre, me sorprendió un control de la Gendarmería: con una MAT 49 en la barriga, fui empujado hacia una pared, donde había ya cinco o seis magrebíes... mientras buscaba mi pasaporte -lo juro- no recuerdo si dije "Je suis espagnol" o "je suis chrétien"... me dejaron seguir, y me despedí de mis compañeros de desdicha con un guiño de complicidad, ya que no de solidaridad... si contempláis mi foto que abre esta entrada, comprenderéis perfectamente la confusión.

El "Tiburón", un fetiche de la época...

Quedaba, por supuesto, el espinoso problema de la subsistencia: ya os adelanto que nuestro presupuesto no nos permitía disfrutar de los encantos de la cocina francesa: es cierto que, en otras visitas, descubrí lugares donde, por poco dinero, podías hacerlo, y recuerdo especialmente una boulangerie, a pocos metros del Palacio del Elíseo, en cuya trastienda, y por un precio muy sensato, podías deleitarte con un boeuf bourgignon inolvidable... entonces, probamos los comedores universitarios pero, sinceramente, lo encontramos incomestible: restaurantes visitamos alguno italiano, y mi primer chino, casi inexistentes entonces en Barcelona, así como también mi primera -y de estas no ha habido muchas más- hamburguesería... comíamos en el hotel, de las latas que llevábamos, y también descubrimos, en determinadas porterías del Barrio Latino, unas señoras ataviadas más o menos como nuestras castañeras, sentadas en una silla de enea, con un mantón, una falda y un delantal hasta el suelo, y una cesta de baguettes a su lado; sacaban de debajo del delantal -o de la falda, yo no me atrevía a mirar- porciones de queso o de paté de campagne, y te hacían un bocadillo de media baguette que, con una cerveza, te mantenía hasta la noche... de todas maneras, juraría que no engordé.

Me sucedieron muchas más aventuras, que prometo contar... si me preguntáis, a bote pronto, qué me impresionó más de París, os contestaría... que los urinarios públicos. No es broma; existían aún las famosas "Vespasiennes", unos urinarios metálicos cilíndricos, situados en medio de las aceras, que no llegaban hasta el suelo; veías los pies de los usuarios y, si prestabas atención, incluso oías el chorrito... y me llamaban la atención, justamente, por la escasez de esos equipamientos en España. creo que en Barcelona sólo existían unos en la Plaza de Catalunya, que fueron cerrados con la falaz excusa de que eran lugares de ligue para los homosexuales... nuestros dirigentes, claro que sí, saben que los ciudadanos orinamos, incluso han oído hablar de una cosa llamada próstata: simplemente, les importa un pito: "¡Que se jodan, que vengan meados de casa, o que meen por la privada: que entren en un bar y pidan un café...!" deben pensar... en una sociedad democrática y libre, los Poderes Públicos se preocupan de que sus ciudadanos orinen digna y ordenadamente, y con cargo a Presupuestos -o, como mucho, dejando una propinilla a "Madame Pipí"...- en Japón, un Estado democrático, y claramente comunitario, los lavabos públicos son auténticos centros de civismo, limpios como patenas... aquellas vespasiennes -desgraciadamente, eso sí, sólo para hombres, y para aguas menores- fueron, para mí, la prueba de que se podía gobernar pensando en las necesidades de la gente común y corriente, y ¿qué otra cosa podemos pedir...?

¡Pssssssssss...!









No hay comentarios:

Publicar un comentario