lunes, 21 de septiembre de 2015

Un día gris, en Madrid...

Nacido y criado en una tierra donde es costumbre inveterada echarle la culpa a Madrid hasta del mal tiempo, pero dotado de un robusto sentido de la contradicción, que nadie supondría en mí, viéndome tan pacífico, mis relaciones con la Capital del Reino han sido siempre buenas...



Y eso que empezaron fatal, con un viaje intempestivo, en los días más fríos de un Diciembre desapacible, y con un motivo absolutamente poco placentero... pero después se fueron normalizando: es una hermosa ciudad, donde es difícil sentirse extraño, quizás porque, como se afirma tópicamente, casi todos sus habitantes vienen de otros lugares... en ella había nacido mi primera mujer, a ella se trasladó a vivir mi hija Badaín, en ella ha nacido mi nieto Pablo -¡a pocos cientos de metros de la Moncloa...!-, he viajado a Madrid muchísimas veces, por motivos de trabajo, familiares e, incluso, varias de ellas por placer, con el sano propósito de disfrutar de ella como un turista... y he vivido en Madrid dos de sus momentos históricos, asistiendo, en un día inolvidable, al entierro de los laboralistas asesinados en Atocha, compañeros en el PCE y en Comisiones Obreras, y, años después, al entierro también de Pasionaria, donde, a sabiendas, llevábamos a la tumba no tan solo a un personaje, sino también a toda una época... y añadiría un tercer momento cuyo recorrido aún ignoramos, recordando que el 16 de Mayo de 2011 estuve en la Puerta del Sol firmando los manifiestos de los primeros Indignados que, aquella noche, empezarían a quedarse a dormir allí.

Aunque nunca he vivido en ella, Madrid me ha parecido siempre una ciudad interesante, más que bella, y especialmente estimulante: he preferido pasar por alto sus ribetes reaccionarios, que los tiene, por supuesto, y ver en ella la corte ilustrada de Carlos Tercero, la villa liberal del Siglo XIX, la cuna de la Institución Libre de Enseñanza, el lugar donde floreció la Generación del 27, la Puerta del Sol del 14 de Abril, las trincheras donde el pueblo y las Brigadas Internacionales pelearon codo a codo, defendiendo el Puente de los Franceses... incluso el Madrid de la Movida y de Tierno Galván... tengo esperanzas de que se recupere ese espíritu, tan madrileño como el otro, y parece que la cosa, de momento y pese a los problemas de los primeros momentos, no pinta mal del todo...y, sobre todo, confiaba, con los nuevos equipos municipales, en ver reconstruir los puentes  mentales y sentimentales, tan necesarios, entre Madrid y Barcelona: veremos si es posible...


Cuando estaba en los primeros años de Facultad, coincidió que mi padre viajaba con frecuencia a Madrid: por entonces, era habitual que, cuando las condiciones meteorológicas eran malas, se cerrase el aeropuerto de Barajas. Entonces tenía que hacer el viaje de ida y vuelta en coche, y yo me apuntaba a acompañarlo: no sabía conducir -tardé aún años en sacarme el permiso-, pero, por lo menos, ayudaba a mantenerlo despierto en aquellas largas horas de viaje, además, como ya he dicho, luchando contra el mal tiempo.

Un viaje Barcelona-Madrid era, en aquellos tiempos, una auténtica aventura: la Nacional II era una de las mejores carreteras de España, pero, para lo que ahora vemos, resultaría increiblemente precaria: había sido modernizada dentro de la llamada Red de Itinerarios Asfálticos, que implicaba unas vías de un carril en cada sentido, bien pavimentadas y dotadas -y eso era lo innovador- de arcén y, con suerte, carriles de tráfico lento en las cuestas, pero aún se tardaban unas diez horas en recorrer los poco más de seiscientos kilómetros... ahora ese trayecto se hace en poco más de la mitad de tiempo, por autovía, y es difícil recordar lo que era la vieja carretera, tramos de la cual aún se ven en muchos lugares: llegar a Lleida desde Barcelona ya suponía cerca de tres horas, pasando por los cuellos de botella de las ciudades vecinas a Barcelona, el Puente sobre el Llobregat obra de Carlos Tercero, el puerto de Els Brucs, con curvas de 180º, las cuestas interminables de La Panadella, las llanuras de Lleida... Pasada la ciudad, cruzado el Cinca por Fraga y superadas las cuestas que la seguían, se adentraba la carretera en la soledad nocturna de los Monegros, rota tan solo por las escasas luces de los bares y de las gasolineras, pasando pueblos dormidos, hasta que, al saltar al Valle del Ebro, las bombillitas de los pueblos de la Ribera marcaban la vuelta a zona habitada, a medida que te acercabas a Zaragoza... veías El Pilar iluminado y, a continuación, las luces de la Base Americana, y ya estabas de nuevo subiendo a La Muela y enfilando las tierras del Valle del Jalón, cruzando puertos -El Frasno, Cavero...-, pasando por Calatayud dedicabas un recuerdo a La Dolores, y era el punto, también, donde detenerse a tomar el primer café de la noche- y dirigirte ya a tierras castellanas... avanzada la noche, empezaba a caer la temperatura, y los pueblos, ahora más lejanos entre sí en la no siempre pacífica huega con Castilla, eran de nuevo motivo para detenernos en las gasolineras, para estirar las piernas y preguntar a los camioneros por las condiciones en que se encontraba la carretera, si había placas de hielo en Alcolea del Pinar o en Medinaceli... cruzábamos aquellas parameras, temerosos, por encima de los mil metros de altura, acercándonos cada vez más  a nuestro destino, con la madrugada a nuestras espaldas... atravesábamos Guadalajara, y las tierras que aún conservaban el recuerdo de la retirada de los italianos durante la Guerra Civil -Brihuega, Trijueque...- Alcalá de Henares, y pronto estábamos viendo las luces de otra base americana, Torrejón -con sus altos depósitos de aguas coronados por un faro, como en Zaragoza- y enfilábamos, ya con las primeras luces, la llamada Autopista de Barajas, entre ciclópeas murallas de ladrillo, antesala de la Avenida de América, donde ya podías entrever sus joyas arquitectónicas; la maciza Torres Blancas de Sáenz de Oíza y la grácil Pagoda de Fisac, hoy desaparecida.

Mis funciones como copiloto eran relativamente sencillas; pasar a mi padre sus frecuentes cigarrillos ya encendidos, sus Celtas largos sin filtro, que te dejaban la boca llena de hebras y que yo, fumador entonces de rubio inglés enboquillado, consideraba como una rareza etnográfica, y ayudarlo a mantenerse despierto, hablando de cualquier cosa e, incluso, cantando... tenía entonces un Seat 1500 gris oscuro, un coche grande para la época, en el que, de hecho, viajábamos una familia muy numerosa, pero que hoy, al verlos, me parecen casi de juguete; aquel ejemplar, en concreto, nunca funcionó bien, sufriendo averías tan curiosas como la rotura de la frágil palanca del cambio de marchas, que estaba en la columna del volante -nos pasó en Ordesa, y conseguimos volver a Boltaña colocando en su lugar un palito de boj, tributo a nuestros antepasados cuchareros- y, sobre todo, las recurrentes del alternador, que nos dejaban el coche completamente a oscuras, sin alumbrado, en medio de la marcha: en un viaje a Madrid nos quedamos así antes de llegar a Lleida, y allí tuvimos que alquilar un taxi para seguir viaje; lo recuerdo, un Mercedes verde, redondeado, un modelo de finales de los Cincuenta... le dijimos al taxista que, antes del viaje de vuelta, intentase dormir un poco; se conoce que no lo hizo porque, regresando -mi padre dormía en el asiento trasero, y yo, en el delantero, junto al conductor- me desperté del frenazo; había dado él también una cabezada, se había salido de la carretera, y había conseguido detener el coche antes de saltar al vacío en una de las curvas del puerto del Frasno.

Porque nosotros no dormíamos; llegados a Madrid, desayunábamos, mi padre se iba a sus asuntos, y yo tenía toda la mañana libre, para dedicarme a recorrer museos -así llegué a conocer bastante bien El Prado- o, sencillamente, a pasear por Madrid: quedábamos a la hora de comer, lo hacíamos en Madrid o, a veces, ya saliendo en dirección Barcelona, en algún restaurante de San Fernando de Henares, especializados en chuletitas de cordero, y nos poníamos de nuevo en marcha hacia nuestro destino, al que llegábamos ya bien avanzada la noche, más de venticuatro horas después de nuestra salida...


La foto es reciente... el chirimbolo de detrás no estaba...

Justamente en uno de esos viajes viví la experiencia que hoy os quería relatar: ya en mi tiempo libre en Madrid, paré un taxi y le pedí que me llevase a la Facultad de Ciencias Económicas, la única entonces existente, la de la Universidad Complutense: por aquellos días el Movimiento Estudiantil estaba en un momento de gran actividad, habíamos creado los Sindicatos Democráticos de Estudiantes, las asambleas y las manifestaciones eran continuas, y tenía yo ganas de ver el ambiente que se respiraba en mi Facultad hermana, una de las más activas... no era mi intención actuar de enlace, no tenía yo responsabilidades de ese tipo, era un simple Delegado en el Consejo de mi curso, pero me apetecía hablar con la gente de allí, ver sus murales -aquellos carteles kilométricos, de papel de estraza, que habíamos heredado de los chinos de la Revolución Cultural...-, coger algunos panfletos.. lo de siempre, vamos...

Ya al pasar junto al Arco de la Moncloa me advirtió el taxista de que parecía que habían cerrado las Facultades: el despliegue policial era importante: la manifestación del día anterior había sido masiva, y las autoridades gubernativas habían cortado por lo sano, imponiendo un cese de las actividades académicas, y llenando el Campus de fuerzas antidisturbios: no penséis en los robocops actuales, con sus exoesqueletos de kevlar y sus cascos siderales: eran pobres, como todo el país, más bien bajitos y con bigote, vestidos con abrigos grises hasta el suelo que solían venirles grandes y tocados con unos cascos de plástico baratos, que era una risa ver, cuando te perseguían, -y si tenías pelotas para volverte a mirar- cómo se lo tenían que sujetar en la cabeza con una mano, para evitar su pérdida... aquel Estado mísero no podía gastar ni siquiera en una de sus actividades fundamentales, la Represión... viajaban hacinados en Landrovers, ocho o diez en cada uno, con las ventanas protegidas con tela metálica de gallinero, y mis amigas de la Facultad se remangaban aún más sus minifaldas cuando los teníamos estacionados delante, en la esperanza de que, si al verlas experimentaban algún trastorno en el riego sanguíneo de alguna parte de su anatomía, aún estarían más incómodos allí dentro...

Visto lo visto, le pedí al taxista que diese la vuelta, y volvimos hacia el centro de la ciudad; no era cosa de que se les ocurriese pararnos y pedirme explicaciones... llevaba puesta la radio, no recuerdo cual, da igual, todas las emisoras eran del Régimen... un locutor, con la voz engolada y -en este caso, indignada- que recuerdo tan bien, criticaba duramente a los manifestantes del día anterior..."Esos jóvenes ingratos, nacidos en la Paz de España, que quieren acabar con todo, esos privilegiados... que ayer recorrían nuestras calles, en tumulto, alterando la pacífica convivencia, cantando cancioncillas infames como una, oída ayer, que decía:

"La mujer de Paco Franco
no cocina con carbón,
que cocina con los cuernos
de su marido, el cabrón..."

El taxista frenó en seco, y casi me la pego con los cristales que entonces separaban a los clientes del conductor..."¿Ha oído usted lo que han dicho...?" "Lo mismo que usted", respondí... "¡Jó!" dijimos los dos, a coro... no había más que comentar...

Y esa es la historia de una gris mañana madrileña en que me enteré de que los cuernos, incluso los conyugales, pueden ser usados como combustible doméstico, y en la que oí por la radio llamar "cabrón", con todas las letras, a Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, Francisco Franco Bahamonde...








1 comentario:

  1. es tan lindo poder conocer este hermoso país, y nada mejor que transportarnos en un nuestro propio auto, para ello te dejo aquí una lista de las gasolineras mas baratas barcelona

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