lunes, 28 de septiembre de 2015

Krasnaia Ploshshad

No se puede decir que Moscú sea una ciudad acogedora: es, simplemente, desmesurada: ya desde el aire sobrecoge ver su extensión; las luces delimitan perfectamente sus Cinturones y, en el centro, una zona mucho más iluminada indica la Meca a la que dirigiré mis pasos en cuanto llegue al Hotel, duerma un rato y me dé una ducha: la Plaza roja, la Krasnaia Ploshshad.




Hemos llegado a Moscú de madrugada; en el Aeropuerto descubrimos que han perdido la maleta de nuestros cuñados, Cris y Javier: mientras formulan la reclamación, rodeados de ciudadanos de las repúblicas exsoviéticas, a los que tratan a patadas, salimos a explicárselo a la guía que acompaña al coche de la agencia de viajes: es una simpática y joven señora, a punto de salir de cuentas, que habla un Castellano impecable... charlamos un buen rato con ella: aunque estamos en Julio y hace calor, por lo primero que le preguntas a un ruso es por el frío, así de tópicos somos... "Hacemos vida normal, hasta que el termómetro llega a 20 bajo cero: entonces se cierran las escuelas..." le cuento que en Barcelona se cierran si hay amenaza de nieve: se parte el pecho...

Llegamos al hotel casi de día, después de tardar más de una hora en cruzar parte de Moscú: tan temprano, ya hay un tráfico infernal; destacan los trolebuses, cosa que en España hace años que no vemos. Hay muchas construcciones nuevas, centros comerciales, todos los anuncios que puedes ver en una ciudad europea... ves los barrios obreros, de casas altísimas prefabricadas, rodeados de jardines y parques infantiles que, desde el coche, tienen buena pinta -los pisos, no tanto...- Y verde, mucho verde, hay un anillo verde que rodea el centro, y allí verde quiere decir árboles; abedules, abetos... estamos hechos polvo, toda la noche en vela, y con un hambre atroz; decidimos desayunar antes de ir a dormir un par de horas: fastuoso desayuno ruso, con pescados ahumados, carnes ahumadas, sopas... empiezo a ver que comeré bien, y eso siempre anima.

La habitación del hotel -un hotel moderno, que se anuncia como céntrico, y eso quiere decir a veinte minutos en metro de la Plaza Roja- es, sencillamente, inmensa como la Madre Rusia: desde la cama casi no se ve, entre la bruma, el armario situado en la pared de enfrente... tiempo de dar una cabezada, ducha y... ¡a la calle, que Moscú nos espera...!

Ya había leído mucho sobre el Metro de Moscú, esa Catedral del Pueblo en la que Stalin puso un especial interés. Y cuando Stalin ponía un especial interés en algo, las cosas se hacían bien, a ver qué vida... Total, debía pensar, es el sitio donde más horas pasará la clase obrera... Pero hay que verlo; prodigio decorativo, miles de empleados -cuadrillas que, continuamente, limpian hasta el más pequeño rincón, señoras de mi edad, uniformadas de azul con gorritos rojos, parecen falangistas, sin más misión aparente que mirarnos, distraídas, a los viajeros...- precios baratos, pero controles inflexibles; Javier mete mal el billete y el torniquete se cierra de golpe y casi lo castra... pocas bromas en el Metro de Moscú... y las frecuencias... los trenes pasan cada treinta segundos, o cosa así; cuando uno va a salir, la gente ya ni corre por el andén, sencillamente espera al siguiente... vagones muy grandes -en Rusia tienen el mismo ancho de vía que en España-, de esa característica chapa acanalada tan frecuente en Rusia; sólidos de narices, poco diseño...



Ni diseño, ni grafismo; como viajero consciente, he dedicado varios días a aprenderme el alfabeto cirílico; tampoco es tan difícil, si conoces el griego: en la primera mañana en el metro el esfuerzo ya está amortizado: todos los nombres de las estaciones están en cirílico, los enlaces entre líneas están dentro de los andenes, las indicaciones en alfabeto latino son escasísimas... dentro del Metro sólo se indica la estación siguiente por los altavoces... el sistema es contar el número de paradas y, luego, llevar bien la cuenta. Pero es tan rápido que, si te pasas, cambias de andén, coges el siguiente y todo resuelto: veinte minutitos -habremos recorrido ocho o diez kilómetros- y ya estamos bajando junto a la Plaza Roja.

En Moscú, por lo menos en las grandes avenidas -casi todas las calles son grandes avenidas- no existen pasos de peatones; cada cien metros, o así, hay un paso subterráneo, un "Perijod", sobre el que pasan, a velocidades vertiginosas, Porsches, Audis y Bemeuwes. Los perijods son pelín siniestros, y están llenos de tiendecitas cutres, donde el moscovita del montón se provee de todo lo necesario: bragas, medias y calcetines, tabaco, fruta, aguas minerales coloreadas en todos los tonos del Arco Iris, periódicos y revistas... uno piensa que, durante el Invierno, deben agradecer mucho esos pasillos subterráneos, donde siempre hará menos biruji que en el exterior. Están limpios y no huelen, como cabría esperar, a pipí; de hecho, todo en Moscú está limpio: por las calles pasan sin cesar grupos de dos camiones juntos que no es que rieguen, es que provocan un auténtico diluvio que, al mismo tiempo, limpia el asfalto y a todos los coches que circulan a su lado...

Sales del perijod, deslumbrado por la luz del sol, cruzas frente a la imponente Biblioteca Pública, cambias de acera, y ya estas viendo la Puerta del Kremlim y, a su izquierda, detrás del historicista Museo de Historia, se abre ante tu vista la inmensa Plaza Roja.




Ya sé que se llamaba así desde varios siglos atrás, hay varias versiones; por las rojas murallas del Kremlim, porque "Rojo" quiere decir también "Bello"... lo siento, pero para los de mi generación, especialmente los "rojos" -aunque no necesariamente "bellos"-, la Plaza Roja será siempre lo mismo que la Plaza de San Pedro para los católicos, y sé de lo que hablo, como católico cultural que soy... te detienes, miras a izquierda a derecha, y al frente, tragas aire, y te convences de que estás en un lugar clave para la Historia de la Humanidad... aunque se admiten opiniones, por supuesto...



Para mí, la Plaza Roja está siempre ligada a un documental, en blanco y negro, donde, ante miles de soldados formados, el Mariscal Zukov arranca un galope solitario sobre su caballo, al frente del Desfile de la Victoria de 1945, cuando sus orgullosos frontyi, los héroes del Frente, irán arrojando en informe montón los estandartes y banderas nazis ante un Stalin que saluda medio militarmente -la mano no llega a la sién- con una sonrisita bajo el bigote... esa galopada tiene su historia; las malas lenguas dicen que Stalin, envidioso de la gloria del Mariscal, le prestó un caballo de su propiedad, especialmente borde, con la vana esperanza de que el viejo oficial de caballería se pegase un buen leñazo en público, al resbalar sobre el empedrado de la plaza... algo debe haber de eso porque, en la estatua que, junto a la plaza, inmortaliza esa cabalgada, Zukov no está galopando, sino trotando a la inglesa, sorprendido en el antiestético momento en que el culo se separa de la silla, como si montase padeciendo un ataque de almorranas... ¿venganza sutil de Stalin...? Que no es que fuese muy sutil, precisamente...



Podéis ver en cualquier guía las dimensiones de la Plaza Roja: es, en una palabra, enorme: la limitan, por sus lados mayores, la muralla del Kremlim, en la que se apoya el Mausoleo de Lenín -que, al mismo tiempo, servía de tribuna de autoridades en los desfiles- y, enfrente, dos edificios singulares: la Catedral de Kazán y los Almacenes GUM; al fondo, junto a la mole del Hotel Rossia, en obras, la Catedral de San Basilio el Bienaventurado, el icono quizás más conocido de Moscú: cierra el otro lado menor el rojizo Museo de Historia, en cuya puerta unos falsos stretsnyi, los fusileros de la guardia del Zar, enseñan a tirar con mosquete a unas turistas, y aprovechan, a lo Benny Hill, para tocarles el trasero.




No fue el primer, sino el segundo día, cuando nos pusimos en la inmensa cola para visitar el mausoleo de Lenín. antes, tuvimos que dejar en una consigna todas nuestras pertenencias, y sumarnos después a los miles de uzbekos, kazajos, armenios, georgianos... que esperaban disciplinadamente rendir su tributo a quién los hizo ciudadanos soviéticos... hay mucho turismo en Moscú, pero la mayoría parecen proceder de las vecinas repúblicas asiáticas, sin descartar que muchos sean también chinos, difíciles de distinguir para un ojo poco entrenado... todo ello contribuye a darle a Moscú un carácter decididamente oriental... a seiscientos kilómetros tan solo, San Petersburgo nos parecerá una gran ciudad europea: pero en Moscú se palpa que, saliendo de sus avenidas, se abre ya la inmensa llanura que, salvando la leve incomodidad de los Urales, llega hasta Vladivostok, en el Pacífico... Asia, traída por la Horda de Oro, está muy presente es una ciudad, paradójicamente fundada por nórdicos vikingos, los Variegos... punto de encuentro entre Mundos distintos, ciudad abierta, -no se defendió ante Napoleón, prefirió arder después, con el multinacional ejército imperial dentro, que tuvo que salir por piernas...- ante esta cola de turistas, ese carácter asiático, que es parte del encanto de Moscú -que lo tiene- se hace evidente.



Entramos, por fin, en el Mausoleo: llevo puestas las gafas de sol -he dejado las otras en la consigna-, no veo ni para jurar, y casi me como al policía tamaño armario que, con el dedo en los labios, ordena silencio a los visitantes. Allí está Lenín, en la oscuridad casi total, iluminados sólo su cabeza y sus manos -esas siempre impresionantes manos de muerto-, rodeado de banderas oscuras, que supongo rojas: lo saludo a nuestra manera, y canturreo por lo bajini las coplas que cantaba mi amigo Ricardo Conde cuando íbamos algo puestos:

"Vladimir Ilich Lenín
fue un tío extraordinario
que le enseñó al Proletario
que pué llegar hasta el fin,
siendo revolucionario..."

Casi me entra la risa tonta pensando en la cara que pondrían los policías si ahora me arranco a cantar Flamenco... tal como entramos, en correcta formación, salimos de nuevo a la luz de la Plaza Roja...

Pero antes, doy una vueltecita por la parte de la Muralla del Kremlim que tapa el Mausoleo y, exactamente, allí está José Stalin, medio escondido, exiliado de la compañía de Lenín -nunca se llevaron muy bien-, junto a una cohorte de revolucionarios, astronautas y premios Nobel de Física... la tumba tiene algunas flores... ¡Buen pedazo de cabrón estabas hecho, Pepe, las hiciste de todos los colores...! pero sin tu cabezonería, posiblemente yo viviría en el Gau de Ostspanien, eso sí, de una Europa Unida... y Adolfo, tu colega, hubiese muerto en la cama, con parte diario del Equipo Médico Habitual... viendo el lado bueno de las cosas, yo hablaría Alemán de corrido, y no me liaría con lo del verbo en Segunda Posición... sin el miedo que les metiste en el cuerpo a los que yo me sé, no tendríamos jubilación, ni subsidio de desempleo, ni casi vacaciones... eres, sin tú saberlo, el Padre del Modelo Europeo de Estado del Bienestar... el borrachuzo de Yeltsin se cargó tu invento, y todo entró en barrena... te debemos mucho más los occidentales que los pobres que tuvieron que aguantarte.



Justo enfrente de la Muralla del Kremlim, un enorme edificio de aire entre historicista y modernista... y ya tiene que ser grande, para parecerlo en esa Plaza... : los almacenes GUM, de antes de la Revolución, fueron, durante el periodo soviético lo que más visitaban los turistas, que se quedaban admirados ante los trajes de milrayas con hombreras y pantalones hasta el suelo y las fajas enterizas para las señoras que componían el estilismo habitual... ahora, completamente renovados, son una muestra de todos los productos de lujo occidentales, y de algunas cosas rusas incalificables, como la marca de prendas deportivas que diseñó el equipo de los olímpicos españoles, arrancando auténticas carcajadas... vemos también una charcutería donde reinan, ante la admiración de los moscovitas ricos, nuestros mejores "Cinco Jotas"... los precios, impresionan... Eso sí, hay en el hall de los Almacenes un bonito bar, con grandes samovares de cobre brillante, donde descubro lo que va a ser uno de mis mejores recuerdos de Rusia: el kvas, una bebida de la que había leído mucho en las novelas rusas -recuerdo al indolente Oblómov pidiéndole vasos de kvas constantemente a su viejo criado-, y no es otra cosa que agua con pan de centeno fermentado... si tiene alcohol, debe ser muy poco; bien frío, en días calurosos, está riquísimo: pediré kvas todas las veces que pueda, sin olvidar por eso la muy buena cerveza rusa, la "pibo"...




Al Este, cierra la plaza la impactante mole de la Catedral de San Basilio, el Bienaventurado: desde luego, si lo que querían lograr era impresionar, el objetivo se cubrió con creces: pero tanta cúpula policromada, a mí, no deja de recordarme algo a Disneyworld... no acaba de emocionarme, ante ella, sólo pienso... "¡Anda, qué brutos...!" Una de las cúpulas tiene los colores blanquiazules, del RCD Espanyol... bromeo diciendo que es el "sponsor", y que pronto pintarán otra del Barça...




Todo lo contrario me sucede con la Catedral de Kazán, en el otro extremo de la Plaza: pequeña, bonita, plenamente restaurada... durante los primeros años de la Revolución estuvo allí el Museo del Ateísmo, qué cosas, donde enseñaban los iconos trucados con los que hacían llorar sangre a los santos... luego, cuando la invasión alemana, Stalin se puso a bien con los popes, -total, él había sido seminarista- para que bendijesen la Gran Guerra Patriótica, y la cosa se suavizó. El ambiente de las iglesias ortodoxas es muy especial; el suelo cubierto de mullidas alfombras, los dorados iconos que cubren todas las paredes -incluso el biombo que tapa el altar, el Iconostasio; al cura solo se le ve en contadas ocasiones- y alguno de ellos vemos en  Sobrarbe, obras de Maite Larrosa...- el olor a incienso y a los cientos y cientos de velas... los encargados de la bien provista boutique de la Catedral, que saben un huevo de márketing, tienen puesto un cd de bellísimos cantos litúrgicos, entran fieles, santiguándose al revés... no es difícil sentir que tu espíritu se eleva de las cosas mundanas buscando algo que te gustaría que hubiese pero -ay!- sospechas que no hay... sólo me faltaría eso, recuperar la Fé en plena Plaza Roja, mi gusto por la contradicción y la paradoja, a veces, tiene esas cosas...




Salimos por donde hemos entrado, otra vez hacia la vecina Plaza de la Revolución... hay allí un edificio especialmente curioso: es asimétrico, tiene un cuerpo central con dos cuerpos laterales ligeramente distintos; en el izquierdo hay unas ventanas rematadas en arco de medio punto, y en el derecho son todas rectangulares... cuenta la Leyenda que el arquitecto preparó los planos con las dos opciones, para ver qué opinaba Stalin, y éste, que tendría la cabeza en otra cosa, dijo que le parecía bien, y nadie se atrevió a preguntarle cual de las dos mitades le parecía bien... si uno no hubiese sido funcionario toda su vida, no se lo llegaría a creer, pero he visto cosas parecidas... cuando alguien discutía una orden superior, siempre contaba yo el mismo chiste: las tropas de Pancho Villa habían tomado un pueblo, y el general, sobre su caballo, ordenaba: "¡A ver, mis cuates, viólenme a todos los hombres, y fusílenme a todas las mujeres...!" Se hacía el silencio, y una voz entre las filas decía... "Mi General... será al revés, ¿verdad...?", a lo que un pelotillero contestaba, raudo: "¿Qué, ya quieres saber tú más que el Jefe..?"




Allí mismo, en la Plaza de la Revolución, comemos en los bajos de un Centro Comercial moderno; la comida es rusa y buena: probamos la Salad Olivier, que no es otra cosa que la Ensaladilla Rusa que encuentras en todas las barras de bares de España, pero con una salsa mucho más ligera: durante los primeros años del Franquismo, pasó a llamarse "Ensaladilla Nacional", y se decoraba con tiras de pimiento morrón que, junto a la mayonesa, formaban los colores de la Bandera... aquí la bautizaron con el nombre del cocinero francés que la inventó, si puede llamarse invento a algo tan elemental... salimos de nuevo a la calle, queda Moscú para rato...





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