lunes, 27 de julio de 2015

Una mañana de mierda... con final feliz.

Solo íbamos a estar una mañana entera en Florencia... y no la empezamos demasiado bien..

En realidad, sí que empezó bien: tras un agradable desayuno en el B&B, entramos en un supermercado cercano, para comprar algunos regalos para padres e hijos... nos encanta, en nuestros viajes, visitar los lugares donde compra su comida la gente de verdad, porque no hay mejor barómetro de la situación social de un país: recuerdo que la visión del surtido de vinos del Somontano en un súper de barrio en San Petersburgo nos explicó más sobre la emergencia de una nueva clase media en la  Rusia putiniana que muchos sesudos artículos de Economía.

Nuestra entrada en el súper de Florencia tuvo también ribetes iniciáticos: sintiéndolo mucho, yo reservo mi síndrome de Stendhal particular para los estantes llenos a rebosar de productos alimenticios o incluso de perfumería y limpieza del hogar, de marcas, variedades, modalidades y opciones desconocidas en nuestro país, a precios perfectamente comparables -e incluso más bajos en algunos casos- y con un aire inequívoco de calidad, tan frecuentes en los Supermercados de la Europa rica: y ese era justamente el debate que sostenía con Blanca a lo largo del viaje: ante las precarias carreteras, las autopistas de dos carriles, el abandono de muchos espacios públicos, preguntaba constantemente: "¿De verdad que son más ricos que España...?" Yo contestaba que así era, que en los llorados tiempos de Zapatero los adelantamos, quizás por un año, en PIB "Per cápita", pero que, luego, en la crisis, ambos habíamos caído, pero nosotros a mayor velocidad: ahora el profesor de Economía que fui -y eso no se deja de ser nunca- ante aquella abundancia de bienes materiales, completaba mi exposición... "Tienen un Estado de mierda, posiblemente incluso peor que el nuestro, pero la gente se las arregla para, a pesar de todo, vivir muy bien... fíjate como van vestidos: cualquier caballero parece el relaciones públicas de una discoteca de a treinta euros el cubata: incluso aquel anciano señor con el que nos cruzamos ayer, con aspecto de estar más p'allá que p'acá -y que luego nos creó un cierto sentimiento de culpa al leer en un periódico que vagaba por la ciudad un "Dismemoriatto"- llevaba una americana de diseño que me hubiese puesto muy a gusto, cuando me ponía americanas... y las bellas señoras..."

Así, en aquel ambiente de superlujo cotidiano que nos hacía sentirnos ciudadanos de la Albania prepostcomunista en un Carrefour, compramos los presentes, los fuimos a dejar en nuestra habitación, y nos lanzamos a descubrir nuevas maravillas florentinas.

Tenía yo especial interés en visitar la Iglesia de San Miniato, situada en lo alto del monte que se alzaba detrás de nuestro hotel, para disfrutar de sus hermosas vistas sobre la ciudad. Pero justamente había amanecido lo que ya nos habían avisado que nos esperaba en Florencia, un día pesado y bochornoso, con ese calor húmedo que tanto temo y que, por suerte, habíamos evitado en todo el viaje. Ni pensar en ponerme a escalar montañas, vamos... pronuncié las palabras fatídicas... "Algún medio de transporte público habrá, digo yo...".

En aquel momento aciertan a pasar dos señoras, una Policía Municipal -que parece de mi edad, o mayor, ¿Cuándo se jubilarán aquí las policías..?- y una informadora turísticas: me orientan amablemente: por supuesto, el autobús Trece, el "tredici; compran ustedes el billete en ese quiosco, van a tal sitio, allí tienen la parada... grazie tante, signore... y para allá que nos vamos.

La parada está en un Lungarno, frente al río, y viendo por encima de los tejados, la torre de la Signoria y el Campanile y la cúpula del Duomo. Veinte minutos después, seguimos allí, contemplando el río, la torre de la Signoria y el Campanile y la cúpula del Duomo. Cuarenta minutos después, seguimos allí, contemplando el rio, la torre de la Signoria, y el Campanile y la Cúpula del Duomo... pasan autobuses de varias líneas, pero ninguno es el Tredici. Compruebo el cartelito de la parada: efectivamente, para allí, los días laborables -es viernes-, aunque con una frecuencia de un trasto por hora... bueno, ya falta menos... cincuenta, sesenta, setenta, ochenta minutos... comprendo que el Tredici no va a pasar, o lo hará cuando le pase por el tubo de escape... decían que, con Mussolini, los trenes italianos llegaban a su hora: lo fusilaron, por germanófilo y rarito.

"Vaffanculo San Miniato!", grito, "¡Vámonos a l'Accademia!"

L'Accademia era el segundo objetivo de la mañana: allí, en un hermoso recinto, recibiendo luz cenital, se expone el original del  David de Miguel Ángel, todo un "must": pero ayer era jueves y hoy -claro-viernes; si ayer dispusimos de los Uffizi casi en solitario para nosotros, hoy densas reatas de compañeros turistas apatrullan las calles florentinas...

Una manzana antes de llegar a l'Accademia ya se oye ese rumor de gente que tanto gusta escuchar en las manifestaciones cuando las convocan los de tu cuerda: llegamos, y nos desmoronamos: hay una cola densa e interminable, gente esperando en todas las posiciones, desde el castrense "firmes" -o el no menos castrense "en su lugar, descansen"- al que se tumba sobre la chepa de su mochila, mirando al cielo, emulando a la cucaracha de Kafka... vamos hacia la puerta, y comprobamos que se entra, cada muchos minutos, en grupos de veinte...

Una joven buitresa, aspecto profesoral y cuaderno en ristre, recorre la cola haciendo proposiciones deshonestas: por el módico precio de cuarenta euros por barba, te ofrece entrar en un falso "Gruppi" -que tienen preferencia- pero, eso si, dos horas después... "Mientras tanto, podéis ir a tomar un café", dice la jodida.... Si no, calcula, por la Pública tenemos cuatro horas de espera, sin abandonar la cola... nos hemos juntado un grupito de españoles, de diversas nacionalidades y regiones, y todos, como los últimos de los Tercios en Rocroy, rechazamos indignados la oferta... pocos minutos después, una pareja abandona sin decir nada el grupito donde reside el orgullo patrio, se acercan a la buitresa, y le cuchichean algo al oído; ella asiente, y escribe en su cuaderno... ¡Plutócratas traidores e insolidarios...! Mi respuesta, ya os la podéis imaginar: "Vaffanculo Miguel Ángel!"... y abandonamos la cola...

La que se ha ido a vaffanculo, entre una cosa y otra, es nuestra única mañana florentina: si fallamos el próximo golpe, podemos darla por perdida... con el "Ay!" en el cuerpo, nos dirigimos al, afortunadamente vecino, Convento de San Marco, donde se pintaron y exponen los frescos de Fra Angélico...

Al llegar, vemos solo una puerta abierta; la del Claustro: allí un simpático caballero nos informa de que, efectivamente, podemos contemplar pinturas: pero no exactamente las de Fra Angélico, sino algo así como la exposición de las obras de un Centro de Día, o un Concurso Municipal de Pintura Rápida: del Fra Angélico ese, ni idea, vamos... desde la puerta ya se ven los colores fosforitos de los acrílicos: con el vello de punta, nos disculpamos ante el amable caballero y salimos, profundamente despistados, de nuevo a la calle.

Sumido en la desesperación,  resigo la fachada del convento, casi palpando sus muros, hasta que descubro una puerta entornada... la empujo, y, tras un mostrador, me sonríe una señora.. "¿Fra Angélico...?", pregunto, agónicamente... "É qui!" me responde... ¡¡Salvada la mañana...!!






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