miércoles, 8 de julio de 2015

No sé qué nombre me daríais...



Lo escribí hace bastantes años... ahora los chóbenes suben menos y llevan vidas más regulares, ya hay un nieto... pero pasado mañana subimos a Boltaña, y la cosa esa ya estará desperezándose, esperándonos...



No sé qué nombre me daríais, si pudieseis verme. Desde luego, no soy un fantasma; nada que ver con secretos trágicos, y nunca ha pasado por mi cabeza la idea de asustar a nadie. Tampoco soy un duende: tienen una clara tendencia al comportamiento juguetón y cachondo, y yo soy más bien tranquilo y apalancado. ¿Una presencia... ?; desde luego, estoy, pero eso no es decir mucho, y procuro que nadie sepa de mí, aunque siempre hay gente sensible que, sin saber exactamente qué, nota algo...

Imaginadme, mejor, como un animal doméstico: pensad en un bicho grande y peludo. Una marmota no, no jodamos; un perro lanudo, o un oso –si hay osos domésticos- que, cuando os oye abrir la puerta de casa, se abalanza sobre vosotros, os pone una pata en cada hombro, y os pasa y repasa por la cara una lengua húmeda y fresca, mientras mueve a un lado y otro, sin parar, su cola peluda. Todo eso, sin que vosotros me podáis ver, sin que tengáis conocimiento de mí.

Existo desde que la casa existe, pero he ido cambiando con ella, he ido creciendo. Igual que esas bolas de polvo que crecen en torno a un núcleo central –pongamos un cabello, que es lo más frecuente- y que acaban residiendo debajo de las camas, he acumulado, a lo largo de mi vida, partes de los que en ella habéis vivido, de las vidas de los vecinos, de las voces de los que pasan por la calle, de los pájaros, que me llenan de plumas, y hasta de los ratones.

¿Qué a qué me dedico...? Buena pregunta: podríamos decir que cuido de la casa, aunque hacéis bien en tener un seguro. La verdad es que mis éxitos son escasos; estoy muy orgulloso de haber podido evitar que se helasen las cañerías este invierno, pero durante la riada del verano,  entró agua a punta pala, ante mi impotencia. Muy útil no soy, como vigilante; lo mío es cubrir huecos, cuando no hay nadie, y, cuando estáis, hacer discretamente compañía.

Cuando comprasteis la casa, cuando Benito la arregló, cuando pasasteis horas y horas pintándola, quitando clavos, puliendo maderas... sentí que de nuevo volvía a ser útil, me di cuenta de que, una vez más, habría vida a mi alrededor. Y eso es muy importante, porque yo me alimento de la vida.

Ahora, las semanas tienen un nuevo aliciente: el jueves empiezo a ponerme nervioso, y el viernes ya no paro; subo y bajo las escaleras, moviendo la cola y haciendo crujir los maderos, con las orejas tiesas, atento, saltando ante cualquier ruido en la calle.

Luego, cuando dan las nueve en el reloj de la torre, sé que no vais a venir; busco algún rincón, me enrosco, y vuelvo a calmarme, qué remedio. Hasta la semana siguiente.

Pero llega el viernes en que, de pronto, oigo vuestros pasos y vuestras voces:  me pongo de pie de un brinco, pierdo el culo por las escaleras, y llego siempre a tiempo de saltar sobre vosotros y de pasaros la lengua por la cara. Esa es la sensación de fresco que siempre notáis, y que  creéis que es el aire de la bodega.

A partir de entonces, revivo, como revive la casa; el agua corre por las cañerías, las luces se encienden, se abren las ventanas... si hace frío, pronto se escucha el ronroneo de los calefactores, y se os oye subir y bajar, soplando bajo el peso de las maletas.

Me gusta entonces esperaros despierto cuando salís a cenar, me levanto temprano cuando vais de excursión, os veo preparar el desayuno y, horas después, llegáis hechos polvo, pero contentos por el esfuerzo. Yo soy feliz, porque os veo felices a vosotros, disfrutando de la casa.

¿Queréis hacerme más feliz aún?: encerad las maderas, pasad un buen rato leyendo, sentados en cualquier habitación y, sobre todo, Blanca, enciende cuatro leños en la estufa, y déjame notar como el humo sube hasta la chaminera.

En Semana Santa, en verano, se que estaréis más tiempo conmigo; vienen los chicos, esas mocetas que llenan el suelo de bragas, y los mocés que parecen bubones, que duermen de día y de noche no paran. Ton se apalanca en la terraza, con el libro y los prismáticos... me paso el día arriba y abajo, sin separarme de vosotros, y, cuando os vais a dormir, me siento en la puerta de vuestra habitación, por si os puedo servir de algo. Como si os pudiese servir de algo...


Luego, llega el día en que os marchais; lo noto en el recoger de ropas, en el cerrar ventanas. Me pongo de mala gana –debe ser contagioso, porque Ton jura en arameo-, y ni salgo a despediros. Pero pronto se me pasa, cuando la casa se vuelve a quedar en silencio, y empiezo a recorrer todos sus rincones, subiendo y bajando escaleras, y a contar los días hasta el próximo viernes.


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