viernes, 3 de julio de 2015

Remignoli y La Lucciolaia




Il Casolare de Remignoli y La Lucciolaia, dos lugares que difícilmente olvidaremos...

Nuestra residencia en San Gimignano iba a ser Il Casolare de Remignoli, desde donde, al día siguente, bajaríamos a Siena: como os he contado, no fue fácil encontrar Il Casolare, en el endiablado dédalo de carreteras que rodean San Gimignano pero, una vez pudimos llegar, disfrutamos allí de algunas de las mejores experiencias del viaje.


Foto: Blanca de Balanzó


Habíamos seleccionado, preferentemente, residencias de turismo rural, cerca de los lugares que queríamos visitar y -capricho mío- con piscina; pensaba que ibamos a pasar mucho calor en el viaje -después tuvimos, sobre todo, lluvia-, y siempre es agradable poder descansar un rato por la tarde, dándote un baño, antes de cenar. Il Casolare cumplía perfectamente dichas condiciones; una antigua explotación agraria, a la que se llegaba por una pista no asfaltada, pero a escasos kilómetros de San Gimignano, una habitación sobria, pero confortable -y un magnífico cuarto de baño-, piscina, un porche donde pasaríamos ratos muy agradables -era donde mejor se conectaba el wi-fi- y un desayuno dentro de la tónica general del viaje: nada del otro Mundo, pero más que suficiente. La “Prima colazione” italiana tiene poco que ver con los desayunos pantagruélicos que encuentras por ahí: zumo de naranja roja, pan con salami -muy bueno siempre- y quesos más bien industrialillos, algún pastel también industrial, y unos croissants de una textura peculiar y un color amarillento, como hechos con harina de maiz, pero de gusto agradable… Alguna vecina, sin embargo, se las ingeniaba para llevarse comida suficiente para todo el día, hay gente ahorrativa…



Lo realmente espectacular era el paisaje que nos rodeaba: la zona de San Gimignano responde a lo que esperas encontrar en la Toscana: colinas suaves, muy verdes, donde se alternan cuidadas viñas con bosques frondosos, con el contrapunto siempre de los cipreses: en este caso, además, y dominando el paisaje, la silueta inconfundibe de San Gimignano, con sus múltiples y bellas torres; lo veíamos desde la piscina, y no lo veíamos también desde la ventana de nuestra habitación porque lo tapaba la copa de un cedro que estaba pidiendo a gritos una motosierra… y, por encima de todo, el olor a jazmín, que nos acompañó durante todo el viaje, y que siempre asociaremos a las tierras de la Toscana. Cuando llegamos al Casolare, en medio de una tormenta más que regular, la vista de San Gimignano era impresionante…


Foto: Blanca de Balanzó


Tras visitar la villa, se acercaba la hora de cenar, y en Il Casolare no había posibilidad de hacerlo: justo un kilómetro antes de llegar, había un corto desvío hacia una finca bastante grande, que veíamos desde el camino, “La Lucciolaia”, que se anunciaba como restaurante y venta de vinos de producción propia, pero, curiosamente, el recepcionista del Casolare nos recomendó un restaurante en la dirección opuesta, en un castillo… allí nos dirigimos por la pista sin asfaltar, entre robles centenarios -o, por lo menos muy grandes-, esperando encontrarnos en cualquier momento con un Cinghiali… lo que encontramos fue el castillo cerrado, así que no nos quedó más remedio que dar la vuelta, desandar lo andado, y dirigirnos a La Lucciolaia.



La primera sensación fue curiosa; preguntamos si podíamos cenar, y una amable señora -con la que después trabaríamos buena amistad- nos contestó que tenía que hablar con la Cocina, a ver si podían dar dos raciones más; incluso el comedor- donde ya cenaban varios grupos, algunas familias con niños- tenía un cierto aire de casa de colonias… la respuesta, afortunadamente, fue positiva, y pudimos disfrutar de una experiencia muy agradable:

La especialidad de La Lucciolaia es su producción propia de vinos; sus cenas son degustaciones de sus productos: por diez euros te ofrecían un plato, a elegir -escogimos pasta, el primer día, un delicioso rissotto el segundo-, mas un muy rico postre casero, agua y café… y varias copas de vino de sus viñas: pudimos así probar unos blancos afrutados y ligeros, y unos tintos con cuerpo y presencia, con ese sabor a vino que yo- que de vinos entiendo poco-tanto valoro y disfruto: nos acompañó durante toda la cena un gato, que se aficionó a nuestras chaquetas, y rematamos la jugada comprando algunas botellas de los vinos que más nos habían gustado.

Nos dijeron que, si queríamos repetir la noche siguiente, debíamos reservar por teléfono antes de las cinco de la tarde… así lo hicimos, y pudimos entonces cenar en la terraza exterior -el tiempo se había estabilizado bastante-, disfrutando de un bellísimo atardecer entre viñas; fuimos recibidos ya como clientes de la casa, cenamos otra vez estupendamente, e incluso nos pasamos un pelín en las catas de vinos, sin demasiada preocupación porque, como nos decían las camareras, era harto improbable que nos hiciese soplar la policía en un kilómetro de pista sin asfaltar… compramos alguna botella más, y nos despedimos de nuestras nuevas amigas prometiéndoles que, si volviamos por aquellas tierras -cosa que no descarto en lo absoluto- , pararíamos sin dudarlo ni un momento en La Lucciolaia.

Rissotto con zucchini y safrano... ¡Hummmm!

No lo había comentado pero, a lo largo de todo el viaje, cumplí con mi propósito de hablar exclusivamente Italiano; un Italiano muy malo, con muchas imprecisiones en los tiempos verbales -mucho más complicados de lo que parece- , pero más que suficiente para hacerme entender y, por supuesto, entenderlos a ellos.. lo digo porque, justamente en La Lucciolaia, un jóven camarero hacía intentos de dirigirse a mí en Inglés, que yo cortaba siempre con un “Prego, in Italiano…!” ¡Hasta por teléfono me defendía relativamente bien…! Salí con la moral muy alta después de la experiencia y, el lunes siguiente, ya en Barcelona, me sorprendí diciendo “Scusi!” a los turistas que obstruían las aceras de la Via Laietana…


Llegábamos al Casolare ya caída la noche, nos sentábamos en el porche a comunicar con nuestros hijos gracias al Wi-fi, y disfrutábamos de la experiencia más sorprendente que nos reservaba la noche toscana: “Lucciolaia” quiere decir algo relacionado con la Luciérnaga,  y, según vimos en la factura, Il Casolare pertenecía a una explotación  agraria llamada “Lucciola”, “luciérnaga”; nada mas justo porque, en la noche oscura, nos rodeaban decenas de luciérnagas, volando con sus destellos luminosos.. yo hacía tiempo que no veía luciérnagas macho, que son las que vuelan; hacía varios años había conseguido fotografiar una hembra en Sant Esteve de Palautordera, pero la increíble abundancia en aquella zona concreta nos dejó admirados… incluso salimos a dar un breve paseo por el bosque, con una linterna, y jugábamos a interponernos en el lentísimo vuelo de las luciérnagas, que siempre se apartaban antes de chocar contra nosotros, momento que aprovechábamos para enfocarlas con la linterna, y ver su decepcionante aspecto de escarabajillos no mayores que una mosca común… preferíamos apagar la luz y dejarnos rodear por la mágia de las pequeñas lucecitas intermitentes, bajo las estrellas que, luchando con las nubes, empezaban a brillar también en el cielo toscano…

Foto: Blanca de Balanzó


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