sábado, 29 de agosto de 2015

La esquillada

De vuelta, más o menos, a Barcelona, es el momento de recordar viejas historias boltañesas, para apagar un poco la nostalgia...




Yo andaba alrededor de los 20 años: debíamos estar, por lo tanto, entre 1968 y 1970, esos años en que ahora, mirando hacia atrás, parece que me sucedieron muchas- si no la mayoría- de las cosas que han marcado mi manera de ver el Mundo; era, de eso estoy seguro, el último día de las fiestas de Boltaña; la orquesta había ya acabado de tocar su última pieza, que solía ser un pupurri de cosas variadas, que los pocos que quedábamos en la plaza bailábamos como frenética conga, saltando y corriendo por todo el espacio disponible que, a esas horas avanzadas -aunque no tanto para los criterios actuales: entonces, a las tres de la madrugada, se había acabado todo...- era ya prácticamente todo el pueblo, vacío y dormido al fin... no había peñas, no había afters, no había discoteca móvil que prolongase la agonía de los vecinos hasta el ser de día... llegaba el momento de afrontar la cruda realidad; las fiestas se habían terminado, cada mochuelo a su olivo.

Nos disponíamos ya a la inevitable retirada, cuando alguien apareció, ofreciéndonos una nueva opción, un nuevo objetivo a la noche ya comatosa; a las siete -decían- se casaban en la Iglesia una pareja de ancianos: debíamos quedarnos todos, para darles la esquillada.

Las esquilladas, como las peleas a pedradas con los pueblos vecinos o el lanzamiento de cabras desde los campanarios, eran parte de una herencia cultural, arraigada en lo más borde de las esencias de los Pueblos de España, que se resistía a desaparecer ante las luces de la modernidad que ya empezaba a aflorar en nuestra sociedad: digna heredera conceptual de las quemas de brujas y herejes, la esquillada sancionaba el rechazo -o, por lo menos, la mirada crítica o, simplemente, el cachondeo- ante algo tan elemental como el derecho de la gente, fuese cual fuese su edad, a rehacer su vida después de la viudedad -divorciados aún no había, muy pocos separados, y algún anulado...- Los mozos del pueblo en cuestión, armados con esquillas o cencerros, y cualquier otro instrumento ruidoso -que no musical- improvisado, debían seguir a los recién casados, a ser posible hasta el lugar donde fuesen a pasar su noche de bodas,  cantando canciones alusivas de cuya calidad poética os podéis fácilmente hacer una idea... nunca había yo asistido a un espectáculo de esa naturaleza, pero sí me habían contado algunos -recuerdo, especialmente, las historias de Rosenda, una asistenta que teníamos en casa, sobre las segundas nupcias de su tío Bastián...- e incluso conocía alguna de esas coplillas, como la que, seguramente, se cantaba con ritmo de jota...

"No me caso con la viuda
no me casaré, por cierto...
no quiero meter la .....
donde ya la metió el muerto..."

Así iba la cosa, os lo juro...

Ni sé de dónde partía la propuesta de la esquillada, ni recuerdo quién la había formulado, ni tengo, a estas alturas, una idea clara de por qué nos quedamos allí, con tres o cuatro horas por delante, un puñado de jóvenes...posiblemente no estábamos en las mejores condiciones de juicio... supongo que pesó el deseo de prolongar algo más la noche, seguramente alguien trajo algo más para beber, nos quedamos charlando... imagino también que alguno fue a buscar alguna esquilla: yo, que durante un tiempo, había traficado con ellas -es una historia, algún día me animaré a contarla- no debía de tener existencias, o no me apeteció bajar a casa a buscarlas.

Tampoco teníamos una idea clara de quienes se iban a casar; sabíamos que eran dos viejecitos -posiblemente de mi edad actual, algo mayores quizás, pero no mucho- que vivían en una casita pequeña y humilde, al otro lado del puente: no me consta que fuesen viudos, los dos o alguno de ellos; simplemente eran ya viejos para casarse, motivo más que suficiente para entrar en los supuestos que justificaban la esquillada.

Recuerdo, eso sí, que no había entre los que esperábamos un entusiasmo particular, nada de hablar de esquilladas vividas o contadas, ni de ensalzar los méritos de dicha sanción social, ni de decir: "¡Qué pedazo esquillada vamos a dar...!"; nada de eso; el asunto estaba zanjado; nos habíamos quedado con esa finalidad, y punto: con algo que luego yo identificaría con la frialdad burocrática... aquello tan sabido de "Al indiferente, la Legislación vigente..." Los jóvenes tenían que dar una esquillada, nosotros éramos los jóvenes.... tema resuelto: fumábamos tranquilamente -entonces todos fumábamos, salvo algún rarito-, nos pasábamos una botella de algo fuerte -empezada a refrescar, en plena madrugada-, y seguíamos allí, al pie de la torre de la iglesia, seguramente escuchando a la lechuza que solía anidar en ella, y cuyos rebufidos, atribuidos por la tradición popular a un cura pecador que allí había sido emparedado en castigo por sus crímenes-, tanto miedo nos había hecho pasar de pequeños.


Supongo que las horas se nos hicieron largas, y que se produjeron algunas deserciones; éramos ya un puñado reducido cuando, ya casi de día, subió la cuesta de la carretera, renqueando, un taxi, paró ante  la iglesia, y de él descendieron, solos, los novios: pequeñitos, muy juntos, vestidos de colores oscuros, la novia con el velo negro que, por entonces, llevaban todas las mujeres para ir a misa. Creo recordar que también llevaba un ramo de flores, seguramente pequeño y poco vistoso... no les acompañaba nadie, nadie había en la plaza más que nosotros...

Nos levantamos del suelo y, lentamente, los músculos aún entumecidos por el relente, nos acercamos a ellos, rodeándolos... en silencio total; ni un grito, ni menos aún el sonido de ninguna esquilla... nos quedamos mirando a la pareja que, a su vez, nos miraba, cada vez más pequeñitos, cada vez más encogidos, cogidos del brazo, frágiles...

Y entonces sucedió una de esas cosas que aún te hacen guardar algunas, leves, esperanzas... uno de nosotros, a saber quién, se adelantó, sonriendo, y vino a decir algo así como "Nos hemos quedado aquí para felicitarles y desearles muchas felicidades..."

Recuerdo perfectamente la sonrisa que iluminó la cara de los ancianos... "Muchas gracias, mozos, no teníais por qué haberos molestado..." llegaron a insinuar algo sobre esperar a que se abriese el bar para invitarnos a algo  -el bar, con suerte, abriría venticuatro horas después, buenos debían ir después de tres días de fiesta...- se lo agradecimos, les estrechamos la mano, uno a uno -aún no se estilaba besar a las señoras que no conocías mucho- y, alegando que estábamos cansados -lo cual era bien cierto-, fuimos desfilando hacia las camas que nos esperaban, frías, después de tantas horas...

¿Queréis creer que, entre los amigos que allí estábamos, nunca hablamos más del tema...? Aquella noche quedó aparcada en algún lugar de nuestra memoria, en el rincón oscuro y poco frecuentado donde almacenas las veces en que has estado a un paso de meter la pata, de cagarla bien cagada... supongo que el alivio por cómo había terminado el asunto nos ayudó a pasar página... oí decir, años después, que los dos ancianos habían fallecido relativamente pronto, poco después de su boda... si en algo contribuimos a hacer un poco más feliz aquel día, creo que se nos deben haber perdonado algunas de las tonterías que hicimos en otras ocasiones, en el supuesto de que en algún lugar queden contabilizadas buenas o malas acciones... por lo menos, yo algo voy controlando las mías, y estoy más que contento de que la cosa, sin ponernos de acuerdo, sin mediar ni una palabra entre nosotros, saliese esta vez así de bien.







No hay comentarios:

Publicar un comentario