miércoles, 6 de enero de 2016

¡Ya vienen los Reyes...!

Me moría de risa, ayer, leyendo el relato de un amigo sobre sus tribulaciones asistiendo a una Cabalgata de Reyes: prometí que, si tenía un momento, escribiría algo sobre una experiencia mía... ¡ahí va!

Debía correr el año 1987, porque aún no me había divorciado; seguramente en algún momento de debilidad les hice una promesa a mis hijos, Badaín y Borja, de aquellas que, luego, tienen difícil marcha atrás, salvo en el caso de que seas un político... sin más remedio que cumplirla, la noche del 5 de Enero, los arreglé y me encaminé con ellos a contemplar la Cabalgata de Reyes en Barcelona.

Soy bastante cuidadoso para esas cosas, y, por lo tanto, planeé con detenimiento la operación; gracias a mis insospechados conocimientos militares sabía que, tan importante como la infiltración, es decir, el procedimiento para colocarte sobre el objetivo, lo es la exfiltración, por mal nombre salir por patas cuando todo el cachondeo se hubiese acabado; en consecuencia, elegí el punto más próximo a mi domicilio, cerca de bocas de metro que me aproximasen a donde entonces residía, y a una distancia asequible para hacer el viaje de vuelta andando, incluso con dos niños cansados y con ganas de dar por saco, como se suelen poner los angelitos cuando superan el umbral de su atención.: el lugar no podía ser otro que el punto en que la cabalgata, subiendo por la Via Laietana, gira hacia la Plaça de Catalunya enbocando la calle Fontanella.

Asumiendo el riesgo  de tener a los niños más tiempo del preciso en la calle -riesgo fundamentalmente derivado de su periódica necesidad de desaguar, en el mejor de los casos- llegué al punto elegido con la suficiente antelación para estar entre los primeros, si bien es cierto que, en poco tiempo, la multitud que nos rodeaba adquirió ya dimensiones considerables: funcionó entonces el principio de autoorganización espontánea de las masas, tan querido a los teóricos del Anarquismo; sin decir palabra, íbamos cediendo las primeras filas a los niños, que se sentaban tranquilamente en el suelo, situando entre ellos algunos padres en avanzadilla, en previsión de cualquier idea peregrina que tuviesen los ninios, mientras el grueso de los padres -no recuerdo madres-nos colocábamos detrás, en una posición defensiva que, años atrás, vería adoptar a los búfalos en las llanuras de Kenia, demostrando que, ante riesgos similares, todas las especies con un nivel de psiquismo parecido llegamos a soluciones lógicas comunes.

Ya me conocía lo que me esperaba; había asistido muchas veces, acompañado por mis padres y mi tía Conchita, y, después, acompañando yo a mis hijos, si bien es cierto que, en ese caso, había procurado hacerlo desde lugares bastante protegidos; casas de amigos o, incluso, centros oficiales a los que tenía acceso, donde siempre podías pillar luego alguna coca-cola... ésta vez, en mi Departament -situado a escasos cien metros- no se había invitado a los funcionarios a presenciar la cabalgata y, por lo tanto, me tocaba probar la amarga medicina de hacerlo como ciudadano de a pie. El programa tampoco era especialmente motivador. Pasarían, eso sí, las Majorettes de Barcelona; siempre les he tenido mucho respeto, porque una compañera mía de la Facultad de Derecho fue su capitana durante un tiempo, y el recuerdo de aquellas piernas kilométricas aún me ponía el vello de punta. Pasarían, también -lógico- los Reyes Magos; conocía hasta la alineación: Don Lluís Baulíes, Secretario General del Ayuntamiento, con el que coincidía muchas veces por mi actividad profesional, un concejal, socialista, por más señas, y un ciudadano guineano -Baltasar, por supuesto- que lleva ya muchos, muchos años encarnando la figura más aplaudida de la Cabalgata. Los camellos -dromedarios, en realidad. eran los del zoo, y, en aquellos tiempos de Servicio Militar Obligatorio, no era insólito ver asomar por debajo de las ajadas túnicas satinadas de pajes con increíbles pelucas los pantalones caquis y las botas de tres hebillas que ya conocía suficientemente bien. Cerraba la marcha la mayor, la más majestuosa, la más llena de paquetes, pajes y pajas de todas las carrozas; la de El Corte Inglés...

Sin darnos cuenta, la masa humana se había compactado, y ahora formábamos una auténtica muralla, que dividía limpiamente Barcelona en dos; los que teníamos vías de escapatoria a nuestras espaldas, y los pobres infelices, encerrados dentro de los límites de la Ciutat Vella, que no tenían más remedio que resignarse a su suerte, cual habitantes de la ciudad medieval cercados por un enemigo inflexible, y aguantar allí a palo seco hasta que se acabase la cosa, que bien podía durar un montón de horas...

Y ese fue el origen de la catástrofe; entre las dos masas, buscando inútilmente por donde romper el cordón, avanzaba una pareja, un chico y una chica de unos treinta años, cargados de paquetes de evidentes compras de última hora: ignoro cuantos kilómetros llevarían buscando una brecha asequible, ni qué motivo tenían para desesperarse al no encontrarla -total, en el peor de los casos, podrían haber utilizado una boca de metro para intentar pasar por debajo... fuese por el motivo que fuese, justo al llegar a nuestra altura, decidieron que ya valía, que de ahí no pasaba, y se lanzaron en tromba sobre nosotros, pisando literalmente a los niños, e intentando apartar a los padres a golpe de paquete envuelto para regalo, con sus lacitos y sus cascabeles colgando.

Los niños aullaron, todos por la sorpresa, algunos de dolor, si los habían pisado de verdad, cosa que no me atrevo a asegurar: el padre en avanzadilla intentó pararlos, y el joven asaltante, sin mediar palabra, le soltó un sopapo que le descolocó las gafas.

Todo eso sucedía a escasos cincuenta centímetros de mi cara; yo era la segunda línea de resistencia: no tuve tiempo ni para pensar; repelí la agresión al colectivo, e intenté, sin demasiada maña, pararlo de un puñetazo en el rostro; le di, más o menos de refilón, y, por una razón u otra, vaciló y paró su acometida...

Pero entonces entró en acción su compañera; como una furia, agarró con sus dos manos mi puño, y empezó a arañarme... mi desconcierto era total, tanto por la situación, que ponía a prueba mi principio ético de no usar nunca la fuerza física  -ya lo había vulnerado-, como por el hecho de que la jodida me estaba haciendo daño de verdad, con aquellas uñas como navajas... y, justo en aquel momento, una mano enguantada de negro me sujetó por el hombro... sospechando un ataque en dos frentes, me volví, y me encontré con un Policía Nacional que, con una expresión de asombro en su cara, nos decía:

"¿Pero no les da vergüenza, dar ese ejemplo a los niños...?"

"Pues mire Usted, agente, tiene toda la razón...", acerté a decirle... al momento, nos calmamos; la joven arpía soltó mi mano lacerada, mi colega desgafado las recuperó y se las puso en difícil equilibrio sobre la nariz, la pareja de asaltantes pasaron cuidadosamente sobre los niños, que no se perdían nada del numerito, y el Policía Nacional, meneando la cabeza con desaprobación, permaneció aún un rato detrás mío, vigilante, supongo que para asegurarse de que no volviésemos a vernos implicados en ningún disturbio que empañase la alegre celebración ciudadana, cuando ya el griterío y los aplausos de los niños indicaban que, un año más, la Cabalgata de los Reyes Magos se aproximaba...

Nunca, nunca más, he asistido a la Cabalgata de Reyes en Barcelona, ni pienso hacerlo... aún se me cae la cara de vergüenza cuando recuerdo lo que allí había sucedido. Ya tuve bastante, Los niños, ni que decir tiene, se divirtieron...




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