viernes, 8 de enero de 2016

Las huellas indelebles del ayer...

Había pensado llamar a esta entrada "Gracias y Desgracias..." ¡venga, no me vengáis con esas...! Seguro que buscasteis en las Obras Completas de Don Francisco de Quevedo y Villegas... todos lo hicimos, ¿no...?


Band of brothers...

Fue ayer, al escribir "Servicio Militar Obligatorio" cuando caí, de pronto, en que -cosa rarísima entre los ciudadanos varones de mi edad- apenas si había escrito sobre mis experiencias en el Ejército, aquella curiosa institución. Y conste que me refiero al Ejército Español de los ultimísimos años del Franquismo, porque después, por motivos profesionales, he mantenido una estrecha relación con el Ejército de nuestros días que, sinceramente, me ha parecido muy, muy distinto, y ya muy poco alejado de los usos y costumbres de la Administración Civil, manteniendo, como es lógico, algunas peculiaridades... pero, vamos, como de la noche al día.

Por supuesto, no voy a intentar, en pocas líneas, relatar todas las riquísimas experiencias que acumulé durante año y pico inolvidable; quería hacerlo, solamente, sobre las consecuencias que tuvo mi paso por la Institución en una muy determinada parte de mi organismo, directamente relacionada con los trastornos en mis funciones más básicas derivados del cambio de hábitos que mi reclutamiento implicó.

Creo haber contado ya que me incorporé al ejército el 17 de Enero de 1974, una forma muy bestia de celebrar mi vigesimoquinto cumpleaños: una vez llegado al Centro de Instrucción de Reclutas sito en San Gregorio, en las cercanías de Zaragoza, y tras el breve pero intenso trauma de descubrir, alucinado, dónde me había metido, comenzó el trabajoso proceso de regreso paulatino a la normalidad que, en mi caso -reconozco que soy bueno adaptándome a circunstancias adversas- apenas si duró tres o cuatro días.

El primer paso fue iniciar el establecimiento de una red de relaciones humanas, imprescindible para sobrevivir con ciertas garantías en el nuevo ambiente y -objetivo que cumplí con creces- incluso disfrutar algo y reirme mucho: solo tenía un amigo, un chico de Boltaña, más joven que yo, que estaba en la planta de abajo de mi Compañía -la planta de los "maños"- mientras yo estaba en la superior, la de los "polacos"; tuve, por lo tanto, que buscar nuevos amigos, y pronto los encontré, respondiendo, sobre todo, a un criterio generacional -entre los más viejos, los que habíamos agotado las prórrogas de incorporación-, que solían también coincidir con licenciados universitarios o estudiantes de últimos cursos -con una sorprendente mayoría de médicos- y, cosas de los tiempos, más bien de izquierdas.

Introducidos ya plenamente en la rutina de un periodo de instrucción militar, y en la medida en que nuestra amistad se iba consolidando y profundizando, empezamos a entrar en el capítulo de las confidencias, orientadas, sobre todo, hacia nuestros compañeros médicos. Porque todos habíamos experimentado -con cierta preocupación- dos fenómenos inquietantes; la práctica ausencia de esos agradables momentos de plenitud vital que solían acompañar los despertares de muchachos jóvenes y vigorosos y, después, la no menos curiosa desaparición de nuestra regularidad intestinal, que se hallaba, también, en electroencefalograma plano, al igual que la anterior.

Nuestros juiciosos compañeros galenos trataban de tranquilizarnos: en el primero de los casos, nos llamaban a no dar crédito a las leyendas castrenses referidas a determinados productos -¡el famoso bromuro!- que, incorporado a nuestra alimentación, reducía hasta prácticamente cero nuestros ardores no guerreros: "¡Es la falta de estímulos, no vemos más que tíos...!- decían- ¡seguro que a Fulano no le pasa...!" aludiendo a un compañero, abierta y alegremente gay que, salido del todo no ya del armario, sino de la taquilla, en términos castrenses, revoloteaba por la compañía con un cierto afán de proselitismo...

Y en cuanto al segundo fenómeno... "¡Agenda, es una cuestión de agenda...!"; despertados a Diana, entre gritos de los instructores, conminándonos a formar y amenazando a los últimos con un arresto, apenas si teníamos tiempos de un pipí y un sumario lavado de rostro y manos, cuando ya estábamos metiéndonos en el uniforme... durante las largas horas de instrucción los tiempos muertos apenas si nos permitían fumar algún cigarrillo -creo que todos, absolutamente todos, fumábamos...- y, cuando finalizada la instrucción, llegaba el momento del "Paseo" -en San Gregorio era teórico, porque no se salía del campamento- solo tenías ganas de asaltar la cantina para tomarte alguna cerveza o algo más fuerte, y ya casi estaban pasando la lista de Retreta, antes de meterte en la cama... era verdad; no había tiempo para nada más, lo no perentorio podía esperar. Dos veces por semana teníamos ducha con agua caliente -el agua fría era libre pero eso, en el Invierno zaragozano, no dejaba de ser una posibilidad teórica,- y, además, todos llevábamos el pijama -el famoso esquijama- debajo del uniforme, de tela de algodón perfectamente adaptada a condiciones tropicales, noche y día... no era cuestión de ir soltando hebillas y cremalleras, daba una pereza...

Así, exactamente así, aguantamos los veintiún días que transcurrieron hasta nuestro primer pase de fin de semana: a la vuelta, todo eran sonrisas de satisfacción: nuestros ritmos se habían autorregulado (no sin cierta decepción, en mi caso, porque el output estuvo muy por debajo de mis apocalípticas previsiones) y, en cuanto a la otra cuestión, sometidos a los estímulos pertinentes, las respuestas se habían movido dentro de los parámetros de la más absoluta normalidad; prueba superada. Pocas semanas después, nuestros incautos mandos programaron la proyección de "Hace un Millón de Años", una infumable película en que dinosaurios diversos perseguían a una turgente Raquel Welch, vestida con un suscinto bikini de pieles; el jolgorio que, una vez apagadas las luces, recorrió las literas de nuestra Compañía nos confirmó que la mejoría había sido generalizada. Una preocupación menos.

El problema de los ritmos, según nuestros médicos, requería una solución estable; un grupo, salido en misión de reconocimiento, encontró unas letrinas, lejos de las zonas transitadas, que se mantenían aceptablemente limpias, y adquirimos entonces la costumbre de desplazarnos a ellas colectivamente, band of shit brothers, bien provistos de novelas, tabaco y botellas de coñac "Magno"; allí pasábamos tan ricamente la tarde, charlando en amigable compañía, entrando en el recinto, ora uno, ora otro, y aprovechando el Sol poniente, apoyados en la pared de las letrinas... un auténtico remanso de paz en la vida de los jóvenes aprendices de guerreros.

El encanto se rompió una tarde en que, no se por qué circunstancia, habíamos renunciado a nuestra excursión colectiva. Uno de los nuestros era un ingeniero industrial, llamado "Miguelito" por su escasa talla; era el nombre, en una serie de Televisión, de una Persona de Reducidas Dimensiones, no sé cual es el nombre políticamente correcto que le corresponde. Miguelito era muy querido por todos nosotros, y procurábamos protegerlo, porque nos había confesado que estaba afiliado al entonces clandestino PSUC -la versión catalana del Partido Comunista-, y temíamos que fuese descubierto por el temido SIM, el Servicio de Información Militar, que tenía agentes distribuidos -se decía, y tuvimos la oportunidad de comprobarlo- hasta entre los propios reclutas.  Pues bien; llegada la lista de Retreta, Miguelito no apareció... una oleada de pánico nos recorrió: ¿Habría sido descubierto por el SIM y detenido...? ¿Habría tenido la tentación de huir, y ser declarado prófugo...? Justamente la litera contigua a la mía estaba vacía por algo así; un compañero, al que no tuve el gusto de conocer, aguantó solo dos días; le dijo a un vecino: "Esto no me acaba de gustar: pido la cuenta, y me voy" y eso fue justamente lo que hizo; cuando salimos del campamento, aún no lo habían encontrado.

Estábamos ya a punto de subirnos a las literas, cuando una patrulla nos devolvió a Miguelito; había ido solo a las letrinas y, encontrándose en el estrecho recinto, cuya puerta se abría hacia dentro, le sobrevino un pinzamiento, que le impedía incorporarse: así, en cuclillas sobre el orificio, con los pantalones en los tobillos, gritando, sollozando, pidiendo socorro en medio de la Nada, vio caer la tarde y llegar la noche, sin luz y muerto de frío, hasta que, por auténtica casualidad, pasó por allí una ronda de vigilancia, que lo consiguió rescatar enderezándolo desde la parte superior de la puerta, que no llegaba al techo.

Pocos días después, Miguelito hizo un feliz descubrimiento; teníamos un joven teniente -más joven que nosotros-, recién salido de la Academia de Ingenieros con el número uno de su promoción, que destacaba por su amabilidad en el trato con los reclutas: era también un auténtico atleta; en una ocasión, haciendo un ejercicio de la llamada Pista Americana -esas carreras de obstáculos castrenses que habréis visto en las películas- me había refugiado yo en una casamata de bloques de hormigón, quizás por más tiempo del estrictamente necesario, para recuperar el resuello, cuando oí un golpe seco, y me encontré frente al Teniente, que había saltado limpiamente la pared, de cerca de dos metros... "¡Jódo, el Teniente...!", fue mi poco protocolaria reacción... "¡Bah, no creas, es solo cuestión de práctica!", contestó, muerto de risa... por si le faltase algo, era de Huesca...

Pues bien; a Miguelito le tocó una mañana arreglar la habitación donde dormía el teniente cuando estaba de guardia y, en cuanto pudo, emocionado, reunió a todo el grupo; entre la sábana y el colchón, había encontrado... ¡un número de la revista "Triunfo", que era, con diferencia, lo más a la izquierda que se permitía publicar entonces en España...! la conclusión era evidente; ¡El Teniente era Uno de Los Nuestros!

A partir de aquel momento, la band of leftist brothers se transformó en el Club de Fans del Teniente; no solo cumplíamos sin rechistar sus órdenes -cumplíamos sin rechistar las órdenes de cualquiera-, sino que lo hacíamos con presteza y alegría, casi con una sonrisa en los labios... creo que incluso llegó a mosquearse: y nuestra admiración hacia el Compañero Teniente no se debilitó con el paso de los años, por lo menos en mi caso; he ido siguiendo a distancia su carrera, y he visto con satisfacción como alcanzaba el generalato, e incluso llegaba a dirigir la Academia de su Arma... en el sumamente improbable caso de que estas palabras llegasen a sus manos, ¡A sus órdenes, mi General...!

Mientras estos felices acontecimientos se producían, una inquietante transformación se estaba experimentando en mi cuerpo... fruto de los ritmos alocados, el frío, la ingesta de alcohol... unas curiosas protuberancias estaban apareciendo donde no debían, abriéndome a nuevas sensaciones, pinchazos y escozores hasta entonces desconocidos... acudí a mi equipo médico habitual, y oí de labios de un compañero la palabra temida... "¡Hemorroides, tío, te han salido almorranas, pásate por la Enfermería...!"

Así lo hice; dando el preceptivo taconazo ante el Oficial Médico, y tal como me habían enseñado, en voz alta y mirándole a los ojos, grité: "¡A la orden de Usted, mi alférez: se presenta el Recluta 43.227; tengo hemorroides!"

"¡Vaya por Dios!" fue la compasiva respuesta: "Tenga, póngase esta pomada, y ahora le hago el papel: queda rebajado de letrinas..."

Y puso en mi mano la primera concesión al lujo que el Ejército me permitía después de mes y pico de  viril austeridad: tenía derecho a, cuando lo estimase oportuno, entrar en la Enfermería, agradablemente calefactada, usar un water civil -quiero decir, sentado-, lavarme en un auténtico bidet, con agua templada -me desaconsejaron los extremos, fría y caliente- y secarme con un número ilimitado de toallitas estériles... y toda esa maravilla, contra mi simple declaración; entre hombres de honor, estaba todo dicho, y él tenía tantas ganas de vérmelas como yo de enseñárselas...  si lo llego a saber, monto el número un mes antes, y quizás hasta me las hubiese ahorrado.

En muchas de las frecuentes ocasiones en que ejercía mi privilegio, me cruzaba con el Alférez médico, que no dejaba de interesarse cortesmente por el estado de mi esfínter, hasta que un día se atrevió a hacerme una propuesta... "Mire, yo me licencio ahora; pásese por mi consulta, que yo le opero y le arreglo eso en un plisplás..." "¡Si, mi Alférez; gracias, mi Alférez!", dije, cogiendo la tarjeta que me extendía, y pensando... "¡Me vas a meter tú el bisturí ahí cuando yo te diga...!"

Todo aquello pasó, apenas queda una lejana memoria agridulce: cosas buenas, cosas malas, era joven, todos éramos jóvenes... más adelante, otro amigo médico -colega de sufrimientos- me instruyó adecuadamente sobre las precauciones básicas a adoptar, e incluso he llegado a practicar durante muchos años la Equitación, en principio claramente contraindicada... ahora , con mis años de madurez ya superados, vuelven los recuerdos del ayer, y es bueno tener alguna cosita que, de vez en cuando, los rescata de tu memoria, aunque sea llevándolos a un lugar tan poco adecuado como el que nos ocupa...










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