jueves, 10 de marzo de 2016

Por mares procelosos...

Desde Ushuaia nos hicimos a la Mar; ahí va un breve relato de nuestras aventuras...



Del puerto turístico de Ushuaia -piratas ingleses not welcome- salen, básicamente, dos excursiones: la primera, de unas tres horas de duración, enfila hacia la Isla de los Pájaros -unas rocas con una impresionante colonia de Cormorán Imperial, Phalacrocorax atriceps-, después hacia la de los Lobos Marinos -sobre todo, Lobos de Un Pelo, Otaria flavescens- y, por último, al llamado Faro del Fin del Mundo, o "Des eclaireurs": media vuelta, y a casita.

La segunda, una vez llegado al faro, vira decididamente hacia el Este, y navega unas 50 millas por el Canal del Beagle, pasando cerca de las costas de la Isla Navarino, territorio chileno, hasta llegar -atravesado el punto más angosto del canal, de poco más de un kilómetro y medio de ancho -hasta la Isla Martillo, ya en territorio de la Hacienda Havelton, donde se encuentra una nutrida colonia de Pingüinos patagónicos, Sphenicus magellanicus, (y prometo no ponerme muy pesado con los nombres científicos, pero en unas aguas navegadas por Darwin, hay que esforzarse por dar el nivel) isla llamada, por ese evidente motivo, "la pingüinera": entre ida y vuelta, unas seis horitas. El precio no es excesivamente superior para la segunda; me recuerda algo aquella broma del Premio Filadelfia, una maldad sobre la seguramente bella e interesante ciudad estadounidense: Primer premio: una semana en Filadelfia; segundo premio; quince días en Filadelfia...



Un esquema tan sencillo me costó bastante trabajo de idas, venidas, emails y telefonazos con la agencia de viajes... "Si, tienes reservada la excursión a la Isla de los Pájaros..." "Noooo, pingüinos, yo quiero ir a los pingüinos... los pingüinos son pájaros, pero no todos los pájaros son pingüinos... no tengo nada contra los cormoranes, me caen muy bien, de verdad... pero, además, quiero ver los pingüinos..." (y, por cierto, me doy ahora cuenta de la cantidad de diéresis que hay que usar para contar estas cosas...). Utilizaba los símiles con las "Golondrinas" del Puerto de Barcelona... "Es como si vas al Port Olímpic, la otra es solo hasta delante de Montjuic..." Al final, lo logré, conseguí los vouchers deseados, y a eso de las 15 horas, con el cielo encapotado y un airecillo ligeramente amenazador, abordábamos el catamarán que nos iba a conducir hacia esas maravillas.



Me sorprendió encontrar un barco más bien grandote, de unas 50 o 60 plazas; yo hubiese preferido algo más íntimo... en su amplia proa acristalada nos sentamos junto a nuestros próximos amigos italianos, dos señoras francesas, o de Iparralde, ellas dijeron "francesas", de Biarritz, concretamente; buenas conocedoras de Saint Lary, mi ville jumelée; dos chicas, una colombiana, otra creo que española; una pareja argentina, muy joven, la madre, altísima, la iríamos encontrando muchas veces, con una niña de pocos meses... nada de garfios, patas de palo, ojos tapados con una cortinilla negra, nada que delatase curtidos Lobos de Mar, todo muy familiar... en la nave había hasta camareros, que nos enseñaron, como en los aviones, el uso de los chalecos salvavidas almacenados bajo los asientos... los miramos con cierto escepticismo; a la temperatura de las aguas del Beagle, ya me diréis para qué te puede servir un chaleco salvavidas, si en pocos minutos has llegado ya al estadio Findus...



Una vez iniciada la navegación, cuando ya llegábamos a la Isla de los Pájaros, se nos comunicó que podíamos salir al exterior: era más fácil decirlo que hacerlo; un estrecho pasillo, donde apenas si podían cruzarse dos personas, con una barandilla a la altura de las caderas, barrido por las olas que ya empezaban a azotar la embarcación, recorría toda la borda, y una escalera bastante empinada te permitía alcanzar la cubierta superior, donde, por lo menos, no te mojabas, pero el viento te depilaba el bigote... sobre los flotadores gemelos del catamarán, sendos "balcones", impracticables con la embarcación en marcha si no tenías una clara vocación de mascarón de proa: no faltaban las parejitas jóvenes que se hacían selfies en plan Di Caprio y su chica en el Titanic, lo cual contribuía a darle un toque ominoso al asunto... Blanca, en el pasillo de la borda, recibió una ola de lleno, suerte que, expuesta al viento, se secó enseguida: yo opté por la cubierta superior, pero la tarea de fotografiar pájaros y lobos marinos se mostró más complicada de lo que en principio parecía; los cormoranes, aún, pero los lobos -gente sensata, sin duda- estaban tumbados unos sobre otros, protegiéndose del biruji, más parecidos a un montón de sacos que a cualquier otra cosa.



Pasado el Faro, el viento parecía amainar, aunque, eso sí, lo recibíamos en toda la popa, yendo rumbo Este; el cielo empezó a abrirse, y pude disfrutar de las sensaciones, allá arriba, bajo una albiceleste que se movía de lo lindo... el paisaje era bellísimo, las verdes laderas con los bosques llegando casi hasta la orilla, la nieve en las montañas, ahí mismo... pronto empecé a ver albatros; también fue una sorpresa; sabía que podían verse por la zona, pero había muchos, muchísimos Albatros ceja negra, Thalasarche melanoprhys, y yo disfrutaba como un niño intentándolos fotografiar, siguiendo con la cámara sus evoluciones... empezó a invadirme una clara euforia, y hasta gritaba al viento, con cuidado de no asustar a los concurrentes... el catamarán parecía avanzar sin serias dificultades, pero nos cruzamos con una patrullera de la Prefectura Naval, que navegaba rumbo oeste, dirección Ushuaia, con las olas y el viento de cara; vi que las olas barrían casi toda su cubierta, y que hundía un tercio de su eslora en el mar... "¡Caramba -profeticé- la vuelta puede ser movidita...!"





Estábamos recorriendo tierras -es un decir- de los Yámanas o Yaganes,  pueblo de navegantes en canoa, arponeadores incansables de lobos marinos... vería sus figuras en el pequeño pero interesantísimo museito del Presidio de Ushuaia; ahí los tenéis; bajitos, pero cachas de cintura para arriba, de tanto remar: son evidentes los efectos benéficos de dicha actividad física sobre los pectorales femeninos, si bien es cierto que, seguramente, pocos llegarían a los cuarenta. El artista los ha reproducido con un púdico cache-sexe de cuero, aunque, al parecer, iban en pelota picada. Bien mirado, metiéndose continuamente en agua a dos o tres grados, exhibir a los varones en toda su desnudez tampoco hubiese supuesto un gran problema... ahí radica la clave del asunto; como aún no se había inventado el neopreno, si se hubieran vestido con pieles, hubiesen estado continuamente empapados; preferían cubrir su cuerpo con una gruesa capa de grasa de lobo marino y mantener siempre encendido un fuego dentro de su canoa y en sus casas. Se alimentaban, básicamente, de lobo marino, aunque también consumían grandes cantidades de centollas, ostras y mejillones. Para picar entre horas, digo yo... Se calcula que consumían unas 6.000 calorías diarias; aún me parecen pocas, para conservarse vivos en un ambiente tan hostil, y pensemos que estamos en pleno verano... brrrrr!



Tanta caloría les sirvió de poco; empezaron a llegar misioneros anglicanos y católicos, con el loable propósito de convertirlos a las diversas Fes Verdaderas; luego llegaron los estancieros que, no sé por qué, se ponían nerviosos de ver tanta gente remando y arponeando por ahí, y pagaban a los misioneros a tanto por cabeza si conseguían recluirlos en sus misiones... no sé si consiguieron enseñarles el Catecismo, pero les pegaron todas las enfermedades que no tenían, desde la Gripe al Sarampión; incluso dicen las malas lenguas que alguna enfermedad venérea... su censo fue declinando alarmantemente y apenas si quedan un puñado, en la Isla Navarino, y solo una anciana -según otras fuentes, ya fallecida- conserva su antiguo idioma y puede considerarse Yámana pura... no será la última triste historia de extinciones de culturas que oigamos estos días. Me gustaría comentar con Francesc Bailón, experto en Inuits, por qué dos culturas con tan parecidos condicionantes llegaron a finales tan distintos... sospecho que la suerte de los Inuits residió en que ningún hombre blanco, en su sano juicio, habría deseado ir a vivir a sus tierras, en fin...



Ahora costeamos la Isla de Navarino; vemos ya las casas de Puerto Williams, la única localidad que puede disputarle a Ushuaia el título de "Fin del Mundo". Pero, como dicen bien, Ushuaia es una ciudad, y Puerto Williams tan solo una base de la marina chilena, con pocos centenares de habitantes...Tras su caserío, los imponentes Dientes de Navarino, escarpadas agujas que imagino graníticas... resulta difícil no recordar que, apenas treinta años atrás, las disputas sobre la soberanía de estas tierras y estas aguas inhóspitas estuvieron a punto de llevar a la guerra a dos naciones vecinas y hermanas, y que hizo falta la mediación de un Papa -de hecho, de tres, porque les pilló la muerte de Pablo VI y el brevísimo papado de Juan Pablo I en medio- para llegar a un acuerdo... es tranquilizador comprobar -como haríamos después, en El Calafate- que argentinos y chilenos pueden hablar ya abiertamente sobre estos temas, incluso bromeando sobre ellos... si quieren un consejo de la Vieja Madre Patria, ¡no se nos peleen, chicos...!

Nos íbamos acercando a la pingüinera, y una preocupación me embargaba... recordaba el Diccionario de Coll, un divertidísimo libro de humor surrealista con el que tanto me reí allá por los años Setenta: una de sus entradas era: "¡Ningüino!: grito del cazador de pingüinos, cuando llega al lugar indicado, y descubre que no hay ninguno." "¿Mira que si, después de tanto dar la brasa con la pingüinera, llegamos y se han marchado todos...?" Me veía gritando "¡Ningüino!"... por suerte, no fue así, teníamos la Isla Martillo delante nuestro, su costa hervía de pingüinos, el mar alrededor suyo bullía también de pingüinos, olía intensamente a pingüino... ¡había pingüinos, vamos...!



¿Por qué nos caen tan simpáticos los pingüinos? ¿Por qué nos hacen tanta gracia? Hay mecanismos curiosos, recuerdo haber leído con mucha atención un estudio sobre las reacciones positivas que experimentamos hacia los individuos y especies neoténicas, es decir, que conservan rasgos propios de las edades juveniles... esa reacción positiva que hace que a la gente les gusten los peluches de oso -objetivamente, un animal de trato bastante complicado- y no tanto los de jabalí o, pongo por caso, los de rata... los pingüinos, tan redonditos, tan torpones... despiertan tus sentimientos protectores, los acunarías, los estrujarías... incluso a mí, que pese a ser ornitólogo aficionado, las plumas me dan dentera, ese plumón afelpadito de los pingüinos... una amiga mía, bióloga marina, que participaba en una marea pesquera, retiró un pingüino muerto de las redes de su buque: lo congeló y, a la vuelta a España, se lo regaló a su novio: vale que después se separaron pero... ¿hubiese hecho lo mismo con un cormorán o un albatros...?



Pues allí los teníamos delante nuestro; incontables, paseando torpemente sobre la playa, tumbados sobre su panza en el suelo, andando, rascándose, picoteándose amigablemente -¿despiojándose?- los unos a los otros... había, literalmente, miles; nos dijeron que, entre los pingüinos patagónicos había unas pocas decenas de Pingüinos de Papua, Pygoscelis papua, más grandes, con una característica ceja blanca sobre los ojos, y pico y patas rojos; entonces nuestra diversión era una especie de "¿Dónde está Wally?", hasta que conseguías identificar a los Papúas... el catamarán había prácticamente varado en la playa, pero mirábamos con poco disimulado odio a los afortunados que habían contratado con la única empresa que tiene la exclusiva de poder desembarcar turistas en la isla, que se movían entre ellos fotografiando a quemarropa... no éramos los únicos interesados en los pingüinos, por cierto; a corta distancia, un par de oscuros skuas, posados en una loma, acechaban a la espera de algún pichón poco precavido... ¡asesinos de pingüinos, lo último, qué vergüenza...!



El espectáculo, por cierto, recordaba bastante a las playas mediterráneas en verano, Benidorm o Platja d'Aro, pongo por caso, donde mis amigos me han contado que hay que poner la toalla lo más temprano posible por la mañana, si quieres tener sitio cerca del agua... prometo no volverme a quejar cuando la Gorga de Boltaña se llene de bañistas... hubiésemos seguido allí horas y horas, pero el tiempo corría, y era ya el momento de volver a puerto, si queríamos hacerlo aún con luz de día...



Casi llorando, nos despedimos de nuestros pingüinos, entramos en el interior del catamarán, y emprendimos el viaje de regreso: y la cosa cambió radicalmente; ahora enfilábamos hacia el Oeste, con el viento y las olas de cara; también aumentó la velocidad del buque, y el efecto fue inmediato: las olas empezaron a romper contra la proa acristalada, barriendo literalmente la cubierta, y el cabeceo se acentuó; muchas veces la ola rompía debajo del compartimento de pasajeros, y los vasos de las bebidas que algunos inconscientes habían comprado -también habían encargado empanadas y, creo, choripanes- empezaban a saltar de las mesas.

Durante cerca de tres horas disfrutamos de aquella auténtica atracción de feria: las olas rompían sobre nuestro parabrisas constantemente... el Antonio racional intentaba quitarle hierro a la cosa... "Debe ser normal, los camareros están muy tranquilos, esto estará bien construido, digo yo, ¡estás en el Primer Mundo, coño, hay inspecciones técnicas...!" Recordaba lo mal que lo había pasado mi hijo, Borja, en un transbordador de Bali... "Allí, si, pero esto no es Bali, esas cosas siempre pasan por ahí... para transbordadores, Bangla Desh..." Pero, por debajo, el Antonio cagón formulaba sus objeciones..."¿Y si se han dejado un tornillito sin apretar...? ¿Y si flota un tronco, o incluso un container, y nos lo comemos...?". No iba yo muy desencaminado: al parecer, esa tarde se había dudado si zarpar o no, dadas las condiciones del tiempo, y un camarero que había trabajado en el barco nos contaría, después, que sí se habían roto cristales en la travesía, y que, en cierta ocasión, tuvieron que esperar en la pingüinera hasta medianoche, porque no se atrevían a volver.

Súbitamente, los motores se pararon, y el catamarán se deslizó, limpiamente, por su propio impulso, por las tranquilas aguas del puerto de Ushuaia, donde ya se habían encendido las luces... eran, más o menos, las 21 horas, llevábamos seis navegando... mentalmente, agradecí la labor realizada a Paco Udaeta y Yurimar Bracho, mis dentistas: milagrosamente, no me había saltado ningún empaste... agarramos -ya nos habíamos acostumbrado a no "coger"- nuestras mochilas, salimos pitando del barco, pasando por la popa donde, al parecer, había habido un intenso flujo de visitas a los baños, y saltamos al muelle, resistiendo la tentación de, al uso papal, arrodillarme y besar la buena, firme, estable, quietecita tierra argentina...









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