miércoles, 16 de marzo de 2016

¡Ahí está!

Muchas veces, el objeto de una excursión o un viaje está, más o menos, garantizado: si vas a ver un Museo, has sacado entrada por Internet, y has comprobado previamente que el día indicado está abierto, y no hay ninguna huelga, ni programada ni salvaje, sales hacia él con una cierta garantía de poderlo verlo... pero cuando vas a ver una montaña, en una zona donde el tiempo cambia cada media hora, con una conocida propensión a rodearse de nubes impenetrables, la cosa es bastante distinta...









Ya al salir de El Calafate, nuestra guía, Virginia, ha lanzado miradas inquisidoras hacia el Noroeste, donde se acumula un buen paquete de nubes... nos va diciendo por el camino que no nos preocupemos, que las previsiones meteorológicas son buenas... pero también se va curando en salud -no es que ella tenga ninguna culpa, ni pueda hacer nada, pero...- y reconoce que, más o menos, un tercio de los excursionistas que van a El Chaltén se vuelven con el rabo entre las piernas, sin haber llegado a ver el Cerro Fitz-Roy.

¿Y qué tiene de particular el Fitz-Roy? Que, sin lugar a dudas, la imagen del Cerro -cerro en el sentido argentino del término, que no se corresponde exactamente con el peninsular- alzándose, de golpe, sobre la llanura, con sus paredes verticales de roca y sus neveros rodeando su base, es una de las más bellas, impresionante, impactantes de la Patagonia, un ejemplo claro de la fuerza de la Naturaleza salvaje: son solo 3.400 metros, un poquito más que Monteperdido, pero arrancan de apenas 200 metros sobre el nivel del mar... aunque está muy cerca, ni el Fitz-Roy ni el Paine, que visitaremos dos días después, forman parte de los Andes: voy a meterme en camisas de once varas pero, mientras la Cordillera se forma hace unos 70 millones de años, por el choque de dos placas tectónicas, las gigantescas  masas graníticas, que luego serán modeladas por los elementos salen de las capas inferiores de la tierra en fecha mucho más reciente, en torno a 10 millones de años... los geólogos que saben de eso ya me corregirán... tras el Fitz-Roy se extiende una de las zonas del Campo de Hielo Austral, la tercera concentración mundial de glaciares, después de la Antártida y Groenlandia, desigualmente repartida entre Chile y Argentina, cuya frontera -después de agrias disputas, en las que llegaron a enfrentamientos armados- pasa, justamente, por la cumbre del Cerro.

Salimos de La Leona, y ya voy estirando el pescuezo, intentando ser el primero en ver la mítica mole rocosa... vamos ahora bordeando el Lago Viedma, nombrado por el capitán español que lo descubrió, y también el primer europeo en ver el Cerro: Francisco Moreno lo llamó Fitz-Roy, en honor del capitán del Beagle, y creyó que era un volcán; su propio nombre teuhelche, "Chaltén", "Montaña humeante", favorecía ese error: la columna de nubes que muchas veces lo corona no es humo, sino, simplemente, eso, nubes, arrastradas por el viento oeste, cuyos jirones quedan retenidos en su cumbre.

En esas estamos, escrutando la interminable recta de la Ruta Veintitrés, hacia un cielo cada vez más claro, en una soleada mañana, cuando... ¡Ahí está...! la inconfundible montaña se recorta contra el horizonte... es la imagen que he visto en tantas fotografías; la carretera -de ripio, en las más antiguas, asfaltada en las recientes- y, al fondo, la montaña... disparo desde dentro del coche, tiempo tendré después de reencuadrarla, y eliminar el rosario que cuelga del retrovisor de todos los minibuses que vamos a usar, como si fuese parte del equipo de fábrica...




A partir de aquel momento, el Fitz-Roy es el imán de todas nuestras miradas... cada vez de ve mejor, aunque, por otra parte, parece claro que no vamos a poder gozar de la contemplación de su compañero, el Cerro Torre, envuelto en una densa capa de nubes... pocos kilómetros más allá, el minibús se detiene en un mirador, y el macizo aparece en toda su hermosura ante nosotros... a sus pies, el pequeño pueblo de El Chaltén, y, frente a nosotros, el Fitz-Roy, acompañado por sus picos secundarios, Saint Exupery, Poincenot, Mermoz y Guillaumet, tres pioneros franceses de la aviación comercial transandina -uno de ellos, el escritor mundialmente conocido-, y uno de los miembros de la primera expedición que lo escaló, muerto al ahogarse en un río cerca ya de su objetivo... a sus pies, el Glaciar Piedras Blancas,,, no sé cuanto rato estamos allí admirándolo, el tiempo, sencillamente, no pasa, podría estar horas y horas viendo como las nubes cambian constantemente su aspecto, haciendo aparecer su falso penacho de humo...












Pero tenemos que reemprender la ruta, llevándonos la imagen del coloso en nuestras pupilas y, afortunadamente, también en todo tipo de soportes informáticos: cruzamos el breve pueblo de El Chaltén -luego podremos verlo con más tranquilidad- y seguimos el anchísimo Río de Las Vueltas; una vez más aguas de maenco, gleras blancas,,, me siento en un Sobrarbe sobredimensionado, porque el río es ancho de narices... a pocos quilómetros de El Chaltén, echamos pie a tierra para un mini-trekking, en realidad, un paseito de media hora, hasta una hermosa cascada; después de tantas horas de minibús, el paseo se agradece, el aire es fresco y -parece superfluo decirlo- puro,  el bosque de lengas y ñires, menos cerrado que en Tierra de Fuego, nos ofrece ahora hermosos ejemplares, de buen tronco y buena copa. No faltan las blancas y retorcidas ramas de árboles muertos, de una belleza espectral, quizás porque me recuerdan "La Novia Cadáver", de Tim Burton... siguiendo los sabios consejos de nuestra guía, nos hemos adelantado al numeroso grupo de pasajeros de un autocar; el espacio donde caen las aguas de la cascada es reducido y, cuando pocos minutos después se llene de gente, resultará un poco agobiante.







Volvemos a El Chaltén porque, entre otras cosas, empezamos a estar ligeramente hambrientos; es ya hora de "almorzar": la palabra se las trae; según el DRAE, puede ser, indistintamente, la comida ligera a media mañana, o la no tan ligera a mediodía, entendiendo el mediodía en el sentido tan elástico que le damos los peninsulares; en Argentina es exclusivamente esa segunda -o tercera- comida del día, que en España ha pasado a conocerse como, genéricamente, "comida": para forro botas, en Catalán, "esmorzar" es, exclusivamente, desayunar... en cualquier caso, vamos hacia El Chaltén, donde resolveremos el problema.

El Chaltén es el municipio más moderno de Argentina; fue creado en los años 80, en plena discusión de límites con Chile, para "crear soberanía" en una zona en disputa; me cuentan que, mientras nadie se interesó en irlo a habitar, se pobló con funcionarios municipales allí destinados... hoy es, claramente, un pueblo de pioneros, y cultiva esa imagen: "Capital Nacional del Senderismo", pueblan -muy escasamente- sus calles curtidos mochileros, y sus más que dispersos edificios son bares, restaurantes, albergues, tiendas de material deportivo y una farmacia.





Nos encaminamos al restaurante donde almorzaremos; el aspecto exterior es desconcertante, como edificio que hubiese crecido a lo largo de un breve espacio de tiempo, incorporando materiales y estilos -por llamarlos de alguna forma- de lo más variado; dentro, el ambiente es cálido y acogedor; sentados a una larga mesa, nos ofrecen locro; había oído hablar se ese plato tradicional andino, que en Argentina se asocia a los días de fiestas patrióticas; lo pedimos Blanca y yo, y a mí me entusiasma; es un plato de invierno, de cuchara, "con fundamento", diría Arguiñano, un guiso de carne con maíz, porotos -es decir, judías, habichuelas, de un tamaño similar a los judiones de La Granja o las fabes asturianas- y vegetales, entre ellos, la calabaza, o "zapallo". Bebo otra vez  buena cerveza artesana, y Blanca sigue con su Malbec... la foto que me ha enviado nuestra amiga Cecy da fe del buen ambiente, buen rollito, "buena onda" que reina durante la comida.





Al salir, el tiempo ha cambiado por completo; sopla un viento helador, y el cielo está cada vez más cubierto de nubes: desandamos el camino, y compruebo, con horror, que si llegase ahora apenas si podría ver la silueta del Cerro: volvemos hacia el Lago Viedma, donde nos espera una breve, pero intensa, experiencia de navegación hacia el frente de su glaciar.

Sin gozar de la fama del Lago Argentino y el Glaciar Perito Moreno, el Lago y el Glaciar Viedma -, mucho más grande que el Perito- nos causarán una gran impresión: ha caído una densa niebla que oculta las cumbres, y el viento, a bordo del pequeño buque, sopla de cara; entiendes perfectamente por qué, en Tierra de Fuego y Patagonia, tan importante como la temperatura es la sensación térmica; recuerdo mis mañanas de invierno en Boltaña, a cuatro o cinco bajo cero, pero con el solecito en la cara, protegido tan solo por un cortavientos; aquí voy tapado hasta las orejas, solo dejo fuera la punta de la nariz, estoy muerto de frío, y no debemos estar a menos de seis o siete grados sobre cero... navegamos sobre aguas de un verde plomizo, tan plomizo como el cielo, y pronto, al doblar un cabo en el lago, tenemos ante nosotros la impresionante lengua del glaciar; relativamente estrecha, alta, con sus hielos de un azul verdoso profundo, el glaciar se rompe en témpanos de distintos tamaños y formas, entre los cuales navegamos; uno, caprichosamente, ha tomado las formas aerodinámicas de una moto de agua, de un limpio color azulado ; más allá, otro, sucio y medio fundido, simula ser los restos oxidados de un barco hundido... protegiéndome tras la caseta del piloto, y sacando el morro lo imprescindible para fotografiar, me deslizo a la velocidad -considerable- de nuestro barquito hacia un mundo helado, salvaje, extraño y hostil.





El buque se detiene a cierta distancia y, lentamente, vira para ofrecer ahora su popa al glaciar; posiblemente la navegación no es tan segura cerca de los témpanos... "¡Titanic, Titanic!", gritan mis neuronas cobardes... "Jó, qué cosa tan bonita...!" , contestan mis neuronas aventureras... al virar, parece que el viento nos está dando un respiro, y puedo disfrutar durante largos minutos del espectáculo, mecido allá, solo -eso me parece- frente aquella masa de hielo...






Los motores se ponen de nuevo en marcha, y ahora nos alejamos; si mientras nos aproximábamos nos acongojaba la fuerza del paisaje, ahora casi empiezas a echarlo de menos, cuando la estela del barquito va dejando atrás aquel muro de hielo... parece que el cielo se va abriendo un poco, se filtran unos rayos de sol, y al incidir sobre el viento cargado de gotas de agua, aparece, sobre las rocas de la orilla y los témpanos flotantes, un bellísimo arco iris, uno de esos momentos mágicos, intensos en su brevedad, un último regalo del Glaciar y su lago, que guardaremos siempre en nuestro corazón...




No hay comentarios:

Publicar un comentario