lunes, 21 de marzo de 2016

El Paine, en tierras de Chile





 Nuestra última excursión, en tierras australes, nos lleva al país vecino, Chile, y a un nuevo Parque Nacional; el del Paine.









Una vez más, el ritual de ser recogidos, a primeras horas de la mañana, en el hotel, por un microbús… pero hoy los viajeros han cambiado; somos, seguramente, los mayores de la expedición, y hay muchos extranjeros; veo varios orientales, e incluso una chica islandesa con un curioso gorrito de lana, debe ser algo típico, se lo preguntaré a mi amigo Haldor… además, nos comunican que nos van a transbordar al vehículo en que realizaremos la excursión; cuando lo veo, alucino… es un camión Mercedes todoterreno, de esos que ves en el París-Dakar, al que han adaptado una cabina de autocar: todo superreforzado, con barras antivuelco y cinturones de seguridad de verdad, de esos que hay que llevar abrochados… en la trasera, una aterradora cantidad de ruedas de repuesto y cosas de uso desconocidos… todo huele a aventura, ¡guau…!



El guía también es distinto; es chileno: ¿cómo lo sé, antes de que nos lo diga…? Muy sencillo; lleva una camiseta con la bandera de Chile, el acento es diferente, aunque no mucho, y hablará en todo el viaje, más o menos, lo que los otros guías en la primera hora… un chico amable, correcto, bien preparado, como todos los que hemos tenido, pero con una estrategia comunicativa ni mejor ni peor; distinta…

Arrancamos por carretera, a través de la pampa fría y seca que ya empezamos a conocer, pero pronto la abandonaremos y entraremos en una pista de ripio: en Invierno tendríamos que seguir hasta la ciudad fronteriza y minera de Rio Turbio para entrar en Chile, pero en verano se habilita un paso fronterizo que permite acortar considerablemente el viaje pero, eso sí, obliga a abandonar el asfalto: el camión-autocar está dotado de un ingenioso sistema -unos latiguillos metálicos que ya había visto en otros vehículos- que permite variar la presión de los neumáticos en marcha y desde el puesto del conductor. Invento argentino, nos dicen, como el bolígrafo -el Birone-, eso ya lo sabía… parece efectivo porque, aun sobre el ripio, la marcha es bastante confortable.

A unas dos horas de El Calafate, llegamos al puesto fronterizo argentino: esto no es una frontera de las que, hasta ahora, estábamos acostumbrados a cruzar en la Europa feliz de Schengen, antes de la oleada de xenofobia, xenomiedo y etnoegoísmo que nos azota: esto es una frontera entre dos estados que ahora conviven bien, pero no dejan de mirarse de reojo… hay que presentar los documentos a la Gendarmería argentina -el guía se ocupa de los “extranjeros”, gracias por la gauchada- y, a continuación, atravesamos los cientos de metros que nos quedan hasta la aduana chilena.

Pensaba yo que la frontera coincidiría con algún accidente geográfico, algún puerto de montaña… nada de eso, la misma pampa inmensa a lado y lado de la frontera… los carteles hablan del “Río de Don Guillermo” -¡qué nombre tan familiar, en un lugar tan alejado…!-, pero yo no veo ni río, ni cosa que se le parezca…



Frente al bonito edificio de la Aduana Chilena, de clara influencia inglesa, como muchos que hemos visto por la Patagonia,  todos a tierra y en columna de a uno: hay que pasar ante la Oficina de Emigración; todo se pega, menos la hermosura, y las policías del Mundo Mundial están adoptando los modales y los procedimientos de la “Migra” yanqui… foto mirando a la camarita, decir a donde vas… (todos ponemos; “Lugar de residencia: Paine”)… Pero aquí hay un elemento innovador: Chile tiene absolutamente prohibida la entrada de productos vegetales y animales: ya nos ha avisado el guía; si lleváis algo de fruta, comérosla en el autocar… un cartel con un simpático perrito nos invita a declarar cualquier cosa y, una vez dentro de la aduana, el perrito en persona nos va olfateando a la búsqueda de duraznos, zapallitos, choripanes y salames… se encariña de la mochila de dos jóvenes que, muy corridos, confiesan que habían traído fruta, pero ya se la han comido… el perro juguetea con su monitor, como un cachorro, pero, de vez en cuando, le debe llegar el olor, o el sentido del deber, su honrilla de funcionario, y vuelve a la mochila de los jóvenes, saltando a su alrededor… luego, los equipajes pasan por un escaner… prueba de la racionalidad que tantas veces acompaña a la acción administrativa -¡qué me van a contar a mí!- es que, mientras tanto, en nuestro autocamión o lo que sea nos esperan las bolsas de la “vianda” que nos ha preparado la agencia, en las que, por supuesto, hay productos vegetales y animales, no nos van a alimentar con píldoras, como a los astronautas… en fín…







¿Qué pienso al entrar en Chile…? el zurdo sentimental que anida en mí no puede apartar su mente del recuerdo de Salvador en La Moneda, con su jersey, de Víctor en el Estadio, sus manos… de Pablo en su Isla Negra… no estoy pisando sus calles nuevamente, porque aquí no hay calles, pero si su tierra… suerte que, en la aduana, he saludado el retrato de su Presidenta, Michelle Bachelet, señora a la que admiro por -creo yo- seria y conciliadora, y no deseo a los hermanos chilenos otra cosa que paz en su hermoso país.



Hermoso, pero no demasiado cómodo: hemos cruzado la frontera, y los indicadores de carreteras nos dicen que estamos muy cerca de Puerto Natales, en el Pacífico: me cuentan que, por debajo de Puerto Montt, el territorio chileno está partido por los fiordos a los que llegan los glaciares que se desprenden del Campo de Hielo; no hay comunicación por carretera: recuerdo como una alcaldesa chilena me contaba que, para llegar de su pueblo a la capital de su Región -Chile está dividido en Regiones, numeradas, y te dicen que viven en Región IX, como los franceses te dicen el número de su Departamento- le hacían falta unas veinte horas en ferry… supongo que la sensación debe ser parecida a lo que era, de pequeños y en vacaciones, compartir cama con mi hermano Ricardo, decididamente expansionista; toda la noche en el borde del colchón y, a veces, me llegaba a caer… Y, encima, con terremotos…

Superadas las formalidades aduaneras, y reconciliado con mis fantasmas familiares, corremos ahora por esa pampa que es prácticamente igual que la de la Patagonia argentina, pero empiezan a verse algunos árboles, señal de que la precipitación es mayor. También hay -o así me lo parece a mí- muchos más guanacos; el camión se detiene junto a un grupo numeroso, para que podamos bajar e “interactuar” con ellos, que no se espantan ni un pelo, y siguen pastando coirones, totalmente a su bola: ya nos han avisado de que, si les molestas, te escupen a la cara una baba bastante asquerosa, y que, entre ellos, cuando se pelean por un harén de guanacas, tienen la agradable costumbre de intentar castrar a sus adversarios… para eliminar la competencia, claro… Motivos todos más que suficientes para hacer las fotos a cierta distancia, para eso llevo un superzoom, para que ni me escupan ni me capen los guanacos…






Pero ya se acerca el momento… unos kilómetros más adelante, nos detenemos a la vista de una enorme laguna, la Laguna Azul- y al fondo, impresionante, el Macizo del Paine.






Al igual que el Fitz-Roy, el Paine está en los Andes, pero no es los Andes; es otro macizo granítico, surgido de las entrañas de la Tierra en fecha muy posterior a la aparición de la Cordillera; también en éste caso arranca desde el Campo de Hielo Patagónico, y su altura es moderada, otra vez estamos ante Tresmiles, pero tresmiles que arrancan casi desde la misma línea de costa… tiene el Paine dos formaciones famosas: las Torres -que son las que estamos viendo desde aquí, medio veladas por las nubes- , torreones macizos que a mí me recuerdan mucho el Naranjo de Bulnes, que solo he podido ver, como ahora, desde lejos y nublado- y los Cuernos, de los que podremos disfrutar -disfrutar de los cuernos, ¡vaya!- a lo largo del día, y desde mucho más cerca.





Estando allí, admirando por primera vez el Paine, el cóndor pasa… me las prometía yo muy felices: dicen que abundan, una rapaz necrófaga, se tirará horas colgado en las térmicas, como nuestros buitres, y lo podré ver a gusto… ¿Pero qué térmicas, infeliz, con el viento que sopla aquí…? el cóndor vuela como puede, a lomos del viento que le despeina las plumas, en Casa Pacha Mama, es decir, muy, muy alto… intenta describir círculos, como sus colegas eurasiáticos y africanos, pero allí arriba, y lo ves,  claro que lo ves, incluso distingo su moñete y su collar blanco, pero de eso a fotografiarlo bien… por lo menos disfruto mirándolo, veremos varios a lo largo del día, pero siempre muy altos…



Una vez más, al camión, y ahora ya nos encaminamos directamente al coloso; cada vez más cerca, hasta llegar a un lugar increible, al borde del precipicio donde, muchos metros abajo, el rio Paine se despeña en una cascada espectacular; allí hacemos un breve alto para comernos la “vianda” que ha superado los trámites aduaneros; un emparedado, una empanada -¡cómo estoy disfrutando, con lo que me gustan las enpanadas!...- y unos alfajores… sujetándolo todo con dos manos, porque el viento está arreciando…






Desde allí, entramos ya en el Parque Nacional de las Torres del Paine: es un territorio extrañamente vírgen, pese a que su buena infraestructura de caminos y refugios permite la circunvalación de todo el macizo, si tienes unos cuantos días y fuelle para afrontarlo; pero, en todo momento, no pierdes en contacto con la fuerza de la Naturaleza, que te recuerda, a cada momento, con un vendaval importante… ahora nos dirigimos hacia el Mirador de las Torres -que siguen casi cubiertas por las nubes, último baño en kilómetros- para, después, enfilar una larga loma, entre dos lagos a cual más bellos: a la derecha, el Nordenskjöld, glaciar, de aguas verde turbio; a la izquierda, el Sarmiento de Gamboa, de aguas filtradas desde el subsuelo, y de un azul cegador… ignoro quien fue Nordenskjöld, al que supongo persona de grandes merecimientos, pero si sé algo de Sarmiento: al parecer, pontevedrés, como nuestro Presidente en Funciones; descubridor, geógrafo y -cosa menos sabida- astrólogo, nigromante -es decir, practicante de la Magia Negra- y condenado en su día por la Inquisición por haber organizado un Auto de Fé en plan de cachondeo… bien orgulloso puede llevar su nombre un buque oceanográfico de la Armada Española, el personaje se lo merece…






Desde este punto, la visión de los Cuernos del Paine, allí mismo, apabulla; su silueta recuerda cosas: el Pedraforca, en Cataluña, el Midi d’Ossau… a través de la “uve” de los cuernos, se abre un mundo frío y distante, un anfiteatro de agujas graníticas, con los pies en el hielo… a su izquierda, la Cabeza del Indio, y, detrás, otras agujas más, la Aleta del Tiburón… y, cerrando el panorama por la izquierda, el Paine Grande, el “Tresmil”, cubierta su cima por las nubes… nos hemos detenido para iniciar una pequeña excursión de una hora, ida y vuelta, que debía conducirnos a un mirador sobre el lago y los Cuernos; nos ponemos en camino pero, al llegar al lugar más expuesto, el vendaval arrecia; una de las muchachas orientales, la más delgadita, está a un pelo de salir volando… nuestro guía ya nos había avisado; en caso de ver que estáis a punto de caeros, sentaos en el suelo... pero ahora nos convoca y nos dice que el riesgo es alto y, total, los Cuernos ya los estamos viendo perfectamente: media vuelta, y al camión… a cambio, nos detendremos de nuevo para contemplar uno de los espectáculos más bellos del parque; por un estrecho cañón rocoso, las aguas del Nordenskjöl se precipitan hacia el Lago Pehoé; es el Gran Salto, mezcla de catarata y rápidos vertiginosos, rodeados de brumas irisadas por el sol.














El camino sigue ya la orilla del Lago Pehoé; pasaremos junto al puente de madera que conduce a un delicioso hostal, el primer establecimiento hotelero que se construyó en la zona, y después veremos uno nuevo, dice el guía que caro y lujosísimo, pero sin el encanto natural del anterior… cae la tarde, estamos ya cerca de la salida del Parque, pero aún nos detendremos una vez más, para admirar el escenario que componen el macizo y el lago… unas imágenes inolvidables.







El camino de vuelta, después de contemplar tanta belleza, es triste y silencioso: más en nuestro caso, ya que nos estamos despidiendo de ese Sur que, en pocos días, tan profundamente ha calado en nosotros; mañana, Domingo, pasearemos por El Calafate, de tienda en tienda, disfrutando de esa extraña ciudad de pioneros donde -según nos contaba nuestra guía Virginia-, casi nadie ha nacido, pero son muchos los que se están labrando una vida nueva… dicen que en su despegue ha jugado un papel importante la dinastía de los Kirchner: el hotel más imponente es propiedad de un hijo de la Expresidenta, y afirman que no es infrecuente encontrársela por la Costanera, paseando un perrito… es, en todo caso, una ciudad a medio hacer, donde de las avenidas iluminadas y llenas de tiendas -en una de ellas me compro un cinturón adornado con hermosos bordados andinos, un capricho carito, de un cuero recio pero que se te desliza, suave, entre los dedos…- arrancan calles empinadas y sin asfaltar , rodeadas de casitas prefabricadas y hostales de mochileros… pero comprendo perfectamente el impulso que lleva a muchos jóvenes a construir allí su hogar, abierto a los vientos, a las vistas sobre el Lago Argentino, a los lejanos cerros nevados sobre la pampa sin fín… y -como, ¡al fín! me sucede a mí, en aquella última noche, fría como todas, pero limpia y estrellada-  pueden ver, brillando sobre sus cabezas, marcándoles el camino a otros, y diciéndoles a ellos que ya han llegado, la Cruz del Sur.


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