lunes, 14 de marzo de 2016

De cuando este humilde cronista se enamora, perdidamente y sin remedio, de la Patagonia

Hay enamoramientos tardíos, graduales... de la gente, de las cosas y de los sitios, en eso hay poca diferencia... Otras veces, te viene de golpe, dices... ¿Anda, seré tonto, no me he enamorado...? Pues eso me pasó a mí, aún me dura, y creo que va para largo...




Nuestra salida de Ushuaia es más bien accidentada: nos pilla -aquí si que podría decir "coge"- una huelga nacional de empleados públicos, a la que se adhieren los controladores aéreos, y ya se sabe que nunca tan pocos pueden dejar en el suelo a tanta gente...viejo sindicalista del Sector Público, poco me puedo quejar, al contrario, admirar la habilidad de mis colegas para montar un buen quilombo: me he pasado toda la vida diciendo aquello de "Cuando los trabajadores van a la huelga, no es que no quieran trabajar; es que quieren trabajar en mejores condiciones..." así que paciencia y barajar; nos demoran el vuelo, qué se le va a hacer, esperamos dos o tres horas y, al final, salimos y llegamos a El Calafate ya oscurecido, a un aeropuerto igualito que el de Ushuaia, de agradable aspecto de montaña.

Han cambiado nuestros ángeles guardianes, pero no su "modus operandi"; nuevamente tomados en volandas, microbús, y eficiente distribución por los hoteles; entrevemos la pequeña ciudad, todas las tiendas y restaurantes -es decir, todo- encendidas y llenas de gente que pasea por la calle, que aquí no se llama San Martín, sino Libertador, que viene a ser lo mismo.



Llegamos, tras un buen rato, al que va a ser nuestro hogar durante cuatro noches; el Hotel Edenia Punta Soberana: descubrimos varias cosas: que está muy lejos del pueblo -y parte por una carretera de ripio-, pero un eficaz servicio de lanzadera resuelve a la perfección el pequeño problema: que está en un lugar privilegiado, con unas vistas impresionantes sobre el Lago Argentino: que la habitación, como cabía esperar, es de dimensiones adecuadas a la grandiosidad del paisaje que nos rodea, y, por último, que hay un muy digno restaurante, con un personal atentísimo, dispuesto a plegarse a nuestros problemas de agenda, con una comida más que aceptable, y con unos precios sumamente razonables... yo puedo elegir entre cerveza artesana -y cara- o Quilmes industrial, muy buena y más barata, y Blanca tiene copas de un malbec que, por la cara que pone, está muy rico... he toreado en peores plazas, puedo asegurarlo...


Eso sí, nos dicen en Recepción que tenemos aviso de que, al día siguiente, nos recogerán muy temprano; nuestra primera excursión es a El Chaltén, uno de los platos fuertes del viaje... Dormimos como angelitos, nos dejan desayunar antes de la hora de apertura del restaurante, y aún podemos disfrutar del amanecer sobre el Lago Argentino mientras llega el minibús, rodeados de apacibles caballos que pastan en el campo, iba a  decir "los campos", pero es que solo hay uno, ilimitado... pasa un zorro, escaqueándose, como siempre, me parece que es rojo, otro que descendió "de los barcos"...




Llega el minibús, y con él uno de los descubrimientos del viaje; nuestra guía, Virginia; una señora importante -me saca una cabeza-, simpática y preparada como ella sola... en otra de las paradas recogemos a un animado grupo de argentinos, con los que estableceremos también una buena amistad, una de cuyos componentes, Cecy, estará leyendo estas líneas... pocos, pero bien avenidos, enfilamos el camino -doscientos sesenta kilómetros, más o menos- que nos llevará a El Chaltén; nos esperan sorpresas y maravillas...

Nada más cruzar el curioso arco triunfal del control policial que marca los límites de El Calafate, La Patagonia se nos ofrece en toda su magnificencia: cielo azul, recorrido por nubes veloces, impulsadas por el viento, la mancha permanente de azul profundo del Lago Argentino -luego será el Viedma- y, entre los dos azules, no el blanco de la bandera, sino el amarillo del coirón, la hierba ahora ya seca -aquí no podrán decir "agostada".. . ¿será "afebrerada...?" y los arbustos de calafate, que dan nombre a la ciudad; dicen que quien come de su fruto, vuelve a Patagonia; me puse hasta arriba de helado de calafate, porque era buenísimo, y con la secreta esperanza de que surtiese el mismo efecto... solo se ve algún guanaco, algún cholque -un ñandú pequeño-, una pareja de zorros grises... hay ovejas, por supuesto, pero no se ven; con estos pastos, cada oveja necesita cinco hectáreas; una vaca, diez, quince un caballo...

Virginia -luego nos explicaría que tuvo que pasar un serio examen para poder ser guía en la Provincia de Santa Cruz, que es en la que nos encontramos- nos va explicando la historia de estas tierras: a propósito; al próximo que me diga que Sobrarbe está despoblado, me río en sus narices; Santa Cruz; la mitad de la extensión de España; 290.000 habitantes... Magallanes la atravesó por abajo, por el estrecho de su nombre; la expedición del "Beagle" recorrió parte de sus tierras; Francisco Moreno, el famoso Perito Moreno, descubrió el Lago Argentino, el Viedma, el Fitzroy... pero, curiosamente, no llegó al glaciar que lleva su nombre... durante la Colonia, estas tierras duras, el fondo del Imperio, no merecieron mucha atención, con la salvedad de un pequeño asentamiento costero, llamado Floridablanca, que tuvo que ser abandonado... el dato me endereza las orejas, porque según mi abuelo murciano, Don Julio Delgado, que bien debía saberlo, estábamos emparentados con el Conde, mira por donde me viene a mí el cuelgue con la Patagonia...



De todas maneras, esta era tierra de Tehuelches - "gente brava", el nombre que les daban los Mapuches-  pueblo de cazadores nómadas; medían cerca de dos metros, en una época en que la talla media de los europeos no superaba el metro y medio, y la de los españoles -ya se sabe, bajitos, morenos y con bigote.- aún debía andar bastante por abajo. Vivían casi exclusivamente del guanaco, el camélido salvaje que aún se ve abundantemente por estas tierras; de él se alimentaban, con sus cueros se vestían y construían sus tiendas... lo cazaban con boleadoras, lanzas y flechas pero, en todo caso, corriendo detrás suyo; lástima que no hayan sobrevivido más, serían unos buenos competidores en las maratones para etíopes y keniatas... dos desgracias acabaron con ellos: la invasión de los Mapuches, procedentes de Chile, y la llegada de colonos con el "guanaco blanco", la oveja... los Tehuelches descubrieron que era más fácil matar ovejas que guanacos, y los colonos valoraron muy negativamente ese cambio de hábitos; en cada estancia había un "leonero" -el encargado de matar pumas- y otro, al que supongo que no llamaban "tehuelchero", pero ya os podéis imaginar cuales eran sus funciones... fueron notablemente más competentes que los leoneros; pumas aún se ven por estas tierras, pero Tehuelches quedan muy pocos, casi ninguno de ellos puros, en tres o cuatro asentamientos en la provincia. Curiosamente, según los censos argentinos, el lugar donde pueden encontrarse hoy más Tehuelches es... Buenos Aires, por supuesto.

Recorremos, ilustrados con las historias de Virginia, la Ruta 40, la mítica espina dorsal de Argentina, que la recorre de Norte a Sur; cruzamos en Río Santa Cruz, por el que desagua hacia el Atlántico el Lago Argentino, y ahora estamos llegando a las orillas del otro gran lago, el Viedma: los une el Río de La Leona, y allí vamos a encontrar el único asentamiento humano -cuatro o cinco estancias a parte- del largo camino, el Parador de La Leona, un lugar legendario.



Francisco Moreno le puso ese nombre porque, a orillas del río que une los dos lagos, fue atacado por una hembra de puma -¿una "pumesa...?"-; más tarde, se creó el parador, en el lugar en que los pastores usaban una barca para pasar, de orilla a orilla, sus rebaños: hoy es un lugar de culto, barra cafetera y baño, y una enorme tienda de recuerdos para turista, a precios, por cierto, bastante sensatos... un poste indica las distancias a distintos sitios; descubre que, incluso los más próximos -Buenos Aires, por ejemplo- están lejísimos; ya no te digo Madrid, 12.700; súmale 500 km. para Boltaña, súmale 600 km. para Barcelona... ¡¡Dios, qué lejos estoy de casa...! En las orillas del río, una bandera argentina ondea sobre unas ruedas de los carros pamperos, tan características...



Pero hay algo más... se dice, se comenta, se sospecha... que por aquí pudieron pasar Butch Cassidy y Sundance Kid, los míticos bandidos, Sundance acompañado por su Etta, la maestra que, con veintisiete años, estaba aborrecida de su vida sedentaria y unió su suerte a aquellos forajidos... sus carteles -wanted!- decoran el Bar de La Leona, por donde, sin duda, los rastrearon los sabuesos de la Agencia Pinkerton, los feroces cazarecompensas... no puedo olvidar al Kid y Etta, montados en su velocípedo -que ni a bicicleta llegaba- mientras suena en el cine "Raindrops keep falling on my head..."y estrecho en mi mano la de una maestra que, a sus veintisiete años, quizás valoraba demasiado la rutina y no se atrevía a saltar al vacío...



Por la noche, hechos polvos por el viaje, volveremos a recorrer la Ruta Veintitrés y, después, la Cuarenta, ya al caer la tarde... la visión hipnótica de la cinta asfaltada sin fin, hacia los blancos neveros del horizonte, con su mezcla de señales de circulación europeas y norteamericanas, la señal de curva en la única curva que debe haber en todo el recorrido, y el frenazo del que, seguramente, ya se había dormido... la Patagonia sigue entrando dentro mío, la noto ya en lo más profundo, y creo que va a estar mucho tiempo ahí, quizás para siempre...




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