jueves, 16 de junio de 2016

Mi Pantocrátor...

Ayer estaba disfrutando de las fotos que enviaba Gonzalo del Campo sobre las joyas de la Catedral y el Museo Diocesano de Barbastro, al que los simpáticos y empáticos gobernantes catalanes, en sus denodados esfuerzos por hacer amigos, se niegan a enviar incluso aquellas piezas menores pactadas por su Conseller de Cultura, cuando el corazón me dio un vuelco: porque allí estaba, en toda su majestad, el Pantocrátor de Vió -o Bió, vamos a dejarlo así-. Y el Pantocrátor de Vió es mi Pantocrátor: hay una historia detrás y, cuando hay un historia, no paro hasta largarla, ya me vais conociendo...


Pantocrátor de Vió (Foto, Gonzalo del Campo)


Ya he contado, en otra ocasión, que mi tío Miguel Pérez Ceresuela era de Vió, de Casa Puértolas: corría un mes de Agosto, posiblemente de 1968 o 1969; estábamos en Boltaña, y comentaron mis tíos que, al día siguiente, pensaban subir a Vió, a comer con su familia; yo tenía muchas ganas de conocer el pueblo y, rápidamente, me apunté a la expedición.

Mi tía Concha, la esposa de Miguel, prima hermana de mi padre, abordó enseguida un tema no menor; ¿Qué podíamos subir...? Todos sabemos que es de pésimo gusto presentarse a comer en una casa sin traer algún presente, no sé, unas flores, una botellita de vino... mi tía se decantó por lo práctico... ¿Qué podía faltar en Vió...? ¡Exacto, una sandía!, la sandía más grande que pudo encontrar, algo así como de cinco o seis kilos, en Japón no hubiésemos podido pagarla ni con el sueldo de un mes del director de la Central Nuclear de Fukushima...

El pequeño problema era que, por aquel entonces, las infraestructuras de Ballibió no atravesaban su mejor momento; desde Puyarruego se tomaba la pista -no asfaltada- que, siguiendo el Bellos a lo largo del Desfiladero de As Cambras, habían abierto a pico y barrena trabajadores esclavos -prisioneros de guerra, alojados en el barracón que aún se ve junto al primer puente- como primer paso en la construcción de una presa que debía embalsar las aguas del río en el mismísimo Cañón de Añisclo, dentro del actual Parque Nacional, desastre medioambiental del que nos libramos por los pelos. Pero la pista llegaba sólo hasta el Puente de San Úrbez, ni siquiera recuerdo que existiese el actual parking sobre el Molino de Aso. Desde allí, arrancaba la senda que, montaña arriba, entre bojes, pinos y caixigos, llevaba a Vió. Poca distancia, pero un desnivel considerable.

Como podéis suponer, me ofrecí a subir en brazos la descomunal sandía: apenas si podía abrazarla, y así tiré t'o tieso, como Sísifo cargando con su roca, o como el propio Atlas sosteniendo sobre sus hombros el Globo Terráqueo, sudando y jurando en  Arameo, sin dejar de reirme, por lo bajini, pensando que, en el caso nada improbable de que diese un traspiés, aquella cosa enorme y verde iba a salir rodando, rodando, por la pendiente, hasta romperse en mil pedazos al chocar contra alguna roca o algún tronco, sembrando sus pepitas por toda la Selva Belloso, que es el nombre del densísimo bosque que cubre aquella vertiente...


Pero todos los esfuerzos quedaron compensados y olvidados cuando coronamos la cuesta, y se abrió ante nosotros un panorama increíble: al Norte, el descomunal tajo del Cañón, entre el Mondoto y Sestrales -veíamos sobre nosotros su negro "Fleire", el monolito de roca que recuerda la figura de un monje- y, al fondo, las nieves aún presentes en Treserols. Girando nuestra vista hacia el Sur, allí estaban, en su altiplano, Vió y su vecina Buerba, dos pequeños grupos de casas de piedra y losa, pardas sobre los campos de hierba aún verde: más allá, en el descenso vertiginoso hacia el Yesa, cuyas aguas limpísimas saltan de poza en poza, de badina en badina, sobre sus rocas casi blancas, la peña aguda de Arán, marcando el camino hacia Moriello de Sanpietro, ya en tierras de Boltaña, que se ve allá al fondo, encaramado en su cresta... subiendo un poco, el Portillo de Las Valles, sobre las ruinas de Sampietro, con sus caídas casitas de hobbits, desde donde se abren tres opciones: al Este, pasando por la cumbre del Tozal de las Tres Huegas, hacia San Vicente y Labuerda, en el Cinca; al Sur, hacia Boltaña y las orillas del Ara; al Oeste, hacia Ascaso ya en los pies de Nabaín, cuyo lomo de gigante cierra el horizonte en esa dirección...

Descendimos hacia Vió; sus casas, la verdad, me impresionaron: todas -o casi todas- eran similares; casas-patio, cerradas con un muro, en el cual se abre una puerta, coronada con un tejadillo de losas a dos vertientes, que da paso a un espacio abierto, a donde dan, a lado y lado, las cuadras y establos y, al fondo, la vivienda, que, con sus paredes ennegrecidas y sus minúsculas ventanas, no se diferenciaban demasiado de las otras construcciones. Aquellos fueron, sin duda, los años más duros para la vida en nuestros pueblos de montaña: cuando en Boltaña empezaban a verse "Seiscientos" y televisores, y las chicas se atrevían a ponerse discretos bikinis para bañarse en la Gorga, llegabas a aquellas aldeas de hombres vestidos, invierno y verano, de negra pana, con abarcas sobre gruesos calcetines de lana blanca, todos con sus pequeñas boinas lustrosas y descoloridas por el sol, y las mujeres, de luto permanente, con delantales de cuadros hasta el suelo y un pañuelo cubriendo sus cabellos... no había luz eléctrica, aunque -y eso hacía su falta doblemente dolorosa-, sí habían tenido suministro años atrás, cuando en el Molino de Aso funcionaba una pequeña central hidroeléctrica, y los aisladores, ya sin hilos, decoraban, impotentes, las fachadas de las casas... agua corriente, si la había, venía de depósitos que a saber cómo se llenaban; no había más calefacción que el hogar bajo, ni más combustible que la leña; cualquier enfermedad suponía tener que llegar hasta las distantes carreteras, a lomos de caballerías, y, desde allí, bajar hasta el médico más cercano tendido sobre un colchón en la trasera de una furgoneta...  pregunté por el lavabo y, por supuesto, fui dirigido al corral de las gallinas... a nadie puede extrañar que, en esas condiciones, nuestras aldeas se despoblasen en muy pocos años; todo el que podía escapar, huyó, y aún es milagro que en alguna de ellas quedase alguna casa abierta. No fue, por desgracia, el caso de Vió...

La comida familiar fue lo que cabía esperar; larga, de múltiples platos, derroche de calorías, rematada por la fastuosa sandía y esas galletas ligeramente pasadas de fecha de caducidad que siempre se guardan para las visitas... me llamó la atención que la vajilla fuese de duralex, y la cubertería de acero inoxidable, con aquellos cuchillos "de sierra" que los barceloneses iban a comprar a Andorra: había parientes franceses, y la frontera está cerca... después de comer, tomando el café y alguna pequeña copita de coñac o anís, a alguien se le ocurrió decirme: "Antonio, toma las llaves de la Iglesia y vete a verla, te gustará..."

La iglesia de Vió se alza en una pequeña elevación del terreno, ya camino del Yesa; es pequeña, de dimensiones muy contenidas, con una torre que apenas supera la altura de la nave. Si no fuese por su ábside semicircular, nadie descubriría su origen románico, porque soy de la opinión de que, en nuestra arquitectura rural, el Románico aguantó plenamente actual hasta que llegaron la uralita y los bloques de cemento: abrí la puerta y, a la escasa luz que dejaban pasar su obertura y una pequeña ventana de medio punto, vi algo que aún ahora, al recordarlo, me pone el vello de punta...

El ábside estaba pintado de un color pastel, uniforme: no recuerdo si azul claro o rosa cerdito; lo rodeaba, también pintado, un cordón dorado, con nudos decorados con borlas... había entrado humedad por alguna gotera, haciendo saltar la pintura en algunos lugares. Y desde uno de esos desconchones, sobre mi cabeza, me contemplaban redondos, fijos, extrañamente vivos... los ojos de un Pantocrátor.

Apenas si se veía nada más que la cabeza: me llamó la atención que no recordase demasiado a los que yo conocía, de rasgos alargados y angulosos; éste era un Pantocrátor más redondito, de aspecto posiblemente más jovial, más humano, lejos de la exagerada majestad de sus colegas.. ¿una obra de transición...? en cualquier caso, un Pantocrátor románico, visiblemente en buen estado, y no era descabellado suponer que la capa de pintura hubiese ayudado a conservar razonablemente bien el resto de la decoración. Pero la misma humedad que le había permitido salir de su escondite podía, en poco tiempo, perjudicarlo gravemente. Además, la iglesia, con sus casi nulas medidas de seguridad, tampoco ofrecía las suficientes garantías ante un visitante rapaz o, simplemente, borde y vandálico... se imponía actuar.

Volví, corriendo, a la casa, y les informé de mi descubrimiento. Como sospechaba, el desconchón era reciente, y nadie se había percatado de las pinturas... les recomendé que hablasen urgentemente con el cura -que pasaba por allí, como mucho, una vez al año-, para que lo pusiese en conocimiento del Obispado. Poco tiempo después, me llegaron noticias de que, tal y como esperaba, habían tomado cartas en el asunto. Respiré, aliviado; la responsabilidad sobre aquella obra de arte ya estada adecuadamente compartida...


Y ese fue mi primer y único  contacto, hata el momento, con "mi" Pantocrátor: He visitado en dos ocasiones la Catedral y el Museo de Barbastro, pero en ninguna de ellas lo he podido volver a ver: en la primera, nos acompañaba el Canónigo responsable del tema -me dijeron, por cierto, que era tío del Presidente de Aragón, Marcelino Iglesias-, un señor muy amable, pero me informó de que el Pantocrátor decoraba la capilla privada del Obispo, y que no eran horas -era una visita nocturna- de irlo a molestar en sus aposentos; en la segunda, esta Semana Santa, no pude entrar en la Catedral -que es donde ahora se encuentra- , porque estaba cerrada para preparar no sé qué acto... confío en encontrar otra ocasión y, así, poderlo ver.


Tampoco he vuelto a entrar en la Iglesia de Vió. ¿Para qué..? Sin su Pantocrátor, sin su mirada, ahí, en lo alto, el lugar debe haber perdido todo su encanto, aquel hechizo que me cautivó, que me hizo estar tanto tiempo allí, en silencio, mirándolo...  , Comprendo que esas obras de arte deben conservarse en lugares que ofrezcan las máximas garantías, pero disponemos de medios más que suficientes para colocar, en su lugar originario, réplicas que nos hagan sentir de nuevo la emoción de descubrirlas en el espacio para el que fueron creadas... Sin olvidar el pequeño detalle, que también señala Gonzalo, de que esas obras no fueron pagadas por la Iglesia, así, en abstracto, sino por hombre y mujeres muy concretos, los feligreses de entonces, que debían destinar parte de sus magros recursos para, como en éstos casos, mantener y pagar a los maestros pintores que decoraban sus iglesias... me imagino al lombardo, a mesa y cuchillo, alojado en la mejor alcoba de la casa, y la pintura, que se eternizaba, como las de Antonio López... "Maese, ¿va para largo lo del santo...?" "Certamente, no, bella signora, si me dan uni quanti soldi para comprare pintura, in due o tre mesi la cosa estará, no digo finita, pero... ¿puedo ponerme un poco piu de questa cosa tanto buona, torteta, dici que si llama...?" "E la vostra figlia, bella ragazza, ¿pode far de modello per una giovane cortisana tentando un santo varone, que voglio pintare qui, al lado del confesonario, perque la genti vaya entrando en materia...?" Creo que sus descendientes se han ganado a pulso poderlas volver a contemplar, y si para también algún turista a verlas y deja algunos eurillos, bienvenidos serán...


P.S. Me informa Ánchel Belmonte de que en Vió hay una réplica... lo ignoraba, y me alegro mucho: ya tengo una excusa para volver a verlo allí...





No hay comentarios:

Publicar un comentario