viernes, 17 de junio de 2016

Perturbaciones inquietantes en mi ecosistema barcelonés...

Todos tenemos un ecosistema propio, los lugares y los ambientes en que te mueves con facilidad, donde -más o menos- encuentras todo lo necesario para tu vida cotidiana, e incluso dentro del cual puedes jugar un papel, positivo o negativo, eso puede depender de las opiniones... yo, afortunado, tengo dos ecosistemas, en mis dos áreas de campeo: la boltañesa y la barcelonesa. Y, como la mayoría de los seres vivos -con la salvedad de organismos sumamente adaptables; ratas, gaviotas...- soy muy sensible a sus cambios...




La calle Marià Cubí -Mariano, para los amigos- es una típica calle del Baix Sant Gervasi: estrecha, de aceras sumamente reducidas; un coche pasa holgado, pero las furgonetas tienen que hacer maniobras para entrar o salir por sus calles laterales; todavía queda alguna casita de dos alturas, con jardín posterior, y a través de las ventanas de los pisos bajos pueden verse árboles que estiran el cuello, como jirafas vegetales, buscando el sol; pero predominan ya los edificios años sesenta y setenta  -"del pasado Siglo", hay que añadir-, con comercios en sus bajos, vestíbulos de cierto empaque, y condensadores de aire acondicionado goteando durante el verano. La pueblan señoras arregladitas con perrito, abuelos con niños de vacaciones, algún cuidador andino con anciano trajeado y de mirada extraviada, e incluso jóvenes mamás de culito prieto bajo las mallas y sobre las adidas. Un lugar agradable.

En los escasos doscientos metros que transcurren entre Balmes y Aribau, a menos de cien metros de mi casa, se concentra una parte importante de mi ecosistema barcelonés: en él resuelvo muchas de mis necesidades materiales; tengo allí mi supermercado Consum, una panadería con un pan candeal muy bueno, mi tienda de zapatillas deportivas, mi ferretería, el estanco donde -ludópata sumamente moderado- echo mis Primitivas y Euromillones, y mi frutero coreano, donde cada vez encuentro más productos orientales. Durante mucho tiempo podía satisfacer también necesidades espirituales, porque una pareja de señoras cultísimas y amables, cuyos consejos seguía a rajatabla, regentaban una magnífica librería, pero les llegó la edad de la jubilación, y no hubo continuidad... ¡pena...! Llevo viviendo en el barrio más de veintiocho años, y ya me he adaptado plenamente, muy burro sería si no lo hubiese hecho; a escasos metros tengo también mi otro frutero -peruano, pero que también ha vivido en Corea- mi gimnasio de Tai-Chi -propietario y Maestro coreano- y mi sastrería, imprescindible porque en ella encuentro, como dice su dueño, -que ni es coreano, ni ha vivido en Corea, que yo sepa- "tallas de hombre". Fuera de aquí, sólo necesito El Corte Inglés...

Cruzando Aribau, Marià Cubí adquiere un cierto tono golfo; en pocos metros encuentras varias barras americanas, esos bares de luces rojas, ya me entendéis... los profesores de Estructura Económica explicábamos a nuestros alumnos el concepto de "Cluster", agrupación de empresas similares en un espacio común, y las ventajas que de ello se derivaban; proximidad para los clientes, que favorecía la competencia entre ellas, existencia en la zona de mano de obra adiestrada, difusión rápida de las innovaciones... parece que todo eso funciona también en el campo de las barras americanas. Alguna de ellas precisa en su puerta características interesantes: "Topless"... Cuando nuestro hijo Víctor tendría unos diez u once años, preguntó a su madre qué quería decir "topless", sin duda lo había leído en la puerta de un bar: siempre hemos sido partidarios de explicar sin mentiras innecesarias las cosas de la vida: "Un bar donde las camareras llevan sólo la parte de abajo del bikini", le explicó Blanca, sin darle demasiada importancia. Tras una breve reflexión, concluyó Víctor: "Serán más caros..."

Justamente entre las barras americanas tenía yo mi Restaurante Chino; "La Gran Muralla": No era mi primer Chino, ni siquiera mi primer Chino en Barcelona, pero ha sido, sin lugar a dudas, el que más he frecuentado. Y cuando digo frecuentado es porque, durante muchos años, cenamos allí casi cada sábado, con Laura, mi primera mujer y mis amigos Xell y Miguel. Partidario acérrimo del "¿Funciona...? ¡¡No lo toques!!", ocho de cada diez veces pedí el mismo menú: un 101, de la carta de especialidades -Chau Chau Chow Mien, unos fideos salteados espectaculares- y la Ternera Especial, sobre su plancha rusiente en forma de vaquita, con sus cebollitas y su densa salsa dulzona... Y, por supuesto, remataba todo lo que mis parcos acompañantes dejaban en sus bandejas. En la Gran Muralla todo estaba rico, riquísimo.

El propietario era un chino un poco mayor que yo, alto, elegante -"¡Y guapo!", añadían nuestras mujeres-: cuando decidimos que ya era hora de establecer entre nosotros una cierta relación, nos pidió que le llamásemos "Pepe"; su nombre, nos dijo, quería decir algo así como "Diez Mil Kilómetros", y no le parecía adecuado para la vida social. Procedía de una familia rica, feligreses de un misionero católico que, cuando ganó Mao Zedong -que entonces, aquí, era Tse Tung- los convenció, a ellos y a otros, para venirse a Barcelona y abrir restaurantes: una noche estaba toda la familia cenando con el misionero, y me lo presentaron; quedé asombrado cuando vi que tenía mucha más cara de chino que ellos... lector desde pequeñito de las novelas de Pearl S. Buck, que tanto le gustan a mi madre, me sentía a mis anchas en aquel ambiente.

Pepe se subía por las paredes cuando se enteró de que yo era del PSUC... "¡Los comunistas nos quitaron todos los campos de melocotones que teníamos...!" "¡Tranqui, tío, a mí, que me registren, yo soy Eurocomunista, los maoistas son los del PTE...!" le contestaba yo... años después, en plena época de reconversión al sistema capitalista, me contó que había viajado a China: las autoridades les iban a devolver sus melocotoneros... ¡¡Tiembla, Calanda...!! "¡Para que te vayas quejando de los comunistas...!" fue mi respuesta.

Cuando conocí a Pepe estaba casado con una chica gallega, guapísima: nos divorciamos los dos más o menos por las mismas fechas; después, ambos pudimos rehacer nuestras vidas... Pepe me decía: "Pero tú encontraste a Blanca enseguida, a mí me costó mucho más... en el restaurante se liga mucho, mucho, no te lo puedes ni imaginar, pero yo nunca he querido... luego la cosa no sale bien, y es una clienta que pierdes...". La fusión entre la profunda sabiduría confuciana y el espíritu comercial barcelonés hacen auténticas maravillas.

Luego fuimos espaciando nuestras visitas; murió mi amigo Miguel, nada volvió a ser igual... pero, de vez en cuando, aún íbamos Blanca, Xell y yo, nos encantaba comer allí, veíamos que siempre estaba lleno -cuando ves eso en el restaurante de un amigo, te alegras-, pero Pepe nos hacía enseguida un hueco... me gustaba saber que allí seguían Pepe, mi 101 y mi Ternera Especial.

Ayer confirmé lo que sospechaba, al ver las persianas bajadas a horas en que ya deberían estar levantadas; La Gran Muralla ha cerrado... bien mirado, Pepe, ya tienes edad más que suficiente para estar jubilado, como yo, pero no ha dejado de dolerme, lo he vivido como una pequeña traición, deberías haberlo traspasado, no sé, cederle a alguien las recetas del 101 y la Ternera Especial... pero ahora Barcelona está llena de chinos, aunque muchos de ellos monten falsos restaurantes japoneses, que están más de moda -yo, lo confieso, también llevo años poniéndote los cuernos con los japoneses...-Ahora, la sala decorada con Budas y  Dragones Dorados está en obras, patas arriba; sentimental que es uno, revolví un poco en el saco de cascotes que veis ante la puerta, intentando encontrar, en vano, algún recuerdo que llevarme... nada, no había más que fragmentos de ladrillo, y una especie de cañizo, la verdad, muy poco chino; nada rojo, nada de purpurina, ningún farolillo, ningún mantel individual con grullas varias...  tampoco era estrictamente necesario; no me será fácil olvidad La Gran Muralla, sería como empezar a olvidad algo de lo que fui...




No hay comentarios:

Publicar un comentario