jueves, 19 de noviembre de 2015

Mi 20-N, hace ya 40 años...

Cuarenta años ya, cuantos recuerdos... mi 20-N, los días anteriores, y los posteriores...



"Ab Hispanorum Duce Restaurata"...


El 20 de Noviembre de 1975 moría Franco, si no en su cama, si en una cama de hospital, pero cama al fin y al cabo, siendo aún Jefe del Estado... escapaba así al destino de sus colegas, dictadores fascistas o populistas de derechas de los tumultuosos años Treinta del Siglo pasado, que acabaron todos mal, francamente mal, con la posible excepción de su más cercano amigo, Salazar, que aunque murió depuesto ya del cargo, al parecer no llegó a enterarse... cuántas veces se habrá repetido aquello de que "el Dictador murió en la cama", para explicar las peculiaridades de nuestra Transición, y es bien cierto que el Invicto Caudillo murió así, invicto, si nos olvidamos de la última jugada que, ya en su lecho de muerte, le hizo Hassan Segundo; pero no es menos cierto que, al contrario que El Cid, después de muerto ya no volvió a ganar ninguna batalla, y a los que afirmen que Franco aún no ha muerto, sólo les pido que piensen, por un momento, lo que le parecería la realidad española actual si la pudiese ver por un agujerito.

Ya os he explicado que, aquel 20 de Noviembre, yo ya era funcionario, aunque interino, en la Administración del Estado; Estado franquista, por supuesto, porque no había otro: puedo decir que, a mí, Franco me dejó ya colocado y con la vida resuelta, y eso propició que viviese aquellos momentos en un peculiar estado de ánimo, donde se mezclaban la excitación generacional, ante un acontecimiento que sin duda iba a remover hasta sus cimientos la sociedad en la que llevaba viviendo ya ventiséis años largos, la esperanza política -en la medida en que había ido asumiendo posiciones cada vez más críticas hacia el Régimen, proceso al que mis improbables biógrafos sin duda ofrecerían todo tipo de matizaciones- y una cierta intranquilidad a nivel estrictamente personal, al pensar en qué pararía todo aquello.

Para ser veraces, me había preocupado mucho más año y medio atrás, cuando Franco enfermó, oficialmente, por primera vez; estaba yo cumpliendo mi servicio militar cuando, a primeros de Julio de 1974, Franco tuvo que ser ingresado a causa de una flebitis y -cosa inconcebible- delegó la Jefatura del Estado, temporalmente, en el entonces Príncipe Juan Carlos. Tras prácticamente agotar las prórrogas por estudios -y después de mi fracasado intento de llegar a Alférez de Complemento por mi manifiesta incapacidad para trepar una cuerda, disciplina en la cual ignoro si destacaron Napoleón, Alejandro Magno, Julio César...-, había elegido yo para entrar en el Ejército la primera quincena de Enero de  1974, ignorando -por supuesto- que, pocos días antes de mi incorporación, ETA iba a asesinar al Presidente del Gobierno, Carrero Blanco, lanzando el ladrillazo que alteró definitivamente, ya sin remedio, las turbias pero relativamente tranquilas aguas del prepostfranquismo, en acertadísimo término que tomo prestado a mi admirado Eduardo Mendoza. Otro día me gustaría contar mis experiencias en la Vida Militar que, en el fondo, fueron una aceptable preparación para lo que ha sido mi actividad profesional posterior, ya que, tras la preceptiva estancia en un Centro de Instrucción de Reclutas, fui destinado a una unidad administrativa, en Zaragoza,  donde, a todos los efectos- salvo en el sueldo, claro, y en tener que ponerme el uniforme de 8 a 15- trabajaba como funcionario.

Y allí, justamente, Cabo Auxiliar de Perforista, en los primeros balbuceos de la Informática, me sorprendió la brutal noticia; el Caudillo estaba malito, salía en las fotos y en la tele en bata y zapatillas, y el Ejército se acuartelaba, para responder así a cualquier amenaza que pudiese provenir del Enemigo. La primera consecuencia práctica era que se anulaban los pases que me permitían vivir cómodamente en un pisito y trabajar por las tardes en el Centro Nacional de Educación Cooperativa, y pasé a compartir unas cutres literas en un sótano húmedo -todo lo húmedo que puede estar algo, en Julio, en Zaragoza-, con veinte compañeros tan funcionarizados como yo.

Y, además, con serias responsabilidades militares; porque a las dos de la tarde, el Coronel se fue a su casa; a las dos y cuarto le siguieron los dos Comandantes y un Capitán, y a las dos y media. los dos Tenientes y el Sargento... al marcharse y ceder el mando de la unidad, hasta el día siguiente, al Cabo Revilla, uno de los tenientes me dijo, ya saliendo por la puerta:

"¡Y acuérdate de bajar las persianas!"

"¿Por qué, mi Teniente?"

"¡Coño, Antonio, por si tiran una bomba!"

Justo es reconocer que dicha oportunidad me permitió realizar mi más meritorio hecho de armas; arrebatar el fusil, cargado y acerrojado, con el que un compañero amenazaba de muerte a un albañil agregado de otra unidad, con el que compartía habitación, si no se cambiaba de calcetines; diré en descargo del compañero -al que yo apreciaba especialmente, porque era la única persona que conocía que usaba una gorra de un número mayor que el mío- que, tras ver el estado de los mencionados calcetines y valorar el hedor que desprendían, fui yo quien repitió la amenaza  en parecidos términos.

Y así estuvimos varios días hasta que, milagrosamente, el Caudillo se recuperó, recuperó también el Timón del Estado -con serio cabreo, al parecer, del Príncipe, que opinaba, y no sin motivo, que todo aquello no era serio- y se levantó nuestro acuartelamiento... y pude ser testigo directo de la sana alegría del Pueblo Español... "!Viva Franco!", "!Viva Franco -gritaban mis compañeros-, si ha aguantado hasta ahora, ese cabrón, qué más le da vivir seis meses más, hasta que estemos licenciados...!"

Un poco más vivió, pero, ya a mediados de Octubre de 1975, las noticias sobre lo que en principio no pasaba de un resfriado, se fueron haciendo más realistas: el viejo Dictador se moría, y los partes médicos del Equipo Habitual -del que actuaba, como auténtico comisario político, su yerno, el Marqués de Villaverde- popularizaba términos como "ascitis" y, sobre todo, "heces en melenas" que hablaban por sí solos de la gravedad de la situación.

¿Y cómo lo vivía la gente, a pie de calle...? Dentro de sus casas, la risa iría por barrios, desde los que afirmaron que preparaban ya el cava en la nevera -entonces aún lo llamábamos "Champán"- hasta los cada vez menos leales -menos en número, y menos en lealtad- que lo sentirían con mayor o menor intensidad, pero no se veían muestras exteriores, ni en un sentido, ni en otro; cierto es que las fuerzas políticas de la Oposición habían lanzado la consigna de evitar cualquier tipo de provocación, pero quizás no hacía falta; todo el mundo parecía contener la respiración, que pasase lo que tenía que pasar, y ya veríamos qué venía luego... hacía años que corría un chiste que resumía bien esa actitud:

"Papá- preguntaba un niño-, el día en que se muera Franco no habrá "cole", ¿verdad?"
"No, hijo mío...?"
"¿Y el día en que coronen al Rey...?"
"Tampoco..."
"¿Y el día en que echen al Rey y se proclame la República...?"
"Tampoco..."
"¡Jó -exclamaba el niño, alborozado- qué semanita...!"

Profetas, que éramos unos profetas...

En la Delegación Sindical Comarcal de Cornellà, ni funcionarios -oficialmente franquistas- ni representantes sindicales -oficiosamente de Comisiones Obreras y, por lo tanto, Comunistas- mencionábamos abiertamente el tema... las conversaciones eran crípticas... "Ya ves cómo está el asunto..." "Yo creo que de ésta..." "A ver luego..."Había en aquellos momentos algunos conflictos laborales muy serios, y ese panorama inmediato situaba "lo otro" en un plano relativamente secundario, aunque todos éramos conscientes de que gravitaba, y de qué manera, sobre nosotros... también aquí, en pocos meses, las posiciones de unos y otros podían cambiar radicalmente; todos lo sabíamos, pero cada uno se guardaba sus cartas, mirando de reojo.

En mi familia, el más afectado, como cabía esperar, era mi padre: soldado de Franco en la Guerra, falangista después, no era especialmente franquista: casi ningún falangista lo era; le reprochaban a Franco tanto sus escasos esfuerzos por evitar la ejecución de José Antonio -y, en éste caso sin discusión posible, haber condenado a muerte -aunque no ejecutado- a Manuel Hedilla, sucesor de José Antonio en la Jefatura  Nacional de la Falange- como la traición a sus vagos planteamientos revolucionarios, sustituidos por un régimen conservador, clerical y, a última hora, monárquico... hablando con mi padre -y yo lo hacía con frecuencia-, solía ser muy crítico con Franco; pero al final de sus días -de los de Franco, y de los suyos; le sobrevivió sólo dieciocho meses- a sus múltiples frustraciones personales se añadía un sentimiento de hundimiento generacional, de fracaso histórico... era consciente de que, como decía Simón Bolívar en su lecho de muerte, como posiblemente pensaba también Franco -como seguramente hubiese pensado de poder ver el Futuro... - había arado el mar.

Tampoco los demás se lo poníamos fácil; recuerdo al "rojo" oficial de la familia, mi hermano Ricardo, enviándole recados desde Zaragoza... "¡Decidle a Papá que la tía del arpa ya está en Prado del Rey...!" En las duras horas posteriores al atentado de Carrero, los espacios informativos de TVE eran cortados constantemente por unos "Minutos musicales", en los cuales una dama vestida de negro tocaba al arpa melodías convenientemente melancólicas... luego se vería que, tras la muerte de Franco, las reacciones de la Televisión oficial -que ya dirigía un poco conocido entonces Adolfo Suárez- no fueron, ni con mucho, tan solemnes y graves... puedo afirmar que se unieron al profundo suspiro general; la pesadilla de la larga agonía que nos había situado a todos en una especie de limbo, de espacio suspendido en el tiempo, había acabado; era cuestión de pasar página -"pantalla", se dice ahora- y esperar los nuevos acontecimientos.

Se acercaba el final, y la atención se centraba en ver si se cumplía una curiosa profecía numerológica -pitagorismo barato, kábala de charla de amigos tomándose el cortado- que andaba de boca en boca, escribiéndose en las servilletas de los bares: si sumabas la fecha del inicio de la rebelión de Franco -18-7-36- y del final de la guerra civil -1-4-39, el resultado era un ominoso 19-11-75... llegó y paso la fecha, amaneció el 20 de Noviembre, y ya a muy primeras horas de la mañana las radios avanzaron la noticia que luego un sollozante Carlos Arias, insospechado Presidente del Gobierno, inmortalizaría en uno de los videos más repetidos de la Pretransición: casi con las mismas palabras -"¡Franco ha muerto!"- me lo anunció mi padre, cuando me levanté a hacer pipí; "¡Vale!", fue mi fría respuesta, yendo yo a lo mío... ni enarbolé banderas, ni descorché botellas: simplemente, hice pipí.

El 20 de Noviembre no era una fecha inocente: había sido, durante todo el Franquismo, el Día de los Caídos, aniversario del fusilamiento de José Antonio; muchos sabíamos también que el mismo 20 de Noviembre de 1936 moría, con pocas horas de diferencia ,Buenaventura Durruti, el líder anarquista, víctima en éste caso, al parecer, de la imprudencia de un compañero... no faltaron las sospechas de que se había dilatado la desconexión de Franco para hacer coincidir la fecha de su muerte no con la de Durruti, por supuesto, sino con la de José Antonio, concluyendo así una triple vampirización; no sólo le había arrebatado el Partido por él fundado; ahora se quedaba con la fecha y, días después, al ser enterrado a su lado, en el Valle de los Caídos, lo transformaba en segundón y realquilado en su última morada... de acuerdo en que, al parecer, no se tragaban, pero quizás llevó demasiado al extremo las cosas.

A los dos días se abrió la capilla ardiente, ante la cual desfilaron miles y miles de personas... hay quien dice que muchos iban allí para comprobar que estaba realmente muerto, pero no cabe duda de que el Franquismo había arrastrado, a lo largo de años y años, a una parte significativa de la sociedad española, y muchos de aquellos franquistas sociológicos -por lealtad, por curiosidad, por lo que fuese...- aprovecharon para rendirle un último tributo: se sabe que entre ellos estaba un ciudadano que, años después, seria Conseller mío en la Generalitat de Catalunya, y que ahora, según me dicen, anda bastante indepe, o, por lo menos, andaba así hasta hace dos semanas... y no seré yo quien se lo reproche -como no se lo reprocho a ninguno de mis muchísimos familiares y amigos indepes, ¡faltaría más! -porque el caballero en cuestión es un simpático cachondo, con el que pasé muy buenos ratos...Y bien puede hablarse de último tributo, porque el posterior entierro fue más bien de trámite; baste con compararlo con el solemne de Carrero Blanco, el féretro en un armón de artillería tirado por caballos; a Franco lo plantaron encima de un todoterreno Pegaso, lo despidió una escasísima delegación extranjera,  donde destacaba por su estatura y su capa de Superhéroe el Supervillano Pinochet -al que aún no había considerado menos lesivo para los Derechos Humanos que Chávez o Maduro un incomprensible Felipe González-y le pusieron encima, lo más rápidamente posible, mil quinientos kilos de granito. Y allí acabó Franco, y no se han vuelto a acordar de él más que un cada año más menguado grupito de incondicionales, fieles remedos del Martínez el Facha tan acertadamente retratado en las historietas de El Jueves. Y los demás, para llamarnos los unos a los otros "¡Franquista!" a las primeras de cambio.

Sobre el Valle de los Caídos tengo sentimientos encontrados: en la época del Tripartit, cuando prestaba mis servicios en el Departament competente en materia de Memoria Histórica, me enseñaron varias propuestas normativas sobre el destino a dar al monumento, que incluían la exhumación de los restos de Franco y José Antonio y su entrega a sus familiares... como fiel funcionario, expresé lealmente mis opiniones, no demasiado partidarias del trasiego funerario... la cosa quedó ahí, aunque es tema recurrente; tiempo después, en un viaje a Madrid con mi entonces Directora General, cogimos un taxi cuya conductora, una agradable señora de mediana edad. al oír a mi jefa hablándome en Catalán, preguntó:

"¿Son ustedes funcionarios de la Generalitat?"
"Pues si, señora, efectivamente"
"¿Y en qué Departament están...?"
"En el de Joan Saura"
"¡Ah, qué bien, Saura me gusta mucho...! pero lo que no entiendo es eso de que quiera cambiar de sitio El Escorial..."

Intentamos sacarla de su error; no era El Escorial, ni pretendía exactamente cambiarlo de sitio... creo que la dejamos medio convencida, pero nos estuvimos riendo un buen rato de la ocurrencia... me temo que no tendríamos presupuesto para cambiar de sitio El Escorial ni, por supuesto, el Valle de los Caídos, aunque cosas más gordas se han visto.


Pero antes, el 22 de Noviembre, se había producido, en el Palacio del Congreso, sede entonces de las Cortes Españolas, la ceremonia de proclamación de Juan Carlos Primero, ceremonia en la cual, por imperativo legal, tuvo que jurar los textos legales vigentes en el momento... todos esperábamos sus primeras palabras como una pista sobre con qué intenciones venía el nuevo Monarca que, por la cuenta que le traía, se había tirado años y años en un mutismo total y, literalmente, pasando por tonto... en la Delegación de Cornellà solo había un televisor, en la habitación del vigilante nocturno, un antiguo representante sindical desfigurado por un accidente laboral; allí nos apiñamos la mayoría de los funcionarios de la casa, y se nos añadieron, a última hora, dos inspectores de la "social", afirmando que no tenían radio en el coche; supongo que, aquel día, les hacía falta compañía humana.

Escuchamos en religioso silencio las palabras del nuevo Monarca: cesaron sus palabras y los aplausos, y seguimos en silencio, digiriendo las nuevas ideas lanzadas en el discurso... y fue el vigilante quien rompió el fuego, resumiendo las palabras de Juan Carlos:

"O sea, que ha venido a decir que vamos a ser como un país europeo... ¿No es verdad?"

"Pues si, eso ha venido a decir..." contestamos.

"O sea, que vamos a ser un país normal..."

"Eso es", respondimos...

"¡Pues, ea, ya no me escondo más...!", exclamó y, echando mano debajo de su cama, sacó un considerable fajo de revistas pornográficas, que procedió a repartir entre la concurrencia.

Y así cerramos, mis compañeros y yo, aquella fecha histórica; discutiendo sobre dimensiones inverosímiles y posiciones en abierto desafío no ya a los Principios Fundamentales del Movimiento y la Ley Orgánica del Estado, sino a la mismísima Ley de la Gravedad, por no hablar de la Ley de la Impenetrabilidad de los Cuerpos.






















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