jueves, 5 de noviembre de 2015

Paseando por Barcelona: Passeig de Pau Casals

Retomo una serie que inicié en Facebook; si tengo tiempo -no os riáis, los jubilados también nos estresamos- los iré colgando aquí...






El Passeig de Pau Casals cierra por el Oeste el barrio en que vivo; es corto -le echo unos trescientos metros, a todo tirar-, lo sombrean unos hermosos pinos, casi romanos en su empaque, y va del Turó Park -oficialmente, creo, "Jardins del Poeta Eduardo Marquina"- a la plaza hoy de Francesc Macià, y en mi infancia y juventud, de Calvo Sotelo; pero esa es ya otra historia.

También durante mi infancia y juventud -por mal nombre, el Franquismo o, mejor aún, el Meso y Tardofranquismo-, el Paseo llevó el nombre del General Goded: auténtico Record Guinnes de la mala suerte golpista, consiguió sublevarse con éxito en Mallorca el 18 de Julio, tomar un hidroavión, sublevarse de nuevo en Barcelona, el día 19,  fracasar en este intento, y ser fusilado a primeros de Agosto en el Castillo de Montjuic, siendo President de la Generalitat Lluís Companys, que, dos años antes, también se había sublevado contra la misma República, y que, a su vez, sería fusilado por los nuevos golpistas, en el mismo lugar, pocos años después: y luego dirán que eso del Karma son chorradas... Ahora lleva el mucho más pacífico nombre de Pau Casals, quien, junto a sus indudables méritos musicales y su inequívoco compromiso cívico, consiguió demostrar la falta de fundamento de las derrotistas consideraciones de otro chelista, mi querido Leonard Hosftadter , ("¿Cómo vas a ligar con las chicas, tocando un instrumento que suena como un moscardón...?") casándose en su exilio con una portorriqueña joven y guapa. Hoy Casals sería multimillonario, sólo con los derechos de autor de su "Cant dels Ocells", tan inevitable en todos los tanatorios como lo es su canción hermana, "Los Pajaritos", en los hoteles del Imserso.





El Passeig de Pau Casals tiene, en su corto recorrido, todo lo que puedes necesitar en la vida, siempre que lo que necesites sea auténtico caviar, relojes de lujo y ropa cara, carísima, de esa que me gusta a mí y que, en mis momentos de euforia económica, podía comprarme a razón de una o dos piezas en cada periodo de rebajas, aprovechando, a ser posible, las segundas rebajas... en el escaparate de la tienda de caviar, púdicamente, no hay precios; entre botellas de Roederer Cristal, busco con la mirada en Caviar del Cinca, ahora que los altoaragoneses - o medioaltoaragoneses- podemos comer caviar de "kilómetro cero"; un día me pondré estupendo y entraré a pedirlo... "¿Tienen, por ventura, Caviar de O Grau...?... no?.. Iraní?... Ruso? ¡no, gracias, o de O Grau, cincuenta vueltas...!" Luego, para que se recuperen del shock, igual les compro una cucharilla de nácar, que creo que a eso si me llegaría el presupuesto, aunque quizás me llevo una sorpresa, y la usaré para comerme los balines teñidos de negro que venden en los supermercados... En las tiendas de ropa cara, un cárdigan de jubilado -uniforme oficial- se te pone en doscientos euros como si nada. De los Rolex, mejor no hablamos... como no hay ningún chino, poco gasto hago en Pau Casals.



Los alrededores reúnen -o reunían- a lo mejor de la alta burguesía barcelonesa: en un lateral del Turó Park vivió muchos años Joan Antoni Samaranch, al que tuve el gusto de tratar brevemente cuando le organicé el equipo de interventores en las últimas elecciones a Procurador en Cortes, y aún se llamaba Juan Antonio: seleccioné a un grupo de alumnas de último curso de Magisterio, y eran tantas y tan guapas que incurrí en el clásico error de la leona cuando acomete un rebaño de cebras y se lía con tanta raya; intenté ligar con varias de ellas, dispersé los esfuerzos, no me focalicé, y acabé a bolos.

También muy cerca de allí vivía un conocido mío: alférez provisional durante la Guerra -cosa que abría muchas puertas aún en tiempos tardíos-, había amasado una pequeña fortuna como promotor de urbanizaciones, aprovechando sus indudables dotes de encantador de serpientes: vestía siempre a la última, lucía un admirable bronceado de terraza de Club Náutico, y conducía un Ford Mustang color chocolate que me hacía babear de sana envidia... su abrupto declive llegó con las primeras Elecciones Municipales de la Democracia, cuando a los funcionarios con los que estaba conchabado -y que le habían permitido urbanizar y, cosa más increíble aún, vender, parcelas a donde había que entrar encordado y con piolet- se les arrugó el ombligo, creyendo, en su santa inocencia, que en el nuevo Régimen ya no serían posibles semejantes mamandurrias...¡Si hubiesen sabido que sólo supondría un sobrecoste del 3%...!A su ruina económica se unió una tragedia familiar, al fallecer su esposa que, antecesora de los filtros de Instagram, había ejercido el arte de iluminadora de fotografías en blanco y negro; por desgracia para ella, el contacto con los pigmentos altamente cancerígenos de las pinturas que empleaba le originaron un muy poco frecuente tumor maligno de vejiga.

Viudo y en la miseria -relativa, le quedaba el Mustang-, la Fortuna vino en su auxilio: había tenido una relación extramatrimonial, cosa nada recomendable, con carácter general, pero providencial en su caso: como el caballero que era, le había puesto a su amada no un piso, sino un negocio, una franquicia de unos productos de belleza. La dama en cuestión, aún perdidamente enamorada de él, vendió el próspero negocio, y se escaparon juntos a una ciudad del Sur, donde abrieron un gimnasio, lejos de una Barcelona tan llena de recuerdos... y de parcelistas airados. Y allí supongo que acabó plácidamente sus días, o por lo menos así  se lo deseo, porque, por desgracia, perdimos el contacto.

También tuve en General Goded -ahora Pau Casals- una de mis primeras experiencias laborales, y no de las más gloriosas, ciertamente: cursando Tercero de Derecho, carrera que creía que ejercería o, por lo menos, acabaría, y estando en apremiante necesidad de dinero, acepté la propuesta que no recuerdo quien me hizo -no soy rencoroso- y entré como pasante en el bufete de un abogado, en uno de los primeros números del Paseo: nunca olvidaré su recepción: alto, elegante, en un despacho digno de un ministro -o un obispo, que viene a ser lo mismo-, presidido por una lámpara de sobremesa en forma de ciervo de plata a escala 1:1, se levantó como un rayo, vino hacia mí y -os lo juro- me dio un abrazo y poco faltó también para un beso en la boca... "¡Bienvenido, Antonio -fueron, más o menos sus palabras- no vas a ser para mí un empleado; vas a ser un compañero joven, y a mi lado aprenderás todo lo que sé... no te voy a ofender fijándote un sueldo -"¡Oféndeme, oféndeme, por tus muertos...!" rogaba yo por lo bajini...-; iremos a medias en todos los casos que llevemos juntos..."

No me hizo falta mucho tiempo para descubrir que mi amable patrón no era, por decirlo suavemente, una gloria del Foro, y que su única fuente de ingresos era la administración del ingente patrimonio inmobiliario de una tía rica, en cuyos beneficios, por supuesto, yo no tenía participación, aunque si en los trabajos que se derivaban de él... llevar juntos llevamos, que yo recuerde -y parcialmente, porque nunca pasamos de las provisiones de fondos- una separación matrimonial, donde representábamos a la esposa, que estaba hasta las narices de que sus hijos llegasen a casa diciendo: "¡Hemos estado merendando con Papá y la novia de Papá...!", y un turbio pleito entre el propietario de un bar y un repartidor de bebidas gaseosas, que lo denunciaba alegando que aprovechaba el rato que él pasaba acodado en la barra, cortejando a una camarera, para robarle del camión cajas de trinaranjus o mirindas, ya no recuerdo bien...

La paja que rompió la espalda del camello -¡Qué bella metáfora beduina!- llegó el día en que me encargó redactar una carta pidiendo a los inquilinos de un edificio que no tirasen porquerías por la ventana del patio interior; cuando culminé la tarea -es decir, tres minutos después- la leyó con atención y me dijo: "Perfecto: haz ahora veinte ejemplares iguales, todos originales, nada de copias... sabemos quién es, la guarra del tercero segunda, ha llegado a tirar hasta condones... pero conviene que cada uno crea que va dirigida especialmente a él..." os recuerdo que en aquella época escribíamos a máquina, y no había impresoras... Aquel mes había cobrado seiscientas pesetas, que, ya entonces, eran una mierda... pretexté uno de mis frecuentes y reales ataques de anginas, me fui a casa, y, pocos días después, presenté mi renuncia, alegando que me había salido otra cosa, lo cual, afortunadamente, era cierto... eso si, quedamos muy amigos y, por supuesto, no lo volví a ver nunca más.

Acaba el Paseo en la Plaça Francesc Maciá; en su rotonda interior, inaccesible, hay un bello espacio ajardinado que he pisado una única vez, para solidarizarme con los jóvenes allí acampados, en los tiempos felices en que  la gente de mi ciudad se manifestaba por causas que yo compartía... el resto de la plaza no tiene demasiado interés, ni ha sido muy favorecida por el comercio: cuento un estanco, una tienda de audífonos, una óptica, una farmacia, y una tienda de calzado de aire ligeramente viejuno, ya os podéis imaginar la pirámide de edad del barrio. Ya en Diagonal, domina el panorama un rascacielos a la barcelonesa -moderado, de dimensiones razonables- donde hoy tiene su sede el Grupo Godó, que acaba de experimentar un quiebro sensacional en su línea editorial, por cierto, y donde trabajé durante un año cuando, en una de las magistrales operaciones inmobiliarias que la caracterizan, la Generalitat alquiló unos despachos, que costaban un congo, por tan breve espacio de tiempo.


Olvidaba hablar de los bares que limitan, a Sur y Norte, el Passeig Pau Casals: al norte son dos: el Tejada y el Café Turó; en mis tiempos de estudiante, iba yo allí con mis amigos pijos, y era el sitio donde quedabas con las chicas a las que querías impresionar, aunque, bien mirado, solo tienen de interesante el sitio que ocupan y sus proximidades:en la terraza del Café Turó veo a muchas chicas de mi edad: unas han envejecido bien; otras... no tanto. Espero que, entre ellas, estén las que me hicieron alguna vez la cobra en el Bocaccio. En el extremo Sur, ya en la Plaza, volvió a abrir sus puertas el Sándor, tras una larga restauración que olía a cierre. En sus pocas mesas de terraza, me he sentado muchas veces, calculando si me llegaría para el lujo de un café en un marco incomparable, donde en una gloriosa ocasión tuve a dos sillas de distancia a Salvador Dalí, en animado monólogo con Amanda Lear, una bellísima e inquietante rubia platino, probablemente transexual, que era por aquel entonces su musa oficial y platónica, como correspondía a su acrisolada fama de impotente.








Vuelvo a casa paseando por la Diagonal; nada más girar la esquina, los precios de las prendas de ropa han caído a un tercio; es zona de Zaras y Mangos, con algún Boss infiltrado... pero la abandono, para subir por calles laterales -alguna, con chalets bellamente ajardinados-  para evitar la calle Tusset, donde hay dos sitios de los que huyo; la casa del Astuto Artur, que me da mucho yuyu, y la panadería donde -me conozco como si me hubiese parido- no me resistiría a comprarme un par de Pasteis de Belem. Junto a la puerta de un restaurante japonés de buena pinta, un empleado, oriental -pero no japonés-, sentado sobre sus talones, se hurga con aplicación las narices con un dedo: restaurante tachado. Acabo pasando frente a la Sinagoga -sorry, no fotos, no quiero poblemillas con el Mossad- donde, cada Sabbath, el Govern de la Generalitat, fiel amigo del Estado de Israel, monta un auténtico despliegue de Mossos: ahora que tiene que pactar con la CUP -propalestina- veremos cosas curiosas. En todo caso, Shalom...






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