domingo, 8 de noviembre de 2015

Juegos de Tronos.

Mis -escasas- relaciones con la Monarquía...



Desde que tengo uso de razón política -quizás sería mejor decir "tenía"- me he considerado siempre Republicano. Y en eso sí que tuvo alguna influencia la procedencia falangista de mi padre: José Antonio consideraba a la Monarquía "Gloriosamente fenecida", y hay en esas palabras una excesiva benevolencia, porque el final de la Monarquía en 1931 fue todo menos glorioso, incluyendo el detalle golfo de salir por piernas el Rey de Madrid para abordar un crucero en Cartagena, dejándose atrás mujer e hijos... recuerdo también que mi padre, para hablar de los Reyes Magos, siempre se refería a "Los Reaccionarios de Oriente"... no es casual que uno de mis primeros escritos políticos fuese firmado por un inequívoco "El Oso de Don Favila", héroe gastrorepublicano que he recuperado recientemente en un cuentecillo que alguno de vosotros habrá tenido la amabilidad de leer.

Si embargo, no tengo el menor inconveniente en reconocer que sucumbí durante algunos años a la epidemia de Juancarlismo que sacudió nuestro país, mezcla de asombro por su inesperado impulso democratizador en los primeros tiempos de la Transición -pese a retirar su confianza a Adolfo Suárez, episodio difícilmente comprensible-, el reconocimiento a su conducta el 23-F -pese a todo lo que se haya dicho en contra, sigo firmemente convencido de que quizás tuvo algo que ver en su génesis, responsabilidad sumamente compartida, pero, desde luego, pararlo lo paró él...- e, incluso, ¿por qué no decirlo?, una cierta admiración hacia un tío que, de acuerdo, jugaba con buenas cartas, pero ha ligado lo que no está escrito... ese Juancarlismo se fue atenuando con el tiempo, y había desaparecido ya por completo cuando el triste episodio de la Caza del Elefante (¡Por Dios, un Catorce de Abril, ya es casualidad...!) que, unido a todos los escándalos familiares y las sospechas sobre el origen de su fortuna, bien a punto estuvieron de costarle el futuro de la Institución.

Con el ahora Rey Emérito había tenido yo un brevísimo contacto, siendo aún Príncipe, en circunstancias bien curiosas: visitaba yo el Salón Náutico de Barcelona: os preguntaréis qué diablos hacía yo ahí; todo tiene una explicación racional; una buena amiga, secretaria entonces del Director del Salón, tenía cada año el detalle de enviarme un pase VIP, y yo aprovechaba para echar un vistazo a trastos que valían más de lo que yo iba a ganar en toda mi vida... nada más llegar al Salón, había observado que llegaba el Príncipe, sin demasiadas ceremonias -su estatus político aún no estaba muy claramente definido- y, de repente, coincidimos, los dos solos, en la estrecha pasarela que permitía ver desde arriba un pedazo yate que, seguramente, ni siquiera él se ha podido permitir... los dos titubeamos un momento, y resolví la situación haciéndome a un lado y diciéndole algo así como "Usted primero, faltaría más...!"... detrás venía, perdiendo el culo, el entonces Ministro de Justicia, Antonio María de Oriol, el que años después sería secuestrado por los GRAPO... pasaron a mi lado, saludándome atentamente, y ya está...

Durante mi periodo Juancarlista, nuestros pasos no volvieron a cruzarse, y fue no hace muchos años cuando coincidí de nuevo con Juan Carlos en un acto institucional, pero, dado su carácter masivo, y el hecho de que ya no me hacía la menor ilusión, ni tan solo me puse en la cola para saludarlo, pese a estar en varias ocasiones a pocos pasos de él: uno es muy suyo y, cuando alguien me cae, me ha caído, y punto...

Sí que mantuve una breve pero cordial conversación con el actual Rey, también en un acto institucional en que le fui presentado por un alto mando del Ejército, y debo decir que me causó una muy buena impresión, tanto por las opiniones que expresó, como por la naturalidad con que afrontó el incidente de, por una maniobra desafortunada, tirarse encima una copa del "vino español" que estábamos tomando, que le dejó los pantalones hechos un desastre... lo cual no es obstáculo para que siga opinando que, aunque no considero, en este momento, que sea un tema crucial -hace pocos años hubiese opinado de otra forma-, convendría someter la pervivencia de la Monarquía al voto popular. Aunque, si me cogía en buen día, a lo mejor incluso votaba a favor...

Pero no quería hablar de la rama reinante de los Capetos, sino de un episodio que me relacionó, brevemente, con el entonces Pretendiente carlista, Don Carlos Hugo de Borbón-Parma.

Siempre les he tenido manía a los Carlistas, desde que Dorregaray emplazó sus baterías en La Magdalena y bombardeó Boltaña. Y lo peor es que sospecho -tendría que comprobar fechas- que cuando lo hizo ya había firmado un pacto secreto mediante el cual, conservando empleo y sueldo, se pasaba al bando de Don Alfonso XII, pacto en el que habían sido intermediarios tres prohombres catalanes... y ya es jodido que te bombardeen el pueblo en acción de guerra, ¡pero que te lo hagan por puro postureo...! Comparto la definición de los Carlistas que atribuyen a Pío Baroja, aquella de "Animal de cresta roja que habita en las montañas; confesado y comulgado, baja al llano y ataca al Hombre...", y no me sorprende comprobar cómo aquellos territorios donde floreció el Carlismo son hoy los más sólidos reservorios del Nacionalismo periférico y centrífugo, y compruebo con satisfacción cómo el Alto Aragón -"El Coto de la Reina"- se libró de esa perniciosa orientación. De acuerdo en que Carlos Marx glosaba el carácter de "Movimiento popular" del Carlismo, pero no es ocioso recordar que la quema de brujas, el apedreo de maricas y la defenestración de cabras desde los campanarios también han sido distracciones populares hondamente arraigadas, siendo muy pocos -y muy brutos- los que hoy las defienden.

Pero en los revueltos finales de los años Sesenta del pasado siglo había aparecido un nuevo movimiento carlista, que rompía con la imágen carca del pasado y se proclamaba autogestionario, democrático y federal, o foralista, si queremos: su líder era el hijo del pretendiente de turno, Carlos Hugo de Borbón-Parma; su padre, Don Javier, el teórico heredero, sumaba a su currículum de activo colaborador en el Alzamiento de Franco la desconcertante condición de resistente en Francia contra el nazismo y ex-prisionero del campo de Sachsenhausen, el lugar donde menos podía uno esperar encontrar un pretendiente carlista. El propio Carlos Hugo era doctor en Derecho por la Sorbona y en Economía por Oxford, una formación superior a la que habían acumulado posiblemente todos los reyes Borbones de la Historia de España, incluyendo los actuales. Estaba casado con Irene de Orange-Nassau, princesa de la casa real holandesa, que se había convertido al Catolicismo para casarse con él, renunciando así a sus derechos a la corona. Los Orange-Nassau están podridos de dinero, con la ventaja adicional de que su fortuna se debe a trapicheos que se pierden en la noche de los tiempos, por lo que nadie ya se los reprocha. Los detractores de Carlos Hugo -que los tenía, ¿quién no...?- le acusaban de estar gastándose en su promoción política las perras de su mujer y lo llamaban "Jugo de Orange". Para contrarrestar un poco dicha imagen, Carlos Hugo había trabajado -de acuerdo, solo un verano- como minero, también posiblemente la experiencia laboral más insólita en un Borbón, dando pie a que sus seguidores pudiesen hablar -un poco exageradamente, es cierto- de "Carlos-Hugo, un líder obrero"... había nacido en Francia, y era de nacionalidad francesa -oficial del Ejército Francés, también-, pero nadie veía problema en eso porque, como es público y notorio, los Reyes de España, como los de Bilbao, nacen donde les sale de los cojones.

Esos curiosos carlistas no abundaban, pero su activismo era tal que prácticamente todos conocíamos a alguno: el mío era un compañero de la Facultad de Económicas, un tío simpático, navarro (¡qué raro!), que intervenía en todas las asambleas... después llegué a tener bastante amistad con otro de aquellos carlistas, turolense en ese caso (raro también, ¿verdad?), que llegó a contarme experiencias absolutamente increíbles, como una "joint venture" con la naciente ETA, que se concretó en el asalto a un repetidor de Televisión -por desgracia, cruento; tuvieron que matar al perro del guardián-, gracias al cual pudieron difundir brevemente por las ondas un mensaje de Carlos Hugo, acompañado de una canción que, más inverosímil aún, usaba el tema de "La balada de los Boinas Verdes", una chauvinista película-bodrio de John Wayne a la mayor gloria de los americanos en Viet-Nam... ¡hasta me la cantó...!

Una mañana, mi amigo carlista se me acercó y, con aire conspirador, me preguntó:

"¿Quieres ver al Rey?"

Le respondí, por supuesto, que no deseaba otra cosa en mi vida, creyendo que me enseñaría cualquier estampita... pero no; quedé citado a una hora temprana de la tarde en la boca de los Ferrocarrils Catalans, en la puerta de los Jesuítas de Balmes, donde ahora hay una sede de la Universidad Pompeu Fabra; a la hora fijada, estábamos allí cuatro o cinco ciudadanos más, con cara de despiste: se presentó un enlace que, tras identificarnos, nos dijo teatralmente "¡Seguidme!" y echó a casi correr Balmes arriba... lo suyo hubiese sido que nos vendasen los ojos, pero quizás hubiésemos llamado la atención, cinco adultos jugando a la "gallinita ciega" en pleno centro de Barcelona.

Con tan someras medidas de seguridad, nos llevaron a un piso que podría identificar perfectamente, un Principal en plena Diagonal, a pocas puertas del edificio donde después trabajaría yo varios años: allí, en un salón regiamente decorado -no podía ser de otra manera-, adornado con un tapiz con lo que supongo eran las armas de los Borbón-Parma, sentados en sillas desparejadas, pero con clase, esperábamos dos o tres docenas de ciudadanos de variado aspecto, cuando un caballero elegantemente vestido apareció por la puerta y gritó:

"¡Señores: el Rey!"

Todos nos pusimos en pie, y ante nosotros compareció Don Carlos Hugo, vistiendo un traje cruzado de buen aspecto: nos dirigió la palabra durante unos diez o quince minutos, en un buen castellano con cierto deje francés -¡esas erres!- insistiendo en sus argumentos: democracia, política social, federalismo... acabado su breve discurso, entró en la sala su esposa, y, uno a uno, les fuimos presentados, estrechándoles la mano -a ella también, sin reverencias ni chorradas-, y cruzando con cada uno unas palabras; el castellano de Irene me pareció considerablemente precario, pero con la intención ya valía... yo les fui presentado como "representante estudiantil", condición ligeramente exagerada, si bien es cierto que había conseguido, en su día, los suficientes votos para ser elegido para el Consejo de Curso del Sindicato Democrático de Estudiantes, junto con un compañero de impensable carrera política, Lluis Llach,  y en eso ya le llevaba una cierta ventaja al "Líder Obrero" que, que yo supiese, tan solo había sido elegido por la Divina Providencia. De todas maneras, no os negaré que siempre impresiona estrechar la mano de un tío que desciende más o menos directamente, de Felipe V y César Borgia, es decir, del Papa Alejandro VI... como veis, la cosa quedaba entre descendientes de aragoneses.

Continuó Carlos Hugo su gira por España hasta que, pocas semanas después, fue expulsado del país por órdenes directas del Jefe del Estado: confieso que me halagó... "¡Vaya ataque de cuernos le ha entrado a Franco -pensaba yo- en cuanto se ha enterado de que  Carlos Hugo había hablado conmigo...!". Volvió a entrar clandestinamente para participar en el confuso y sangriento episodio de Montejurra, donde su hermano Sixto, que se había convertido en el candidato de los Carlistas más tradicionales, se arropó con lo más granado del facherío europeo e intentó frenar a tiros la carrera de su hermano.

Por unas u otras razones, la carrera política de Carlos Hugo finalizó cuando -pese a recibir apoyos tan impensables como el de Santiago Carrillo-, su Partido Carlista, ya legalizado, fue barrido en las sucesivas elecciones. Posiblemente su espacio político se había achicado considerablemente en sus feudos tradicionales, ante el empuje de los nacionalismos de segunda y tercera generación, pero no deja uno de pensar qué hubiese sucedido de cuajar su idea de una Monarquía Foralista, es decir, federal... de acuerdo en que pueden parecer soluciones del Siglo XIX, pero cuando ves todo un estadio recordar a grito pelado acontecimientos de 1714, tiende uno a creer que el Siglo XIX podría aportar elementos de modernidad y progreso al triste panorama actual.

Su vida privada corrió caminos paralelos a su actividad política; se divorció de la dulce Irene y se dedicó a la docencia y la actividad comercial: falleció hace cinco años en Barcelona, abatido por la misma enfermedad que se llevó por delante a Mitterand, el cáncer de próstata, demostrando así que el cabrón del cangrejo no entiende de Monarquías y Repúblicas... sucedió en pleno Agosto y yo estaba fuera; de haber coincidido aquí, con gusto hubiese acudido a rendirle un último tributo, aunque solo fuese por ver a sus leales despedirlo cantando aquella vieja canción carlista que habían tuneado para él:

"Si te preguntan ¡Alto,! ¿quién vive?
responderemos en alta voz:
¡Los voluntarios de Carlos Hugo,
viva la madre que nos parió...!"












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