lunes, 20 de julio de 2015

Tres días en La Pardina

Hace ya unos años, me animé a escribir un relato un poco más largo de lo habitual: aquí os lo presento, esperando que os entretenga... es un tributo a un mundo que ya prácticamente no existe, que se ha desvanecido bajo los ojos de mi generación, por más que en éste caso, uno de sus representantes, con una decidida capacidad de adaptación, parezca sobrevivir, aunque sin esperanzas...




Había dejado hacía rato la carretera que había venido siguiendo desde Boltaña, y ahora circulaba por una pista precariamente asfaltada, con unas profundas roderas en el maltrecho pavimento, que me hacían temer por la integridad de mis cubiertas. Pero esas preocupaciones no llegaban a empañar mi entusiasmo ante el paisaje que atravesaba:  bajo la clara luz de la tarde, se extendía, a ambos lados de la pista, una alfombra de abrinzones en flor, un manto amarillo que encubría las agudas espinas de la planta, y las suaves ondulaciones del paisaje: al fondo, los rayos del sol poniente doraban la nieve que aún cubría las cimas de las montañas; bajé la ventanilla, y un aroma dulce y salvaje a la vez invadió el coche: aún no había llegado, y ya empezaba a sentirme mucho mejor.

La decisión había sido rápida; las cosas no andaban ni medio bien con Laia, y tenía a mano una magnífica excusa, un informe de más de quinientos folios al que, un día u otro, tendría que hincarle el diente. Àlex llevaba días hablándome de su descubrimiento, un lugar muy especial para desconectar, perdido en lo más perdido de las montañas de Huesca, y, casi sin darme cuenta, ya estaba entrando en la web y reservando, para mi solo, un fin de semana –el siguiente, milagrosamente libre, seguramente una cancelación de última hora- en la Pardina de Crapamote, con acceso ADSL garantizado.

Salí de Barcelona al mediodía, pendiente de las instrucciones del navegador, y poco más de tres horas después estacionaba en la puerta de un chalé sorprendentemente moderno, en el que me pareció reconocer el estilo de algún arquitecto conocido: en su puerta me esperaba un hombre de mi edad, que me acogió afectuosamente, y me hizo pasar, por un momento, al interior donde destacaban un pulido parquet y un amplio estudio, con varios puestos de trabajo dotados de grandes monitores. Un muchacho más joven trabajaba ante uno de ellos, y me saludó con la mano.

Salí de allí con las llaves de la casa, un plano del acceso- que no era difícil, pero requería cierta atención- y un manual de instrucciones para el manejo de la casa que, según me dijeron, estaba “muy domotizada” y dotada de todo tipo de comodidades. Ya estaba ansioso por comprobar tales maravillas, algo alejadas de lo que uno suele esperar en zonas rurales.



Ahora, al final del último tramo de la pista, tenía ante mí la casa: una construcción de piedra, de dos plantas, no demasiado grande, con cubierta a cuatro vientos de losa de piedra también, coronada por una imponente chimenea. A su alrededor, varias pequeñas construcciones, corrales o cobertizos y, en un ángulo, un viejo landrover sobre cuatro bloques de cemento, con las ruedas desmontadas.  En el prado que rodeaba la casa pacían varias docenas de ovejas, vigiladas a distancia por un perrillo negro y, detrás de los edificios, varios árboles altos –que, casi adiviné, eran nogales- creaban una agradable zona de sombras en la ladera que descendía hacia el valle. A sus pies, una pequeña piscina, difícilmente utilizable salvo en pleno verano porque, al caer la tarde, empezaba a refrescar palpablemente.

Frente a la puerta, me esperaba un hombre sonriendo: vestía un viejo mono de Repsol,  calzaba unas nike antediluvianas, cuidadosamente recortadas para dar salida a unos juanetes de considerable tamaño, y se tocaba con una gorrilla de béisbol -afortunadamente con la visera hacia delante- con las siglas NYPD bordadas en dorado. Aparentaba unos setenta años largos, pero bien llevados, y mantenía una colilla de cigarrillo con filtro colgando de los labios, mientras se dirigía hacia mí, con la mano derecha adelantada.

“!Buenas tardes, turista,! ¿Has tenido buen viaje…? Catalán, ¿verdad…? ¿Te llamas Chordi..?”

“Marc” -respondí, estrechando la mano que me tendía.

“Bueno, era la otra opción, teneba un 50%... yo soy Ramón, tampoco es muy original: soy o dueño de Casa Pardina, es decir, o dueño jubilado, ya has visto a mi zagal, él se encarga ahora de todo, yo estoy por aquí, dando mal… ¿entramos, que te lo enseño…?”

El interior me sorprendió agradablemente: nada de yugos ni de arados, ni posters turísticos ni cacerías de zorros; pocos muebles, pero confortables y  tres buenas reproducciones en las paredes, una, casi seguro, un Rothko, una elección poco previsible para una casa de turismo rural. Un amplio ventanal se abría hacia el sur, hacia las cumbres aún nevadas de Guara, y en un rincón, tranquilizador, parpadeaba el wifi que me mantendría unido al mundo durante un largo fin de semana.

“Aquí tienes o baño, por si quieres lavarte antes de cenar: tiene yacuzi y ducha: water no, aquí cagamos en o corral…. ¡ye una broma! Ahí, detrás de esa puerteta de cristal….por aquí se pasa a la alcoba: tiene una cama grandiza pero, si vienes solo, poco te va a importar…aún tiene a cosa esa de plumas que de noche refresca, no te fíes… te dejo solo, si te falta algo, me das un grito, yo estoy aquí al lado; cuando quieras, pasa y tomamos algo, ya se ha hecho tarde, aquí se cena temprano, como los franceses…”

Me di cuenta entonces de que, junto a la puerta de mi apartamento, se abría
otra, que daba paso a un mundo muy diferente, sin duda la vivienda de Ramón. Los muebles eran allí más antiguos, cómodos, con aspecto de vividos: un televisor de tubo catódico lucía su anacrónico culo, y un fuego bajo, donde ardían con muy poca llama dos o tres troncos medio consumidos, ocupaba todo un ángulo de la sala. Un arco de piedra daba paso a la cocina, donde, todo hay que decirlo, reinaba un cierto desorden, y un puchero de hierro esmaltado hervía sobre un fogón de butano. Presidían la estancia un calendario de la Comarca de Sobrarbe, de varios años atrás, y la lámina, ya sin hojas colgando debajo, de un clásico calendario de la Unión Española de Explosivos, con gitana jamona artísticamente ligera de ropa.

“Ven, siéntate a comer algo, que vendrás con hambre. Yo ceno poco, ya ves, una sopeta de sobre y un yogur desnatado, pero puedo abrirte una lata de o que quieras, tengo también jamón de Teruel, chorizo Revilla….”

“¿No se hace migas…?”

“Pues no, zagal, todo eso ye colesterol y, además, con el bimbo no me salen bien, no se qué pasa… para mí, pocas cosas me hago, unas verduretas congeladas, que salen muy buenas, unas barritas de pescado, algún plato preparado de esos que calientas en o microondas…”

“¿Verduras congeladas….?”

“Claro que si, mocé, bien buenas que son… antes cada año ponía huerto, y comíamos os conejos, os chabalins y, si quedaba algo, hasta yo; pero picar, picaba yo solo…desde que pusieron el sabeco en Barbastro -¡¡y ahora hasta hay uno en Boltaña!!-, envié el jadico a tomar pol culo… eso, y o arcón. O arcón, con o landrover, es una de las cosas más grandes que se han inventado para a montaña, míralo, –y señalaba el gigantesco congelador que ocupaba todo una estancia aneja a la cocina- ahí tengo medio chabalín, tres crabitos, pescado para medio año, judietas, guisantes, croasanes, chelaus de esos del mágnum, que me gustan mucho, langostinos t’a las fiestas… las frutas si tengo que comprarlas para la semana: antes cuidaba unas manzaneras allá abajo, en o culo d’o barranco, daban unas manzanetas pequeñas, prietas, una de cada dos saleba cucada… ¡¡mira que manzanas como ahora! ¡grandes, majas, todas sanas…! ¡Lee o que pone aquí: Tirol! ¡Tú sabes o que yé o Tirol! Si, claro que o sabes… ¡¡Zagal, tengo de mediero al agüelo de Heidi…!!”

Acepté compartir la sopa de sobre y una manzana tirolesa, nos sentamos juntos en una mesa con mantel de hule a cuadros, absolutamente etnográfica, y allí estuvimos cenando tranquilamente, como dos viejos amigos: había algo en aquel tío que me sorprendía varias veces por minuto, pero, al mismo tiempo, me sentía a gusto a su lado, pese al suave olorcillo -mezcla de humo y  sobaco- que flotaba a su alrededor.



Después de cenar, sacó en mi honor –hizo constar varias veces que no solía beber, que era un extraordinario, porque no todos los días tenía un turista tan majo en casa- una botella de aguardiente de Colungo, que dejamos más que terciada mientras seguíamos charlando. Encendió un cigarrillo –“Yo solo fumo Winston, zagal, si tu quieres fumar alguna coseta rara, por mí no te cortes, tengo unos vecinos que tienen una plantación que parece un campo de panizo…”- y así estábamos tan ricamente cuando el reloj de pared recuerdo de Lourdes que tenía marcó la una, y nos dimos cuenta de que ya era hora de irnos ta cama, como dijo Ramón…  nos despedimos y, trastabillando un poco, crucé la sala de mi apartamento para irme a la cama grandiza, después de pichar tras la puerteta de cristal. Al pasar, el wifi me saludó con un parpadeo que contenía una buena dosis de reproche por mi absoluto desinterés.

Cuando me desperté, más que nada por las ganas de visitar de nuevo la puerteta, me di cuenta de que había dormido mejor que en muchos años, aunque el recuerdo del aguardiente de Colungo, en forma de discreto dolor de cabeza, me indicaba que ya no estaba tan acostumbrado a los excesos como en mis años mozos. Entraba ya bastante luz por la ventana, y un agradable olorcillo a café recién hecho recorría todo mi apartamento, llevándome directamente a los dominios de Ramón.

“’¡¡Buenos días, catalán!! ¿Has dormido bien? No te ha molestado el craberé…?”

Recordaba, vagamente, haber oído, entre sueños, el grito de un ave nocturna, pero no me había importado ni poco ni mucho. Según Ramón, el craberé anidaba en el mayor de los nogales de detrás de la casa. “Me hace mucha compañía, canta al anochecer y al amanecer, os viellos decían que traía mala suerte, que os que lo oían, morían, y si que era verdad, si, de los que o decían todos están muertos… ¡Venga, tómate un café…! ¿Te caliento un croasán conchelau en el microondas…?”

Se lo agradecí, pero le dije que prefería hacerme un bocadillo de pa amb tomàquet, y pasé a mi apartamento, para recoger las provisiones que había traído conmigo: él me miraba mientras untaba el tomate, meneando con desaprobación la cabeza… “¡Mira que fer ixo con o pan…!”, mientras comía sus bollos grasientos. Aceptó, eso sí, unas rodajitas de fuet, se sacudió las migas de la chaquetilla militar de camuflaje que vestía hoy, y se levantó de la mesa, diciendo: “¡Ven, catalán, me vas a adullar con as güellas…!”

Salimos juntos y nos acercamos al edificio de piedra, largo y bajo, donde el día anterior le había visto encerrar sus ovejas: tiró de la cuerda que cerraba la puerta de madera, silbó llamando al perrillo negro, que ya saltaba a su alrededor, y de la puerta abierta empezaron a salir, somnolientas y guarras, con las cagarrutas colgando de los vellones de lana, las ovejas del menguado rebaño.



Seguidos por las ovejas, que el perro estimulaba con breves ladridos, empezamos a avanzar por un camino que ganaba altura suavemente, serpenteando entre los abrinzones. El sol empezaba a calentar, ascendiendo en un cielo de un azul que pocas veces había visto. Ramón, otra vez con un cigarrillo en los labios, canturreaba absorto… “¡Vamos a tener buen día, mocé, sol y calor…!”

“¿Lo ves por los pájaros, por las ovejas….?”

“No, qué va, lo ha dicho en la Uno a moceta rubia esa tan maja que nunca sabe qué hacer con as manos… vas a tener suerte, porque el lunes viene borrasca atlántica, y  tenemos para tres días de agua…”

Llegamos hasta la cumbre de la loma, y un paisaje majestuoso se abría bajo nuestros pies: de izquierda a derecha, docenas de cumbres, aún nevadas pese a lo avanzado de la primavera, se desplegaban en distintos planos, desde algunas relativamente próximas a las que azuleaban en la lejanía: callamos un momento, abrumados por la belleza del panorama, y nos sentamos en la peana del mojón que señalaba la cima.

“Ahí tienes o Turbón, que está ya en o Ésera, más allá de A Fueba: ese altizo y aún nevau es Cotiella, una montaña con muy mala leche, seca y dura. Ahí tienes a Peña Montañesa, o primero que se ve cuando subes desde tierra baja, a esos praus, a la estiva, he puyao con unos amigos que subían allí sus güellas… ves o valle d’o Cinca, mira L’Ainsa ahí abajo, y detrás ya son picos más altos: Punta Llerga, encima de Lafortunada, Fulsa y Suelza, que ya están sobre Bielsa, allí hubo buen follón cuando a Guerra… ixe grande ye l’Orinal de Cristo, lo llamamos así porque tiene ixa forma como de palangana, detrás tienes as Tres Marías y as Puntas Verdes… ixe plano por arriba ye Sestrales, mira aquella aguja de piedra, O Fleire, y, detrás, ya tienes a o rey, Treserols, o Monte Perdido… debajo suyo, o puerto, todo eso lo tengo yo andau t’arriba y t’abajo, os picos no, ¿eh?, a os picos subís os turistas, algún pastor puyaba, si buscaba una güella perdida, o a cazar bucardos, cuando ne había… más a la izquierda son os picos de Ordesa, a Breca, por donde se pasaba t’a Francia, t’a treballar…



“¿No te sientes muy solo aquí arriba, Ramón…?”

“Mira, mocé, yo estoy solo desde casi siempre; mi mujer murió a os tres años de casados, el zagal no teneba ni dos. ¿Sabes de qué murió…? De falta de infraestructuras, ya te lo digo yo: le dio un dolor fuerte por la noche, yo pensé que eran cosas de mujeres, pero por la mañana ya ni se podía mover de a cama: llamé a o medico y, cuando llegó –que no creas tu que no pasaron sus buenas tres o cuatro horas-, ya me dijo que había que bajarla t’a Huesca ascape. En un macho la llevé a la punta la carretera, y allí nos recogió un amigo de Boltaña, que vivía en Barcelona, y que teneba un seat grande, de aquellos que se abrían por detrás. Allí la metimos, encima de un colchón de lana, con bien de mantas para que no se fuese dando de golpes en as curvas, y allá que nos fuimos, pero a pobre ya no aguantaba; paramos en Naval a ponerle agua a o coche y beber algo en a fuente, y allí se nos murió, con a mesonera intentando ayudar, pero no había  nada que fer… ¿Que de qué se había muerto? ¡¡A cosa estaba como para ceseís, zagal!!  El medico puso que de un paro cardiaco, claro, y ya está… ahora un poco mejor estamos, hay ambulancias, y nos han puesto hospital en Barbastro, pero cuida de que no te dé nada estando aquí… yo, ya lo tengo pensado; si me da un mal, como sea, agarro o móvil, me voy t’al barranco, marco el 112, pongo voz de forastero, y llamo a os civiles: “¡Escolti, escolti, que he tenidu un accident en una excursión…”, Y a la horeta justa, zagal, en San Jorge, y habiendo subido en licotero, que me hace mucha ilusión….”

“Pues eso pasó, zagal: se jodió mi mujer, pobre moza, que bien buena y bien maja era, me jodí yo, y se jodió Casa Pardina, que una casa sin mujer no ye nada, que no hay nada más inútil que un hombre solo en casa… o zagal se lo dejé a una hermana que tengo casada en Boltaña, bien se vale de ella, que ha sido como una madre… pero aquí faltó siempre una mujer, y si una mujer no te hace pensar en as cosas, es que ya no piensas, vives un día detrás de otro día… subo aquí con as güellas, me estoy con ellas, como, bajo a media tarde…. ¡Venga, zagal, que me estoy poniendo triste,! ¿Comemos…?

Allí mismo, entre abrinzones y cagarrutas, abrió la mochila raída y sacó dos bocadillos envueltos en papel de aluminio:  rebanadas de pan de molde, ¡sin tomate! y una especie de pasta de carne que identifiqué como chopped, aberración charcutera de la que tan solo había oído hablar, pero que allí, al sol, ante aquel paisaje, encontré comestible e incluso agradable.

Rematamos la parca comida con unas chocolatinas rellenas de cremas dulzonas, bebimos agua de una cantimplora abollada, y nos tumbamos al sol sobre una manta de sospechosa higiene, dejándonos arrastrar suavemente a una siesta pacífica y profunda.

Creo que nos despertó la brisa, que empezaba a refrescar, al tiempo que algunas nubes desfilaban por el cielo: nos levantamos, sacudiéndonos las brozas que cubrían nuestras ropas, y nos decidimos, no sin pesar, a empezar a recoger las ovejas, e iniciar el regreso a la Pardina.

Cuando ya volvíamos la espalda al valle, me señaló, entres dos montañas, los tejados que brillaban al sol allá abajo: “Mira, allá está Boltaña, cada vez más casas, cada vez más gente… ya incluso te cruzas con personas que no conoces y que no te saludan…”

Me sorprendió la observación, porque ni yo suponía a Ramón tan interesado en los contactos sociales ni, sinceramente, me había parecido Boltaña una gran urbe, por lo poco que había podido ver… 

Lentamente, deshicimos el camino hacia la Pardina, acompañando de nuevo el paso cansino de las ovejas: íbamos charlando de cualquier cosa, así que se nos hizo corto el camino y, al darme cuenta estábamos ya en la casa: Ramón entró en una de las construcciones de piedra, con algún propósito que se me escapaba, y yo empecé a considerar la posibilidad de ponerme a trabajar en los documentos que constituían mi coartada ante Laia y ante mi propia conciencia, que no dejaba de reprocharme haberme escondido en las montañas en vez de quedarme en Barcelona haciendo frente a los problemas.


Apenas había sacado el portátil de la funda y estaba lidiando con la habitual maraña de cables, cuando ya Ramón me llamaba a gritos “¡ Catalán, coño, ven a echarme una mano, que me s’escapan as güellas….!”

Vi con claridad que era tan solo un pretexto para seguir charlando, porque la situación no estaba demasiado descontrolada: cuatro o cinco ovejas corrían en diferentes direcciones, perseguidas por el perrillo que, en aquel momento, hubiese dado cualquier cosa por el don de la ubicuidad, mientras el resto, estrechamente agrupadas frente a la puerta del corral, contemplaban melancólicamente a sus revoltosas compañeras, con un cierto aire de reproche. Así que entré en el juego, empezando a correr sin demasiado sentido detrás de las fugitivas, tirándoles piedretas y rivalizando con Ramón en lanzar los juramentos y cagüentales bilingües más rotundos que se nos podían ocurrir.

Al cabo de un rato, las díscolas decidieron libremente unirse a sus compañeras, con gran alegría por mi parte, que estaba ya sudando y jadeando: en ese momento, el olfato me recordó que, por primera ves en muchos años, no me había duchado por la mañana, y que mi aroma empezaba a acercarse peligrosamente al de mi anfitrión… pero, la verdad, no me importó demasiado

“¡Buen trabajo nos ha dado tu jodido rebaño, Ramón…!”

“¿Rebaño, dices…? esto que tu ves no ye un rebaño, mocé, esto ye una cosa t’a entretenerme, un jobi, como dicen ahora… cuando tenebamos un rebaño en casa, eran tres mil, tres mil quinientas güellas, con sus mardanos, crabas y bucos, más os corderos que ya pastaban y os crabitos del año… cerca de cinco mil cabezas subíamos cada año a o Puerto, con cinco pastores y sus machos… salíamos de aquí enta Fuebla, cruzábamos o Ara por Jánobas y subíamos por Burgasé, hacia Cuello Trito; de allí, hasta Nerín, y luego, a Cuello Arenas… allí nos chuntábamos os de Valle  de Fiscal, os de Solana, os de Valle Bió, que estaban en casa.. o primer día del Puerto se oía misa, se contaban os rebaños, y se hacía buena fiesta, subían musicos… luego os señores nos bajábamos, y allí se quedaban os pastores; cada quince o veinte días les subíamos a sal para o rebaño y o suministro para ellos: panes grandes, que aguantaban días, judías, arroz, azúcar, café, tabaco, vino y algo de coñá… carne, claro, no ne hacía falta, se comían as moredizas, as güellas que morían, o hacían salón con ellas, y tampoco ninguno cuidaba de que no hiciesen de vez en cuando una caldereta con algún cordero o algún crabito…



“O tión de casa nuestra era quien subía siempre con os pastores.  En casa se había quedado Luisé, o hermano pequeño de mi padre, quince años mayor que yo, pero qué vida… os que no heredaban, si se quedaban en casa, ya se sabía, a obedecer a o señor, que era amo y jefe… a Luisé nunca le faltó su buena cama, ni sus mil durillos para as fiestas de Boltaña, pero había tiones que dormían toda su vida en a cadiera. En casa no, ya te lo digo, Luisé era, cuando faltó mi padre, quien más seguridad me daba, en quien siempre podeba confiar… él se subía a la Mallata, y era como si estuviese yo… ¡Pobre Luisé…! Cuando murió, todas as cosas que teneba cabían en una bolseta de plástico, de Adidas; dos camisas viejas mías, que le duraban hasta que se le caían a pedazos, unas fotos de cuando hizo el servicio en Cerro Muriano, una navajeta suiza, un reloj de pilas con calculadora, que le había comprado a un negro en una feria,  a libreta de la ibercaja, con medio millón de pesetas, unas bragas…”

“¿Queeee?”

“O que oyes, mocé, unas bragas: viellas, de nailon rosa, con as gomas dadas… ¿eran un recuerdo…? ¿Se las poneba cuando estaba solo en a Mallata…? ¡Qué me se yo! ¡Qué dura era la vida de los tiones, zagal, qué dura, qué solitaria…!”

Meditando sobre la dura vida de los tiones y sus insospechadas prácticas autoeróticas, entramos en sus aposentos y yo me senté directamente en la mesa de mantel de hule, mientras él preparaba, en un momento, una cena tan frugal como desconcertante: biscootes con queso light y caviar de arenque, unos fideos chinos muy picantes, hervidos al instante en sus envases de cartón –“O que no tengo, zagal, son palillos, nos los comeremos con as forquetas de plástico que traen”- y, de postre, un par de kivis “¡Míalos que hermosos, me recuerdan os cojones d’un verraco que teneba, cuando criaba tocinos…!”

La imagen del tión fetichista había llevado mis pensamientos hacia ciertos derroteros, por lo que no dudé en aprovechar la creciente intimidad que se iba creando entre nosotros para avanzar hacia terrenos bastante más personales…

“¿Qué haces cuando te sientes solo, Ramón…? Tantos años aquí, semanas sin ver hombres… ni mujeres, aquí tu y tus ovejas…. “

“¡Ay, Marc, maricón, que te veo venir, que tu has oído muchos chistes de pastores.., ! ¿Tu t’has mirau bien as güellas? ¿A ti te gustan…? Pobrinchonas, valen t’a o que valen, pero, como se dice ahora, sexis, sexis… no te digo yo que, de zagales en a escuela, no hayamos fateado con as gallinas alguna vez, pero con as güellas…. Si aún me dijeses con alguna crabeta…. No, zagal, no, t’a eso tengo o landrover….”

“¿Y qué haces con el land rover?”

“Pues, o primero, ponéle as ruedas: y luego, a paso de burreta, t’a Barbastro, que hay unos bares de camareras…”

“¡¡Collons, Ramón, te vas de putas!!”

“¡Mira que llegas a ser lenguarudo y faltón, zagal! ¡De putas, nada! unas zagaletas bien majas, te estás allí un raté, te tomas una cerveceta, te ríes, tiras un pizco…no te digo que la cosa a veces no vaya a más, pero eso queda entre ellas y yo… bien majas que son, hay una rusa, rubianca, grandiza, que ya te gustaría verla, pero esa va a durar poco de camarera, ya festeja con un zagal de su tierra que trabaja aquí en una obra, se ven espabilaos os dos… a mí me gustan más as latinas, que son tetudicas y culonas, que te dicen “mi amol” y se las entiende cuando hablan… mira bien o que te digo, valen más esas zagalas que muchos hombres que conozco, ahí están, con dos cojones, ganándose a vida, enviando dinero a su tierra t’a sacar adelante dos o tres hijos, o un marido gandul…”

”¡Vale, vale, Ramón, retiro lo de putas…!”

“No, si alguna razón llevas, algunas precauciones hay que tomar… ¡¡Y no te rías, crabito, que no me refiero a ixo!! Quiero decir que no hay que contar muchas cosas, que algunas, luego, pueden andar detrás tuyo… yo nunca digo que soy o señor de a Pardina de Crapamote; digo que soy de Puymorcat, o de Luparuelo….”

“¡¡Pero si eso está aquí al lado….!!”

“¿Y qué quieres que diga, que soy de Boltaña o de L’Ainsa….? Ya se ve que soy de aldea, os de pueblo grande tienen otro aire… y, sobre todo, a precaución más importante ye saber siempre o que eres, que no yes más que un viello y que si as mocetas te dicen algo, no será porque se hayan enamorado de ti, precisamente… que hay que ver o que han fateado hombres de mi edad por olvidar algo tan sencillo, y os ridículos que han hecho…”



Sus últimas palabras le habían puesto melancólico, así que se levantó súbitamente de la mesa, entró en la despensa donde ronroneaba continuamente “o arcón”, y salió con una botella y dos copitas desparejadas en la mano…

“!Venga, catalán, vamos a tomarnos una coseta de tu tierra; El Rhum Negus, zagal, que lo hacen en –deletreó- Vilafrancadelpenedès, especialmente t`a Aragón, que aquí nos o bebemos todo…! ¡O Negus, fíjate tú!, que aquí todos lo tenébamos en o más alto porque había luchado contra Mussolini, y luego resultó que era un cabrón muy grande, que Conchita me recomendó en a biblioteca un libro de un polaco –¡de Polonia, eh!- que lo ponía a parir…”

Empezamos la botella brindando por la memoria de Kapuszcinski, y, poco a poco, copeta a copeta, charlando y riendo, nos la bebimos entera y verdadera y nos dieron otra vez las tantas, antes de despedirnos y marcharse cada uno hacia su cama, pasando yo por la puerteta de cristal, y saludando con cierta sensación de culpabilidad, al wifi parpadeante y al jodido informe de quinientos folios que seguía allí, acusador y virgen, sobre la mesa de la sala. El craberé, harto ya de cantar lúgubremente en la noguera, debía andar hacía buen rato cazando ratones por los campos.

De un sueño profundo y reparador no me sacaron los cantos de los pajaritos en la canalera del tejado, sino un tiro que sonó peligrosamente cerca de mi ventana, arrancando ecos atronadores en el valle; casi me meo encima del susto, me incorporé de un salto, y, en cueros, tal como estaba, salí a la puerta del apartamento, mientras, en rápida sucesión, sonaban dos disparos más.

Fuera estaba Ramón, empuñando un rifle de aspecto peligroso y eficiente, no menos desnudo que yo, aunque calzando unas botas militares desabrochadas: miraba fijamente hacia unos bojes a pocos metros de la casa, y observé, en un momento, que varios casquillos brillaban, entre la hierba, al sol naciente que ya empezaba a calentar mi expuesto culo.

“¡Te juro que lo he de joder, a ixe cabrón! ¡Un gorrino chabalín de más de cien kilos, con unos colmillos que te cagas… me entra una noche si y otra también, pero esta vez se conoce que se ha quedado por aquí, y o he sentido desde a cama… ¡Venga, ponte algo, que no nos vamos a meter en pelotas entre as barzas!”

Me eché por encima lo primero que tuve a mano, los pantalones y la camisa del día anterior, y salí de nuevo al prado, agarrando al pasar una gayata que estaba apoyada junto a la puerta: Ramón, nuevamente de camuflaje militar, hurgaba ya con el cañón del rifle entre los bojes, mascullando “¡Sal de ahí, maricón, sal de ahí, si tienes cojones…!” Al verme, gritó “¡Echa una mano, da golpes con la gayata por ahí, a ver si lo hacemos salir…!” El perrillo se había sumado al grupo, y saltaba y ladraba, excitadísimo y contento de participar en el  lance cinegético.

La Naturaleza tuvo a bien escuchar mis oraciones laicas y el jabalí, que seguramente estaba ya a kilómetros de distancia, felicitándose por su buena suerte, no apareció por ningún sitio: sí había huellas por todas partes y, al ver las de sus  pezuñas, del tamaño de la palma de mi mano, sentí un sudor frío recorriendo mi espinazo.

Tras un rato registrando infructuosamente los alrededores, nos rendimos ante la evidencia y volvimos a la casa: Ramón puso encima del fogón una sartén, recalentó el café de la noche anterior en el microondas, y preparó unos huevos fritos, que nos comimos en un momento, acalorados por la persecución y con la adrenalina por las nubes.



Como ya conocía mis obligaciones, no hizo falta explicarme que debía tirar de la cuerda de la puerta del corral, mientras Ramón, jurando, y el perré, ladrando, animaban a salir a las ovejas, que me parecieron menos modorras que el día anterior, sin duda despiertas desde hacía rato por los disparos: saltando y largando cagarrutas en todas direcciones, ocuparon sus posiciones en el prado, donde el sol había secado ya por completo el rocío matutino en el que, una hora antes, me había lavado los pies.

Ramón se había sentado en el banco de la entrada y, con un trapo increíblemente sucio de grasa, limpiaba con cuidado el rifle: procurando, por si acaso, no cruzar la línea de tiro, me senté a su lado: “¿Te gusta, Marc? Un Cetmetón, un Mauser Coruña recalibrado para la caza, con bocacha de fusa, o mismo que teneba en la mili… ¡pega unas hostias…! pero lo uso bien, ya has visto o rápido que disparo, vienen pijos al coto con automáticos, y no me ganan… me hubiese gustado tumbar al gorrino para que lo vieras, tú, de ixos no habrás visto ninguno… “

Preferí no hablarle de mi safari fotográfico en Kenya, pero era verdad que no lo había vivido con tanta emoción: apenas si llevaba día y medio en la Pardina –y pocas horas me quedaban ya-, pero lo cierto es que aquel sitio, las historias que me había contado Ramón, su propia compañía… con sorpresa, me di cuenta de que el móvil no había sonado en ningún momento -¡ni siquiera sabía como había quedado el Barça!- y eso que comprobé que había cobertura más que suficiente: el cabreo de Laia debía ser importante, aquella noche no me quedaría más remedio que afrontar los hechos…

“Te veo muy callao, Marc, ¿en qué piensas...?”

“¡En el futuro!” contesté, medio riendo…

“Fíjate si pienso en cosas yo, y en ixo, nunca: ¿Quieres saber por que? Porque no en tengo: yo soy Casa Pardina, y esto se ha acabado, vamos, se ha acabado hace tiempo… muchas casas de a montaña se han espaldado, ésta ya ves que no, que está bien maja, pero por las perras que mete aquí mi zagal, que si no… y no te creas que lloro por eso, que aquí se han pasado bien putas, no te he contado o que fue después de a guerra, que yo era chicoté, pero bien me lo contaba mi padre; y mi mujer, ya ves como le lució o pelo a la pobrinchona, de haberse casado en casa buena… si se hubiese ido a servir, aún estaría viva… de todos estos pueblos, os que quedan bajan cada día a trabajar a Boltaña o a l’Ainsa y os que tenemos animales, como yo,  algún euro sacas, pero, as más de as veces, os tenemos como as viejas tienen perretes de ixos con lazos…  no te digo os que tienen vacas, pero esas están en granjas en llano, por aquí, si no tiras de as primas, os derechos y todas esas hostias de Bruselas, a cerrar… bien que me alegré cuando vi que mi hijo era florito…!

“¿Florito le pusiste a tu hijo?”

“Ya se puso él sólo, zagal, que no me entiendes… florito quiere decir que le van os tíos, que ye gay, vamos… ya desde pequeño le veía yo cosetas, pero, cuando me lo dijo, me alegré por él: así no tendría tentaciones de agarrarse a esto, aunque luego salió la película aquella de los vaqueros…; pero yo lo veía claro, o zagal tendría otra visión de as cosas, viajaría, y no como yo, con el Imserso a Benidorm…. Míalo, bien feliz que está, es diseñador gráfico.. -¡¡no te rías, hostias!!, ¿qué quieres que sea, ferrero?...- ha estudiado en medio mundo, ha vivido en Berlín, en Nueva York… y ahora está aquí, encantado de a vida, trabajando con sus ordenadores… ¡¡Poco contento que estoy de él, buen zagal y buen hijo…!! Lo que me hace duelo es no tener nietos, pero ya me tiene dicho que, si se arregla con o mocé con o que vive ahora, igual adoptan… a mí me haría ilusión tener un nieto chiné, que son espabilaos, trabajadores, y una miaja cabrones… dicen que o Mundo será de os chinos, bien pueden empezar por Casa Pardina de Crapamote…”

Reímos juntos un rato, imaginando al chiné haciendo tai-chi en el prado, rodeado de ovejas… me di cuenta, con inquietud, de que se me estaba haciendo tarde: quería comer ya en camino, llegar temprano a casa, y hablar con Laia lo antes posible…

“¡Ramón, majo, que me voy, te prometo que, antes del verano, vuelvo y nos tomamos alguna botelleta….!”

“Marc, mocé, no sabes o bien que o he pasado… una cosa te quiero pedir: cuando veas a mi zagal, no le digas que has estado conmigo: es que ye muy mirado y me lo tiene dicho muchas veces…”No les des la paliza a os turistas, padre, que tu te lías a hablar, y ellos suben a estar tranquilos y a sus cosas”… no ha sido tan grave ¿verdad?”

Le dije que hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien, que no me sentía tan relajado, tan abierto a pensar en las cosas… recogí en un momento mi equipaje –que no había ni tocado-, agarré el portátil, el informe de los cojones y la gayata que Ramón me había regalado y, en pocos momentos, ya estaba en la pista, dando tumbos, despidiéndome de un Ramón que, con el perré dando saltos a su alrededor, me gritaba saludando con el rifle en alto:

“¡Vuelve cuando quieras, zagal, aquí tienes Casa Pardina…..!

Media hora después, paraba en la puerta del chalé de diseño; aún tuve que esperar un rato hasta que llegó el zagal, que venía de su sesión de jogging luciendo unos pectorales y unas tabletas de chocolate perfectamente envidiables bajo la camiseta… no pude por menos que pensar, mirando mi panza cervecera;  “¡Cómo se cuida…!”

“¿Qué, Marc, te ha gustado Casa Pardina, todo ha funcionado bien?”

“Si, mucho, todo perfecto”- contesté, distraído, mientras rellenaba el talón que, -collons!- correspondía a una cantidad algo elevada.

“No, te lo digo porque, a veces, ha fallado el agua caliente y como… je, je, je,… hueles un poquito a oveja….”

“¡Mira, noi, he pasado el fin de semana rodeado de ovejas, ya me dirás….!”

“Pues haces bien en contármelo, voy a tener que hablar con la Guardia Civil, eso es que algún vecino tiene un pastor de fuera, que no conoce el terreno y se mete en la Pardina por error”…-sonrió con cierta melancolía- “ya no hay ovejas en Casa Pardina, hace tres años que las vendí todas, ¿sabes…? después de morir mi padre…”.

14 de abril 2010








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