miércoles, 15 de julio de 2015

Florencia: los Uffizi...

Primera parada: la Galería degli Uffizi... no tengo Síndrome de Stendhal, pero empiezo a dar boqueadas...

Iba a decir una cosa muy pretenciosa: que cuando se ha tenido la inmensa suerte de, a los veinte años, haber visto ya el Prado y el Louvre, luego vas toda la vida cuesta abajo... pero hay que dejar siempre espacio para la admiración de la Belleza en estado puro, en el momento en que se ponga frente a ti, y la Galería de los Uffizi me va a dar motivos más que suficientes para entrar en trance.

Recién comidos, nos dirigimos a los Uffizi: he leído que se forman colas horrorosas, y que el truco es comprar la entrada con antelación, y así saltarte el turno; así que vamos a las oficinas para comprar entradas para el día siguiente; pero un amable joven -¿Un becario? ¿La versión italiana de los minijobs, que seguro que la tienen...? nos avisa de que, en aquel momento, hay muy poca gente en la Galería, y podemos entrar ahora mismo... pagamos un precio ridículamente bajo en proporción a lo que vamos a ver, y entramos sin dilación.

En los Uffici autorizan a tomar fotografías, con dos sabias prohibiciones: usar el flash, y molestar a los otros visitantes. Verdaderamente, hay poca gente en aquella primera hora de la tarde de un jueves, y puedo disfrutar del doble placer de contemplar, a mis anchas, algunas obras maravillosas, y, al mismo tiempo, tomar fotos de ellas, con escaso mérito artístico y técnico, pero con un potencial evocador incalculable.

Catálogo en mano, vamos pasando de sala en sala, de sorpresa en sorpresa, de placer en placer... como la mayoría, supongo, empezamos por el Nacimiento de Venus de Bottichelli, esa pintura bellísima, esa hermosa joven, de casta belleza, vestida solo con su rubia cabellera, ese esbozo de sonrisa, esos ojos tiernos y melancólicos, esa leve inclinación de la cabeza... llevo años y años enamorado de ella, y ahora está allí... creo que hasta me tiembla la cámara.


Pero hay que seguir... una tras otra, desfilan ante nosotros -es decir, nosotros desfilamos ante ellas- obras que has visto mil veces reproducidas, y algunas otras que descubres por primera vez, y no sé qué sensación es más gratificante... aquí están todos: un Miguel Ángel con los vivos colores que, hace ya años, una muy comentada restauración devolvió a los frescos de la Capilla Sixtina... y una inquietante revelación en el paisaje, tras el friso de atléticos caballeros en pelotas... ¿Es la Peña Montañesa vista desde San Beturián...? Pintó Miguel Angel en Sobrarbe, atraído por su belleza, como Pedro Almodóvar...?


Una Madonna de Rafael, con un jilguero -una cardelina, vamos- en las manos del Niño... delicadeza, dulzura, ingenuidad aún en los paisajes entrevistos en el fondo, con sus esquemáticos arbolitos... una Madonna culta, leyendo su novela, quizás de la Biblioteca Pública de Nazareth, y los niños dando por saco con el pajarito... ¿San Juan Bautista, un amiguito del Niño Jesús, un herético hermanito...? O complementaba la Virgen los magros ingresos de San José, autónomo en tiempos de crisis, haciendo canguros...?


Hay un elemento especialmente turbador en la pintura renacentista italiana: por primera vez, aquellos pintores que -no lo olvidemos- no eran artistas en el sentido que su versión bohemia y decimonónica ha popularizado, creadores libres, en búsqueda de sus vías de expresión, de su concepción del Arte, sino honestos artesanos, trabajando bajo pedido y con sus ingresos dependientes de la satisfacción del cliente; por primera vez, decía, están pintando hombres y mujeres concretos, realmente existentes, rostros que han visto, en el modelo sentado ante ellos, o en la gente con la que se cruzan por la calle, y ahora estamos viendo ante nosotros ojos que miraron, labios que besaron , cabellos que fueron peinados una y otra vez, personas como nosotros, muertos hace siglos y siglos, pero vivos aún, y confiemos en que por mucho tiempo... no os perdáis la cara de viciosilla -o viciosillo- del andrógino personaje que, una vez más -y eso indica cómo estaban cambiando los tiempos- sostiene un libro en su mano...


... o el niño gordinflón y zampabollos, tan contento de estar en brazos de su mamá...


 ... y el joven caballero que, orgulloso, enseña su medalla...



En los pasillos de la Galería, estatuas, generalmente reproducciones renacentistas de grandes obras clásicas: no puedo por menos de saludar a Trajano, el emperador sevillano, tan lejos de su calle de las Sierpes... y, hablando de sierpes, ahí tenemos la magnífica copia del Lacoonte con sus hijos, devorados por malvada bicha, que hinca sus colmillos en el costillar del pobre Lacoontito...





Los pasillos de la Galería se transforman también en un magnífico Belvedere: la vista del Arno y sus puentes, desde allí, es digna de mención...



Pero nuestras sorpresas no han terminado... hay en los Uffizi una pequeña, pero muy interesante, representación de la Pintura española... un autoretrato de Velazquez, tan parecido al que aparece en Las Meninas...



Un Greco, San Juan y San Francisco, de espectacular belleza cromática...




...Y, ¡sorpresa! una Condesa de Chinchón de Francisco de Goya... ¡¡Paisano, qué haces tan lejos de casa...! Inigualable la expresión, altiva y plebeya a la vez... esas señoras que tanto le ponían a don Francisco...



Hay también otras obras menores... disfruto con una Susana y los Ancianos, de factura muy poco lograda -el escorzo del personaje del ropón escarlata, para que se le vea bien la jeta de judío malo pintada por antisemita, es de pedrada...- pero es uno de los episodios bíblicos que más gracia me hace... "Viejo corrompido por la lascivia, ¿bajo qué árbol la viste pecar...?" ¿Y qué me decís de las Merceditas que calzan...?



Horas y horas hubiésemos pasado allí, y varias pasamos... pero toda una Florencia nos esperaba fuera: dijimos adiós a las maravillas de los Uffizi, pero no sin antes dedicar un último homenaje a una de sus más turbadoras joyas: la Venus de Urbino, de Tiziano... ¡sin palabras...! ¿Verdad que no hacen falta...?






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