miércoles, 21 de octubre de 2015

Paris, Segunda Parte...

Disfruté contando mis experiencias en mi primer viaje a París, pero me dejé muchas cosas, no en el tintero -que no uso- sino en el teclado del Mac: ahí van algunas...



Los viajes te ofrecen la posibilidad de conocer personas con las que, en otras ocasiones, apenas hubieses tenido ocasión de mantener contacto: éste no fue una excepción; ya en el tren, uno de nuestro grupo se había encontrado con dos amigos suyos, estudiantes de periodismo, que iban también a pasar unos días en París: intercambiamos direcciones, y quedamos vagamente en vernos y visitar algo juntos, sin tener ninguno demasiado claro si aquel encuentro, en una ciudad tan grande, y donde todos íbamos a estar sometidos a tal cúmulo de experiencias. se concretaría, o no.

Dos días después, los vimos aparecer en nuestro hotel: estaban más o menos invitados a quedarse en casa de una amiga de amigos, pero, una vez allí, por determinadas circunstancias, no se sintieron cómodos: el piso era una especie de pensión, y ellos eran los únicos heteros; al principio, creyendo que eran pareja, fueron acogidos con toda normalidad, pero, una vez deshecho el equívoco, parece ser que algunos de los inquilinos extremaban sus atenciones hacia ellos, en un afán de proselitismo perfectamente comprensible, porque los dos futuros periodistas eran guapitos... quizás temían por la solidez de su orientación, puesta a prueba, según contaban, por un musculoso griego de cerca de dos metros, que tenía la costumbre -perfectamente helénica, por otra parte- de salir de la ducha completamente desnudo y secarse sensualmente con la toalla delante de nuestros amigos... en fin, por hache o por be, venían a sondear la posibilidad de que les diésemos acogida en nuestro hotel.

Ya os conté que, en aquel momento, el resto de los huéspedes y todo el staff del hotel estaba compuesto por antillanos de color: suponiendo que, con un grupo tan numeroso de blancos, que les debíamos parecer todos iguales, se descontarían y nos confundirían a unos con otros, accedimos a darles refugio, aprovechando que en varias habitaciones había camas vacías... allí se quedaron con nosotros, hasta el final de nuestra estancia, sin que nadie pareciese darse cuenta del asunto.

"Los periodistas" -lamento haber olvidado sus nombres- compartían algunas de nuestras actividades, pero también campaban por su cuenta, buscando contacto con cosas relacionadas con su profesión: y así llegaron a conocer, e incorporar al grupo en algunas salidas, a un personaje singular; un corresponsal de Radio Nacional de España, bastante famoso en aquella época, llamado Mariano.

Mariano era mucho mayor que nosotros, pero en seguida se adaptó a nuestras salidas nocturnas a Montmartre, y fue uno más, enbobándonos continuamente con sus historias... contaba, por ejemplo, como había cubierto, en Suiza, la larga agonía de Doña Victoria Eugenia, la viuda de Alfonso XIII, abuela de Juan Carlos... la ilustre dama, que había sobrevivido a los cuernos y los disgustos que le proporcionó su impresentable regio esposo, debía ser una mujer de hierro, porque agonizó durante días y días, ante el desespero de los periodistas que cubrían el evento, deseosos de cerrar el caso y dedicarse a cosas más interesantes que esperar el fallecimiento de una anciana... una noche, a altas horas de la madrugada, Mariano ya no podía con su alma: llamó a su informador, para ver la situación, le dijeron que "se estaba apagando", y ya le pareció bastante: llamó a Madrid, dijo, simplemente "Ya se ha muerto", y se lanzó de cabeza a la cama.

Despertó a media mañana, consciente de la magnitud de lo que había hecho, y llamó inmediatamente a Madrid, con la intención de presentar su dimisión: no fue preciso; le felicitaron por la presteza de su información y la fiabilidad de sus fuentes; el comunicado oficial sobre la muerte de la Reina se había producido apenas dos minutos después de su llamada.

No menos orgulloso estaba de otra gesta; la retransmisión del primer pedo trasatlántico... se encontraba con Cirilo Rodríguez, otro famoso periodista de la época, cubriendo desde Washington, para RNE, las elecciones en que venció Kennedy... con los medios de transmisión de datos de la época, y los husos horarios yankis, la cosa era más bien lenta y tediosa... para pasar el rato, propuso: "¿Y si nos tiramos un pedo en el micrófono...?" Dicho y hecho... "Madrid, Madrid, ¿habéis oído algo...?" "Si, un ruido fuerte..." "Nosotros también, será estática en la línea..." "El pedo se lo tiró Cirilo, pero la idea fue mía...", remataba, entre nuestras carcajadas...



Precisamente, una de las noches en que habíamos quedado con Mariano, tenía yo una cita en París: veraneaba en Boltaña una chica parisina, Danielle, bastante más joven que yo; era un encanto, guapa y simpática, pero con un serio handicap, que impedía que fijásemos nuestra atención en ella: su madre. La madre de Danielle era, sencillamente, una diosa, o así nos lo parecía a todo el grupo de amigos: encarnaba todo lo que, en nuestro imaginario juvenil, asociábamos a la Mujer Francesa: belleza, elegancia, chic, je ne sais pas quoi y- aquí empezaba nuestra imaginación calenturienta-, técnicas eróticas de segunda generación y uso masivo de lingerie de dentelles, preferentemente negra, nunca, nunca de color carne. incluyendo el liguero, ese Lince Ibérico de nuestro fetichismo corsetero, en vías de extinción ante el avance incontenible de los antiafrodisíacos panties... ante nosotros, paletos hispanos -doblemente paletos, por lo tanto-  la madre de Danielle eclipsaba al mismo Sol, calculad si nos dejaba energía para ocuparnos de su simpática y encantadora hija...

Nada más llegar a París, había telefoneado a Danielle, y vi colmadas mis mejores expectativas: quedábamos para vernos y, además sus padres me invitaban a comer en su domicilio, en un agradable suburbio -en el sentido yanqui del término-, no lejos del Aeropuerto de Orly.

La cita era a las doce del mediodía, una hora que me parecía tardía para los usos franceses, pero era cuando Danielle terminaba sus clases en una facultad técnica del Campus de Jussieu: en cuanto nos vimos, me propuso ir a tomar un café; yo no llevaba en mi cuerpo más que un croissant y el aguachirle que te daban por aquel entonces en los hoteles franceses de medio pelo, y hubiese preferido un aperitif o una cañita, a ser posible con tapas... pero aluciné al verme conducido a un café italiano, presidido por una majestuosa cafetera exprés "Gaggia", y casi me arrojé en brazos del dueño, italiano como el café, gritando: "¡Prego, hazme un café como Dios manda, como en tu tierra y en la mía...!"

Una vez confortado con el espresso, me propuso Danielle visitar la vecina Mezquita de París, en aquel entonces controlada por los Musulmanes Negros; nacidos en los ghettos norteamericanos, los Black Muslims representaban un intento de agrupar a los Pueblos de Color bajo el Islam, en una perspectiva revolucionaria: sus líderes más conocidos -Malcom X, Ángela Davis, el recientemente convertido Muhammad Alí- y los atletas afroamericanos levantando el puño en las olimpiadas... los habían situado bajo los focos de la opinión pública: nada que ver con el integrismo islámico que veríamos mucho más adelante.

Llamamos a la imponente puerta de la Mezquita, y nos atendió un auténtico armario de caoba, un gigante vestido de blanco de pies a cabeza; le informamos de nuestro deseo de visitar la Mezquita, y me preguntó, en Inglés, de dónde era yo: ante mi respuesta -"Spanish"-, una sonrisa de varias docenas de dientes blanquísimos iluminó su rostro... "¿Español?, ¡bienvenido, pasa, pasa, te gustará, la Mezquita es de estilo español...!"

En efecto; la mezquita era -y es, más adelante volví con Blanca- un simpático pastiche, mezcla de Mezquita de Córdoba y Alhambra de Granada: un poco harto ya de brumas carolingias y gótico ahumado, al recorrer junto a nuestro amable guía aquellos patios blanqueados y adornados con azulejos, la ventanas enrejadas, el murmullo de los surtidores cayendo sobre los estanques... no me avergüenza reconocer que me sentí en casa: afloró en mí no el Andaluz que llevo dentro -no es extraño, tengo un 50% de Andaluz- sino el Andalusí...

Salimos de nuevo a la calle, y yo seguía en mi Ramadán particular, cada vez más hambriento y extrañado... así que le dejé caer a Danielle... "¿No se nos estará haciendo tarde para ir a casa de tus papás...?" y me contestó: "¡Tranquilo, mientras estemos allí a las siete,,,!"

¡¡Maldición!! ¡¡había caído en la trampa semántica!! No me habían invitado a "comer", sino a "cenar"... sólo tenía dos salidas; admitir que había metido la pata y comerme un bocadillo en cualquier sitio -Danielle debía tener ya la comida en los talones- o disimular y aguantarme el hambre, como buen Caballero Español, especie acostumbrada a comer cuando puede, no cuando quiere y, además, a ser posible, de gorra... ya os podéis imaginar por cual opté...

Tras una agradable visita al Barrio Latino, y un breve viaje en tren -intentando yo que Danielle no confundiese mi expresión famélica con otra clase de apetitos-, llegamos puntuales a las siete al chaletito de su familia, donde fui recibido por la Diosa y el Dios consorte, un simpático caballero... tenían la mesa ya preparada, les arrojé al regazo la cajita de bombones que había comprado como presente, y me abalancé sobre la mesa... "He preparado algo ligerito...", anunció la Diosa... "¡Por favor, no tenía que haberse molestado.!", contesté mientras desplegaba la servilleta... pero... era verdad; era algo ligerito, sumamente ligerito... una tostada con paté de campagne, un cuarto de pollo muy, muy pequeño -¿o sería codorniz...?- una ensalada de Diente de León, el pissenlit, que ni siquiera sabía que se comiese, y un pedacito de fromage... casi he tardado más en contarlo de lo que me costó comérmelo todo, hasta las miguitas de la tostada....

Pero eso no fue lo peor: el padre de Danielle era de Burdeos, y tenía en los bajos del chalet una bodeguita muy bien provista, en la cual rematamos la corta velada; así, la parca cena vino regada con no menos de un par de botellas de unos vinos exquisitos -que las señoras ni probaron- y rematamos la jugada con dos copas cada uno de un Armagnac espléndido... resultado; a las nueve de la noche, entre poca comida y mucha bebida, llevaba yo una trompa más que regular.

El padre de Danielle me confesó que no iba mucho mejor que yo, pero, aún así, se atrevía a llevarme en París;  podía conducir por la autorroute, a poca velocidad, pero me dejaría en la Porte d'Italie, porque no se atrevía a meterse entre el tráfico urbano en semejante estado... así lo hicimos, condujo muy prudentemente, y nos despedimos entre grandes abrazos y promesas de reencontrarnos en Boltaña... promesas que no se cumplieron; dejaron de venir a veranear, cruzamos varias postales con Danielle, pero la relación fue muriendo, dejándome, eso sí, un magnífico recuerdo de ellos tres.

Y allí me encontraba yo, dispuesto a recorrer medio París en Metro, a una hora ligeramente tardía, cuando todos los escasos pasajeros del vagón ofrecían un aspecto pelín siniestro, aunque imagino que se trataba simplemente de cansancio... acerté a ver a dos policías, y me senté al lado de uno, preguntándoles si no les molestaría avisarme al llegar a determinada parada, si, caso probable, daba alguna cabezadita... "Bien sûr, Monsieur!", fue la atenta respuesta... y ya no recuerdo nada más hasta ver al policía, dándome cachetitos en la mejilla y diciéndome; "Monsieur, Monsieur, c'est ici...!" Me había dormido como un angelito, apoyado en su hombro...

Me incorporé de un brinco, deseando de todo corazón no haberle babeado el uniforme, agradecí calurosamente su amabilidad, bajé del tren y, dando saltitos de alegría, pero ya más templado, me encaminé Montmartre arriba hacia donde me esperaban mis compañeros, para contarles mis aventuras y rematar con un par de vasitos más un día tan especial...















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