viernes, 16 de octubre de 2015

Lugares donde buscarme si me pierdo: Miyajima

Con este mismo título escribí una pequeña entrada en Facebook: hoy, ante la feliz perspectiva de una cena kaiseky esta noche, la amplío y os la hago llegar...






No hemos ido a Hiroshima solo por la necesidad moral de visitar uno de los lugares donde más claramente se palpa la derrota ética de nuestra especie: allí enfrente, a pocos minutos en "ferry", la isla de Miyajima, paradójicamente, es un referente de paz, un remanso donde el tiempo parece haberse detenido, donde aún quedan esperanzas de una vida sencilla, en comunión con la Naturaleza y, al mismo tiempo, en contacto con ese anhelo indefinible de lo Sagrado, anhelo que muchos intuimos iluso, fruto de la rebeldía ante nuestra finitud, que tanto nos cuesta asumir.

Para recordarme aún más esas limitaciones, amanezco en Hiroshima bastante cojo, con un dolor en un tobillo que no sé a qué atribuir: ¿la radiación residual...?... entro en una farmacia y entablo una entretenida conversación medio en Inglés, medio en el lenguaje universal de signos, con un simpático boticario... salgo de allí con una venda elástica, que poco alivio me aporta; en la isla, más pragmático, compraré un bastón y, cuando vuelva de Miyajima, otra vez en la misma farmacia, una spray que ya había visto el día anterior... pero no mejoraré espectacularmente hasta que, aquella tarde, ya en Tokio, consiga elevar el tobillo hasta la boca de la olla de bronce donde arde incienso, en el templo de Kaminarimón, la Diosa de la Compasión, y consiga exponerlo, en pose digna de un jotero o, mejor, de un karateka, al humo sagrado que alivia los dolores: en efecto, vivimos instalados en la Contradicción... ¿qué passa...?

Miyajima es, de alguna manera, una reisla; porque es una isla en la costa de una isla -Honsu-, y en un mar que es el Mar Interior, aunque conectado con el Océano Pacífico: cada pocos minutos zarpan hacia ella los ferrys de Japan Railways, para los cuales vale el Japan Rail Pass, que hemos comprado en Barcelona y que, por algo más del precio de un Barcelona-Madrid ida y vuelta en el AVE, nos ofrece barra libre durante una semana en todos los trenes-bala japoneses, los Shinkasen -salvo en un modelo concreto, no sé por qué- y en la línea de circunvalación interna de Tokio, la utilísima Yamanote: justamente cuando estoy en la borda del ferry, observando la maniobra de zarpar, estoy a punto de perder mi Pass, que cae al suelo, a los pies de otro turista español, que me lo devuelve... ¡eternamente agradecido, majo...!


O Tori

Ya a media breve travesía, empezamos a distinguir el Tori de Miyajima, uno de los iconos turísticos del Japón: los Tori son las puertas de los santuarios sintoistas, pintadas de bermellón: ya en Kioto y Nara hemos podido admirar un buen número de ellas, pero la de Miyajima es singular, tanto por sus dimensiones -es enorme-, como por el hecho de alzarse en un estrecho golfo que la marea alta inunda, apareciendo entonces como surgida directamente de las aguas, el "Torio flotante" "O Tori", siendo "O" no el artículo determinado masculino singular, como en Aragonés, sino el indicativo de que algo es grande, noble y honorable... llegamos justamente con marea alta, tenemos el tiempo justo de encontrar nuestro Ryokan -el hotel tradicional japonés-, muy cerca del muelle, donde anuncian nuestro nombre en una pizarra, dejamos el equipaje en una hermosa habitación japonesa, y salimos pitando hacia el Templo de la Diosa del Mar, frente al cual se alza el Tori.

El día iba de hispanos... ¿Un Brown y un Moreno, no sería el mismo...?


Cruzamos el pueblo de Miyajima entre una pequeña riada de turistas; todas las casas son típicas Machiyas, de fachada dominada por una celosía vertical de madera oscura, aunque muchas están transformadas en tiendas de artículos para los turistas o restaurantes: Miyajima es un destino tradicional del turismo japonés, medio cultural, medio religioso, un turismo discreto, poco -o nada- ruidoso, cuidadoso en sus formas -nada de bañadores, nada de tops de tirantitos...-... un turismo perfectamente soportable: las señoras se cubren todo lo imaginable para evitar el sol: sombreros o gorras con enormes viseras, cogoteras, manguitos que cubren todo el brazo, dejando libre solo la punta de los dedos.. leggins en las piernas, rematados por calcetinitos con puntillas... todo eso en un día de calor y sol brillante, y al lado mismo de las playas, donde no veo a nadie bañándose.

Las "Machiyas"


Entramos en el Santuario -donde vemos, asombrados, la reproducción de una cuadra, tamaño natural, con un hermoso caballo de terracotta- y nos dirigimos hacia el muelle desde donde se divisa el Tori: el espectáculo es bellísimo... a su alrededor, todos los japoneses abandonan su recogimiento y se ponen, como posesos, a hacerse fotos con todo tipo de cámaras y móviles; unos piden a otros que se las hagan -aún no han hecho su aparición los palos para selfies- y todos, al ser fotografiados, sonríen de oreja a oreja y levantan los dedos abiertos en "V"... nos dejamos llevar por el entusiasmo colectivo, y acabamos haciéndonos las típicas fotos chorras.





Comemos en un encantador restaurante -no sé cómo decir "chiringuito" en Japonés- sobre la misma arena de la playa, y paseamos después por las calles de la pequeña población: a nuestro alrededor, sin prestarnos demasiada atención, pasan constantemente los ciervos, que encuentras por todos lados. Son como los que ya vimos en Nara, más pequeños que los nuestros, pero algunos machos muestran ya una cuerna bastante desarrollada: al contrario que en Nara, donde venden galletas especiales para darles de comer, aquí hay abundantes carteles que desaconsejan alimentarlos y, en general, tomarse demasiadas confianzas con ellos, recordando que son animales salvajes y de reacciones impredecibles... de todas maneras, se portan bien, y tan solo tenemos que advertir a una señora, que está sentada en un banco mirando el mar, de que un ciervo se le está comiendo una bolsa de papel donde lleva sus compras. Llegamos tarde, cuando ya han cerrado el teleférico que lleva a la cumbre más alta de la isla, y nos ahorramos conocer a los monos que allí viven, que gozan de una acrisolada fama de tener muy mala leche, por lo que nuestras relaciones con la fauna miyajimesa no llegan a alcanzar la menor conflictividad.



Al pasar junto a una de las tiendas, un aroma delicioso nos conduce hacia una ingeniosa máquina que fabrica galletitas en forma de hoja de arce, rellenas de una especie de crema... compramos una para cada uno -son bastante grandes., nos las entregan muy ceremoniosamente y, cuando nos hemos alejado unos pasos de la tienda, nos las empezamos a comer... observo con el rabillo del ojo que la que parece ser la dueña de la pastelería, alarmadísima, le da un codazo a una dependienta, que sale corriendo hacia nosotros, con dos tazas de té en equilibrio sobre una bandeja... queda claro que no pueden permitir que nos comamos sus galletas a palo seco... nos deshacemos en reverencias, arrigatos y oishis -que quiere decir "Está muy bueno"-...¡son la pera, estos japos, qué atentos...!

Haciendo tonterías, en la habitación del Ryokan


Poco a poco, la isla se va vaciando de turistas; nos vamos quedando los pocos que pernoctaremos allí y, al mismo tiempo, la marea va bajando... cuando nos damos cuenta, el Tori está ya sobre tierra más o menos firme, un lecho de arena surcado por múltiples canalillos que devuelven el agua al mar, junto a los cuales intentan pescar las garcillas: nos acercamos, admirados, porque si bello es verlo emerger de las aguas, no lo es menos verlo reflejarse en los charcos dejados por la marea... su enorme base parece recubierta de moluscos incrustados; al acercarnos, vemos que son monedas hundidas en la madera reblandecida... no podemos resistir a la tentación de acercarnos y palmotear su base y, por supuesto, clavar también nuestra moneda. Volvemos hacia al pueblo, admiramos una hermosa pagoda, y callejeamos a gusto entre las tiendas ahora cerradas; solo nos cruzamos con algunos lugareños, vestidos a la manera tradicional con sus yukatas de algodón, y calzados con getas... nos dejamos llevar por la sensación de paz y sosiego...



Modelito adecuado para pasear por marismas...





Pero no solo de paz vive el hombre; empezamos a tener hambre y, por suerte, localizamos uno de los pocos restaurantes que quedan abiertos por la noche. Cenamos regiamente; ostras de las innumerables bateas que rodean la isla, un sashimi de pescado fresco espectacular y, no sin cierta prevención, una media cabeza de pescado hecha sobre las brasas, cuya carne vamos separando cuidadosamente con los palillos, sin que ni Blanca ni yo hagamos caso de la recomendación del camarero y nos comamos también el ojo que nos mira, blanco, acusador...


La cena: en el bol azul, ¿veis el ojito...?

Volvemos hacia el Tori; la marea ha subido, y ahora está tenuemente iluminado; ha salido la luna, un creciente pálido y muy brillante, y el mar está sereno, ni una ola lo riza... no sé cuanto rato permanecemos allí, sin hablar, empapándonos de la belleza y la serenidad que nos rodea...son momentos en los que piensas que hay un antes y un después en tu vida, que algo de aquel entonces vas a conservarlo siempre, que estás a miles de kilómetros de tu casa, pero ha valido la pena... con auténtico dolor, nos levantamos -yo, además, cojeando- y nos dirigimos hacia nuestro hotel... mañana nos esperan emociones fuertes: Tokio...









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