lunes, 5 de octubre de 2015

"¡Instituto, Gloria a ti...!"

Hablando de la plaza de Boltaña, me llamaban la atención sobre el hecho de que ninguna Plaza Mayor de un pueblo aragonés estaba completa sin una mesa de jugadores de guiñote: tranquilizaba yo al amigo, dicíendole que, en nuestro caso, el tema estaba resuelto, pero la palabra "Guiñote" me ha arrancado muchas evocaciones...

Siempre he sido un negado para los juegos de cartas: me defendía pasablemente jugando al Rabino con mis primas y una botella de Magno encima de la mesa, en las largas sobremesas de Boltaña, o jugando al "King" con mis amigos de la Facultad, pero el Guiñote, un juego más cerebral, siempre se me ha resistido, y mi hermano Ricardo, mi resignada pareja, llegaba casi hasta la agresión física cuando me destriunfaba mal, o incluso olvidaba cantar... y eso que soy nieto de mi abuelo Arsenio, al que bien podríamos llamar Guiñotero de Dos Naciones, pues jugaba igual en el Centro Aragonés de la Calle Joaquín Costa de Barcelona que en su lugar favorito, el curioso templete de la Plaza de Latorrecilla, a donde iba desde Boltaña, andando por caminos viejos con su bastoncito, incluso cuando la diabetes había debilitado ya mucho su visión.

Pero a quien mejor recuerdo jugando al Guiñote en el bar de la Plaza de Boltaña es, sin lugar a dudas, a un benemérito guardia civil, con perdón por la redundancia: mi tío Miguel Pérez Ceresuela.

Había nacido Miguel, allá por los años de la Primera Guerra Mundial, en Vió, en el valle de su nombre: no eran tiempos fáciles en ningún sitio, pero en nuestros pueblos de montaña, la vida era especialmente complicada; antes de cumplir diez años, con sus abarquitas de cuero, salía Miguel al rayar el alba con las cabras de su casa, bajaba al Bellos, lo cruzaba por el Puente de San Úrbez, y las apacentaba bien arriba por las laderas de Sestrales: al caer la tarde, las reunía -con lo fácil que debía ser reunir un rebaño de cabras asilvestradas- y volvía a desandar el camino, con un desnivel positivo acumulado digno de Kilian Jornet, pero llevando en el zurrón poco más que un pedazo de pan y otro de queso duro para rosigar... reclutado por el Ejército Republicano durante la Guerra Civil, hecho prisionero por los Nacionales, que, una vez salido del Campo de Concentración, lo integraron en sus filas, al acabar la Guerra optó por ingresar en la Guardia Civil, pensando que siempre sería un trabajo más relajado que ir todo el día con las cabras arriba y abajo.

Supongo que, en líneas generales, acertó en su elección, pero tampoco eran tiempos cómodos para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad; en plena postguerra, los Guerrilleros pasaban desde Francia y atravesaban constantemente Sobrarbe, a donde había sido destinado mi tío. Contaba, de entre sus innumerables servicios, uno que le marcó especialmente: había en uno de nuestros pueblos una viuda que concedía habitualmente sus favores al pastor de casa, visitándolo de noche -por el qué dirán- en la borda donde pernoctaba: habiendo salido el galán a pichar, vio venir a otro colega, que pasaba a saludarlo y echar un cigarrillo junto al fuego; para evitar que se descubriese el pastel, no se le ocurrió nada mejor que decirle que se fuese corriendo, que tenía en la borda unos "maquis" que lo habían secuestrado. Tiempo le faltó al otro para poner el hecho en conocimiento de la Autoridad y, al amanecer, la Guardia Civil de media Provincia, reunida a marchas forzadas -y, para forro botas, nevaba- rodeaba la cabaña. Al grito de "¡Alto a la Guardia Civil!" -confío en que no les pillase en pleno asunto- salieron por la puerta, brazos en alto, los pobres fornicadores... "Les llamamos de todo", recordaba mi tío... "Y alguna hostia se os escaparía, que os conozco..." "No te diré que no", admitía...

Uno de los servicios habituales era lo que llamaban "Correrías"; a años luz aún de los coches patrulla, salían mi tío -ya cabo- y un guardia, capote y mosquetón o naranjero al hombro, andando por esos caminos de Dios, a comprobar que todo estaba en orden. Cuando anochecía, buscaban una casa donde les daban cena y alojamiento; en aquel entonces, las camas no eran, estrictamente hablando, un equipamiento individual, y casi siempre les tocaba compartir en pareja un lecho que imagino de cama camera -algo más estrecha que las de matrimonio- con tres o cuatro pesadas mantas, colcha de ganchillo, imagen religiosa en la cabecera y orinal debajo. Una de esas noches, al despertarse, el guardia se quejó discretamente... "¡Menuda noche me ha dado, mi cabo... me echaba la pierna por encima y me decía "Concha, Concha"!" -Concha era su mujer, mi tía- "¡Haberme despertado!", contestó Miguel"No se preocupe, que si hubiese pasado a mayores, ya le hubiese dicho algo!", fue la tranquilizadora respuesta de su subordinado.

También el ámbito urbano requería de intervenciones de las Fuerzas de Orden Público para garantizar el mantenimiento de la Paz: daría algo por tener a mi alcance el relato versificado que realizaba nuestro excéntrico vate local, Félix de Mamés, de una de dichas actuaciones, en unos hechos acaecidos no ya en Boltaña, sino en mi mismísima Calle San Pablo: subía un viandante echando los bofes por la cuesta cuando, desde una ventana, fue alcanzado en pleno rostro por el contenido de un bacín, vaciado por una vecina desaprensiva; entró el hombre vociferando en la casa -nunca se cerraban las puertas en Boltaña- topó con el hijo de la señora en cuestión, y hubo más que palabras... resultado: fueron conducidos, los tres, ante el Sargento Pérez que, sin lugar a dudas, impartió justicia y restableció la Paz quebrantada...

Habilidoso y autosuficiente -como todos nuestros montañeses; tenía como afición encuadernar libros, no os digo más- no le faltaba tampoco a mi tío su vertiente empresarial: era lo que hoy llamamos "un emprendedor": detectó una oportunidad de negocio en los anticuados uniformes de la época -que yo llegué a disfrutar durante mi Servicio Militar- donde del cuello cerrado y los puños sobresalían unos ridículos falsos cuellos y puños de plástico blanco, destinados a dar un toque de distinción a nuestros hábitos de servidores de un Estado mísero: mi tío aprendió a fabricarlos, en su casa, en un rincón donde se distinguían el "taller" -la mesa donde hacía los cuellos y puños- y la "oficina", un calendario donde anotaba pedidos y ventas: no recuerdo si abastecía tan solo los puestos vecinos o llegó a exportar a otras Comandancias, ni creo que sus beneficios fueran elevados, pero se distraía con ello, completaba unos ingresos nunca muy generosos, y a mí me gustaba verlo entregado a su actividad fabril. Quizás con ese sobresueldo se permitía ofrecernos a sus sobrinos una propinilla si le cantábamos el Himno del Instituto, que aprendíamos de un "single" -un disco pequeño, vamos, cómo os diría yo- donde, en la otra cara, figuraba el del Servicio Topográfico del Ejército. Así, en actos institucionales en los que he participado después, he sorprendido a propios y extraños, entonando a pleno pulmón aquellas estrofas "¡Instituto, Gloria a ti...!" que tanto le gustaba escuchar.

Serían inagotables las anécdotas sobre mi tío, que podía compaginar un absoluto despiste con el estricto cumplimiento de sus funciones; estando destinado en Madrid, haciendo el curso de ascenso a oficial -autodidacta, gozaba de una buena cultura general, que le ayudó en su carrera desde los rangos más humildes- salió un día de su casa, de paisano, subió en el atestado "Metro", donde observaba que la gente lo miraba con curiosidad, hasta que uno de los pasajeros se dirigió a él, diciéndole: "Usted es Civil, ¿verdad...?"

- "¿En qué se me nota?" indagó Miguel...

-"Mayormente, en el tricornio..."

Su último destino, ya como teniente, fue al frente del puesto de Campo; acudimos mi prima Dulce y yo a pasar en su casa la Semana Santa y, el Jueves Santo, antes de acudir a los Oficios, lo vi muy atareado con su sable, ya en uniforme de gala, el tricornio con el galón dorado, el cinturón amarillo y sus condecoraciones: había perdido la arandela de cuero que sujeta la hoja del sable dentro de la vaina y, con las prisas, la substituyó con un papel de periódico doblado varias veces.

Estando ya en la iglesia, en plena ceremonia -él, como Autoridad, en la primera fila, junto al Alcalde- entre tanto arrodillarse y levantarse, de repente, un metálico "¡clang!" resonó en la bóveda del templo, seguido de un siseante y no menos metálico "¡shhhhhh!" y el movimiento al unísono de muchos de los asistentes que levantaban las piernas o se subían al travesaño de los bancos... el sable había salido disparado de su vaina, y no paró de deslizarse por el suelo hasta el centro del pasillo, a donde fue a recogerlo mi tío, colorado como una amapola.

Era una delicia acompañar a mi tío por el monte donde, una vez más, volvía a ser el pastorcillo de Vió: conservo de él una receta de cocina pastoril, que ahora comparto con vosotros; longaniza al abrinzón: cójase un pedazo de longaniza cruda, tamaño Nacho Vidal: envuélvase en papel de periódico empapado en vino de la bota: tómese un abrinzón -Genista hórrida, un almohadón verde de pinchos, abundante en nuestros montes-, y péguesele fuego con un mechero de yesca... cuando ha dejado de arder con llama viva, introdúzcase el papel de periódico con la longaniza dentro del abrinzón; deje pasar un tiempo prudencial, sáquelo pinchándolo con la navaja de Solsona, retire con dicho instrumento el papel carbonizado e introduzca la longaniza entre dos pedazos de pan... ¡rico, rico!; la mezcla del vino, el sabor de las brasas del abrinzón y la tinta de impresión del periódico le prestan un bouquet especial. Si aparece durante la operación cualquier agente del Seprona y le pilla incendiando el monte, alegue en su descargo que la receta procede de un compañero, a ver si cuela...

Pero donde más me gusta recordarlo es en sus momentos más felices; franco de servicio, jugando al guiñote en el bar de la Plaza de Boltaña: en la acera, en verano, junto a la estufa en el interior, en invierno, con sus amigos, compartiendo las palabras rituales siempre repetidas. "¡Arrastro..!" "¡o culo por as barzas!" "Las veinte en orines...!" "¡De ellas comeremos...!" "¡Las cuarenta!" "¡No joden, pero atormentan!"... entre vasito y vasito de vino, que, aunque fuesen pocos, le hacían volver a casa con la lengua ligeramente torpona.

El mal tiempo, que había sido su compañero tantas veces en su vida de pastor y de guardia civil de infantería, no lo abandonó tampoco en su último viaje: lo estábamos enterrando en Manzanera, el cementerio de Boltaña, un siete de julio, y borrasqueaba en la Peña Montañesa, tiñéndola de blanco, aquella Peña cuyas faldas había recorrido tantas veces... ¡Buen servicio, querido Tío Miguel...!


























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