miércoles, 10 de junio de 2015

Tricolores


Por estos días, se celebra el aniversario de la Bolsa de Bielsa: en su día escribí esta historia, basada en los pocos hechos que he podido reunir de los últimos años de mi tío, el único hermano de mi padre, Antonio Revilla Arcas... el hecho de recibir su nombre, ocho años después de su muerte -en realidad, también era el de su abuelo, hay tres generaciones de Antonios Revilla- me ha marcado un poco, lo reconozco, y me siento voluntario albacea del legado de una vida vida corta y desdichada... aquí os la presento...



Ahora, precisamente ahora, cuando ya se ven las casas de Parzán, se me suelta la suela de la bota izquierda; la medio arreglo con un alambre que encuentro no se dónde. ¡Bien vamos, con el puerto por delante!. Queda bastante nieve en las laderas vecinas. Los cañonazos de los facciosos suenan cada vez más cerca, y aún vemos, detrás nuestro, el humo de Bielsa destruida.

Acabamos de empujar los últimos camiones al fondo del río; a donde vamos, no podemos llevarlos. Los hay de todos los tipos imaginables, incluso los nuevos rusos, los ZIS, que nosotros, que no entendemos el cirílico –aunque yo se un poco de griego- leemos “3HC”, "Tres Hermanos Comunistas", creemos que significa... buenos trastos, duros, alguno correrá aún por Boltaña en los años 60. También hemos abandonado nuestros cañones, nuestros pobres cañones, cada uno de un calibre distinto,  sin munición desde hace días, inútiles.

La columna, interminable, marcha en silencio, ensimismada, bajo el sol que empieza a calentar. Solo se oye el roce de las botas y las alpargatas sobre la gravilla del camino. He visto pasar a Beltrán, nuestro jefe, hablando con Máximo, el comisario.  A Máximo le caerán varias penas de muerte, una por cada uno de los chicos catalanes fusilados por desertores donde ahora está el Simply. Su mujer subirá andando desde Barcelona hasta Boltaña, a buscar avales, y conseguirá que se las conmuten todas. Pasará sus últimos años en un piso del Eixample, sentado en un sillón, viendo desde la galería -¡Hay que joderse!- el jardín del Seminario.

Ya que mencionamos el seminario, os contaré una cosa que no suelo comentar: hace dos años, yo estudiaba en el de Barbastro. Es una larga historia, para entenderla, tendríais que haber conocido a mi familia y visto mi casa: santos y capillas por todos los rincones, vírgenes, sagrados corazones con su lámpara roja siempre encendida, escapularios… desde niño me iban preparando, y me regalaban altarcitos y casullitas,  para jugar a decir misa con mi hermano y mis primas.  Estaban también, no lo olvidemos, las posibilidades de ascenso social, en una familia que había conocido mejores tiempos, pero sin un duro. Mi caso no era, ni mucho menos, insólito; al revés.

No sé por qué lo dejé, buenos disgustos tuvo que haber en casa.  De todas maneras, hoy ya no estaría vivo; pocos de mis compañeros han sobrevivido a la furia de los primeros días, cuando la diócesis de Barbastro sufrió el mayor porcentaje de asesinatos de religiosos en toda la España republicana; inocentes como yo, o mucho más que yo, pagaron la ceguera de una jerarquía eterna aliada de los poderosos. 

No es el único asunto que procuro mantener oculto: mi padre está en la cárcel Modelo de Barcelona: fue uno de los pocos sublevados civiles del 18 de Julio –del 19, en realidad-; ¡A donde te pueden llevar las malas compañías…! Se presentaron de madrugada en un cuartel, y los hicieron pasar a una sala, a esperar que les entregasen armas los militares. Allí los encontraron los de la FAI.  La cosa se puso francamente mal, y tuvo que bajar su hermana desde Boltaña, a parlamentar con el Camarada Eroles, del Comité de Milícies Antifeixistes. El pobre Eroles no pudo resistir el ímpetu de mi tía, y le prometió que no le pasaría nada a su hermano, el sublevado, de cuya escasísima peligrosidad supongo que se dieron cuenta sus captores. Y así fue; salió de allí con veinte quilos menos, la Medalla de Plata del Ayuntamiento de Barcelona, y el firme y decidido propósito de no meterse en más líos y dedicarse, siempre que fuera posible, a jugar al guiñote con los amigos.

Yo soy de Boltaña, no recuerdo si ya os lo había dicho; nací allí, aunque mi padre había emigrado ya a Barcelona. En Cataluña, hasta abril del 37, la situación era muy complicada, mientras que en el Sobrarbe, pasados los primeros momentos de las colectivizaciones, reinaba una cierta normalidad: por eso subí allí, y me alisté en el Ejército Popular. Llevo toda la guerra en Boltaña, haciendo guardias en el polvorín –lo que antes era la ermita de San Sebastián-, bastante tranquilo, dentro de lo que cabe. Claro que, cuando había combates por el Sobrepuerto, veíamos subir los camiones por la pista de Campodarbe,  y esperábamos luego su regreso, cargados de compañeros heridos, algunos muertos… pero se comía, y estaba cerca de mi familia.

Allí se fue formando la 43. Se integraron en ella los pirenaicos catalanes,  tan bien equipados, jóvenes de las milicias de Estat Català, que se llevaban fatal con los comunistas; los de Guadalajara, los maestros de UGT, los fugados de Zaragoza, el Batallón Cinco Villas… había escaramuzas en los puertos, con los esquiadores facciosos del Valle de Tena, y algún “fregao” importante, más allá de Cotefablo, pero la guerra verdadera estaba en Madrid, o en el Norte. Nosotros guarnecíamos un frente estable, hasta las avanzadillas sobre Huesca, en manos de los sublevados.

Y, de repente, todo se vino abajo; llegaron por donde menos los esperábamos; las primeras noticias fueron que estaban entrando en Barbastro, cortándonos el contacto con la retaguardia. Nuestro general desaparece –o se pasa-, y asume el mando Beltrán, un hombre sólido, héroe de la sublevación de Jaca. Él nos organiza y comienza nuestra larga retirada, ese avance hacia atrás que, años después, cantará La Ronda de mi pueblo.

Las retiradas son duras, porque el enemigo tiene siempre la iniciativa.  Nosotros resistimos como podemos, aprovechamos cualquier obstáculo natural -y, por suerte, no faltan- para intentar frenar a los navarros, mocetones bien comidos, confesados y comulgados, y con mucho mejor armamento que el nuestro, cuyos gritos -“¡¡Viva Cristo Rey, redióssss!!”- nos hielan la sangre en las venas: en lo alto de Sierra Custodia, en Escalona, en las laderas de la Peña Montañesa, les damos buenos disgustos. Pero nos ataca la aviación facciosa, frente a la cual bien poco puede hacer la nuestra, y sus cañones disparan sin cesar. Nosotros sabemos que estamos siendo un ejemplo para toda la España republicana, las miradas de todos los leales están puestas en nosotros, en un momento en que tanta falta hacen buenas noticias que demuestren que no todo está perdido, cuando los fascistas han llegado ya al Mediterráneo, cortando nuestro territorio en dos.

Por eso, hace pocos días, han venido a visitarnos el Doctor Negrín y el General Rojo, su jefe de Estado Mayor, afrontando un largo y complicado viaje que incluye un paso no muy ortodoxo por territorio francés; yo no he podido verlos, pero si, fugazmente, a un alto responsable político del gobierno de Euskadi, ya en el exilio barcelonés. Me cuentan que ha venido a interceder para que no volemos, al retirarnos, la central de Lafortunada, que es de una empresa vasca; nos pilla tan de sorpresa, que casi le hacemos caso. Descubrimos, entonces, que los voltios de Lafortunada han estado “pasándose”, día y noche, a la zona facciosa, iluminando San Sebastián sin que nunca se haya cortado el suministro.

Pero ya poco podemos hacer, acorralados contra los Pirineos, sin posibilidad de recibir refuerzos o de ser aprovisionados. Estos últimos días ha pasado por los puertos la población civil que teme la llegada de los fascistas: cientos de mujeres y niños, algunos viejos también, con sus ganados, y los pocos enseres que pueden llevar consigo. Se han quedado atrás los que los esperan con mal disimulada alegría, entre ellos -¡Ay!-mi familia, con el cura que tienen escondido, que ya respira olvidando pesadillas de milicianos con pistolones, y se relame pensando en una plácida vejez de partidas de cartas con las fuerzas vivas y rosquillas y copitas de anís con las beatas.

Hoy, todos lo sabemos, es el último día de nuestra gesta: seguimos marchando hacia el puerto, yo renqueando con mi bota remendada, cargando con un Mauser que pudo usar mi abuelo en Cuba, y sintiendo en todo el cuerpo el comezón de los piojos, que deben haberse despertado con el calorcillo de la marcha. Las montañas nevadas están cada vez más cerca.

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Puedo contaros lo que sucedió después: la gente de Saint Lary nos acogió muy bien, y hasta el gobierno francés -cosa insólita- se porto decentemente; nos dejó elegir, y la gran mayoría, más de 6.000, preferimos volver al territorio de la República. El día siguiente, salimos en tren hacia Barcelona.

Allí se nos recibió como a héroes, ¡hasta sellos de correos hicieron en nuestro honor!; pero el mayor homenaje que se le puede hacer a un soldado, por desgracia, es seguir requiriendo sus servicios; después de condecorarnos, nos dieron nuevo armamento, -buenos fusiles checos-, cubrieron nuestras bajas, y pocos meses después nos enviaban al matadero del Ebro.

En la Serra de Cavalls aguantamos como pudimos el ataque de las mejores divisiones facciosas; en una de ellas, afortunadamente ni él ni yo lo sabíamos, venía mi hermano. Conseguimos, no sabemos cómo, pasar a la otra orilla, e iniciamos una nueva retirada, esta vez por tierras catalanas, con los regulares y los italianos pisándonos los talones. Cuando Beltrán nos revista en Montjuïc, intentando una inútil defensa de Barcelona, formamos sólo 300. ¡Exacto, como los espartanos en las Termópilas!, pero sin falditas; puros harapos, armas descalibradas de tanto disparar, y un mermado puñado de cartuchos.

Me gustaría contar que, como tantos de mis compañeros, pasé a Francia, que combatí en la Resistencia, que entré en París bajo dos tricolores… pero no es cierto, la historia es muy diferente: Con familia facha, cura escondido en la falsa y padre excautivo, mis cartas no eran malas, y a los pocos días ya vestía otro uniforme. Con él poso en una de mis últimas fotografías, melancólico, en el Parque de Huesca, apoyado en una de las pajaritas.

La vida se me siguió complicando; escribiente en un tribunal militar, pasan por mis manos las indecibles miserias de una represión sangrienta y despiadada. Tampoco mi vida privada es plácida; en su momento aparecerán dos muchachas afirmando ser mi novia… por todo eso, por el clima de la época -un exseminarista como yo, que ha hecho la guerra con los “rojos”, en un momento de exaltación de los valores de los vencedores…- en el verano de 1941 me apunto, voluntario, a la División Azul.

Una nueva tricolor, la roja, negra y blanca bandera de combate del Reich. Un nuevo uniforme, el feldgrau. Juro fidelidad a Hitler, y cumplo con mi juramento: el 29 de octubre de 1941 caigo mortalmente acribillado en el asalto a una posición. Dentro de la desdicha, un último golpe de suerte: me rescatan aún vivo, y muero entre manos amigas.

En cinco años, dos guerras y tres ejércitos: Pude ser Mártir de la Fe en el puente de El Grado, con Bono presidiendo la delegación española en mi beatificación; pude ser Héroe de la República, en Bielsa o en el Ebro, con la Dirección General de la Memoria Democrática rastreando fosas en mi búsqueda… y he acabado en un Walhalla superpoblado, rodeado de doiches que, mucho Kamerad por aquí, Kamerad por allá, pero me miran por encima del hombro y dicen que huelo a ajo. Acabo de cumplir veinticuatro años, la edad en la que vuestros hijos empiezan a valorar la posibilidad de dejar de depredar vuestras neveras, y mirad qué “Erasmus” se me ha ocurrido hacer.



Y allí me tenéis, en el cementerio militar de Grigorovo, tan lejos de Boltaña, pero al fin en paz, en un lugar tranquilo en lo hondo de la tierra, como cantábamos en Lilí Marlén . Años después, el sobrino que no conoceré y al que pondrán mi nombre guardará en una cajita mis últimos recuerdos: una condecoración republicana, el Pasador de Asalto alemán, y el retrato mío que llevó al cuello mi madre hasta el día de su muerte.




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Pero eso es aún el futuro; ahora pisamos todavía tierra aragonesa: la columna se ha detenido, y nuestros jefes mandan izquierda; lentamente, subiendo desde el fondo del valle, comienza a oirse la música de nuestra banda, y suenan los primeros compases del Himno de Riego; en manos de unos compañeros que aprietan los labios y marcan torpemente el paso, intentando mostrar una marcialidad que nunca habían sentido, pero que consideran imprescindible en esta ocasión, desfila ante nosotros nuestra bandera, la Tricolor, y en sus pliegues van envueltos los anhelos de todos los que soñaron una España más justa y solidaria, una tierra de hombres y mujeres libres, iguales, cultos y felices. A esa Niña Bonita, la tetica al aire y el fiero león postrado mansamente a sus pies, a esa Patria improbable e irrenunciable, presentamos armas con orgullo: brillan nuestros ojos bajo las viseras de los cascos abollados, despierta el sol fulgores en nuestras melladas bayonetas, y un ¡¡Viva la República!! rotundo, hondo, unánime, arranca de nuestras gargantas, rebota en las peñas, multiplica sus ecos en los valles, y sigue vibrando en los aires, oyéndose aún, durante muchos, muchos años después.









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