viernes, 27 de mayo de 2016

Una triste y bella historia de amor, heroísmo y pérdida...








Corría el més de Abril de 1960: la Primavera se enseñoreaba del Llano de Barcelona, que bullía a los pies de la Antiga Escola del Mar, encaramada en las colinas que lo dominan, lejos de su Mediterráneo original… yo tenía once años. Estaba enamorado.


Mi amada se llamaba Isabel Verde: la Escola del Mar -también en eso era una “rara avis” en el panorama educativo barcelonés y español  del momento- era mixta, aunque -eso sí- en clases separadas; Isabel era una de las “mayores”, tendría uno o dos años más que yo, y me pasaba unos cuantos centímetros, porque ya se sabe que las chicas pegan el estirón antes, pero eso no era obstáculo para un corazón bravo y decidido como el mío. La recuerdo -por supuesto- guapa, muy guapa, morena, espigada, siempre con una graciosa cola de caballo recogiendo su melena, ojos bellísimos bajo el arco de unas cejas bien marcadas, de andar sereno, elegante… la bata escolar le quedaba bien, muy bien, resaltaba su figura…


Desde que había decidido que estaba enamorado de ella, me había hecho el encontradizo un montón de veces, e incluso había conseguido tener alguna conversación con ella, más o menos personal: me había contado que sus padres -¿emigrantes…? ¿exiliados…?, vivían en Venezuela, en una ciudad cuyo nombre era, para mí, el colmo del exotismo: San Antonio de Táchira,  o Táchira, o del Táchira, que de las tres maneras la he visto denominar, “La Villa Heróica”, aunque juraría que ella me dijo “Tachira”, con acento en la “i”. Como no teníamos google, yo no podía saber que era la capital del municipio de Bolívar, estado de Táchira, en el extremo noroeste del país hermano; como no teníamos google earth, no podía haber visto el puente internacional “Simón Bolívar”, que la une con la vecina Colombia, y que le ha dado un cierto protagonismo por el proceso de paz colombiano y el aluvión de refugiados… ¡Qué pocas cosas sabíamos entonces..! En Barcelona vivía en casa de una abuela, no muy lejos de la Escuela, cerca del vecino Hospital de Sant Pau, entonces San Pablo… en dirección opuesta a mi casa, lo cual dificultada sobremanera intentar acompañarla a la salida.


Apasionado ya, desde mi más tierna infancia, de la estrategia militar, decidí utilizar un método de aproximación indirecta; conecté con su mejor amiga -Munné, se apellidaba, una chica muy morena, mucho más que Isabel, con una gruesa trenza-, me gané su amistad, y, cuando ya existía una cierta confianza, le pregunté abiertamente: “¿Sabes si Isabel está enamorada de mí…?”


La respuesta, de momento, me dejó desconcertado: “Dice que te encuentra muy guapo, pero que tu carácter no le gusta..”. Desconcertado, porque siempre me he sabido muy guapo -aunque con una cierta tendencia al sobrepeso, para qué negarlo…- , pero, al mismo tiempo, sé también que mi carácter es encantador, capaz de ganarse todas las simpatías, por no hablar de mi proverbial modestia… pero, tras unos primeros momentos, mis ánimos remontaron espectacularmente: ¡El caso estaba ganado, eso era un “Sí”….! Mi escaso conocimiento de la vida ya me había permitido comprobar que a las chicas, los que de verdad les gustan son los guapos malotes, cuyo carácter están seguras de poder cambiar, modelar como dócil cera en sus expertas manos… ¡campo abierto, vía libre hacia el corazón de mi amada Isabel…!


Pero quedaba claro que había que hacer algo muy especial, algo que dejase bien claro el vínculo que entre nosotros existía, y que yo consideraba punto menos que eterno; se acercaba el Día de Sant Jordi, que me iba a proporcionar una oportunidad para llevar a cabo una “Prova d’amore” pública, espectacular, definitiva.


El Día de Sant Jordi se celebraba en la Escola del Mar en su vertiente de “Día del Libro”, y todos exponíamos, en tenderetes montados en el largo porche que rodeaba el edificio principal, los “libros” que habíamos confeccionado, encuadernados e ilustrados -eran de ocho o diez páginas-. por nosotros mismos. Aún no se había extendido el culto a la rosa que hoy constituye la otra característica de la Fiesta, pero, casualmente, en aquella época estaba yo encargado del jardín que correspondía a mi clase, donde, bajo la atenta dirección de un profesional, cuidaba nuestra joya de la corona: el rosal de donde, cada día, cortaba religiosamente la rosa que luego adornaba la mesa donde, solitario, majestuoso, presidía el comedor el Director y Fundador de la Escola, el insigne pedagogo Pere Vergés i Farrés.


Llegado el día, elegí una buena rosa, la corté y, ceremoniosamente, la coloqué en el pequeño florero de la mesa del Director; después, con aire furtivo, volví al rosal, corté otra, aún mejor, la mejor de todas… -me gustaría decir que eran rojas pero, en honor a la verdad, eran amarillas-, y me escondí junto al pasillo por donde, correctamente formados, bajábamos los alumnos al comedor.


No tardó mucho en iniciarse el cortejo; creo que bajábamos ordenados por edades, así que las “mayores” serían, prácticamente, las últimas: vi venir a Isabel, que me vió también… me acerqué, saqué la rosa en la mano que escondía en mi espalda, y le dije “¡Es para tí!”. Creo que ni me contestó, pero su sonrisa fue más que suficiente; tomó la rosa, y siguió hacia el comedor. Yo, corriendo, me incorporé también a mi lugar.


Antes de sentarnos a comer, permanecíamos en pie y en silencio, hasta que el Director no se sentaba a bendecir la mesa; era el momento de las ejecuciones públicas, cuando se anunciaba, en voz alta y ante todos, si algún alumno, por su conducta, había merecido algún castigo o, por el contrario, alguna recompensa: castigos y recompensas eran, por lo general “décimas” positivas o negativas al curioso sistema de puntuación colectiva que funcionaba en la Escola, pero las auténticas fechorías eran también castigadas con una miniexpulsión: un día en casa; no menos esperaba yo por la mía; incluso podía suceder algo más humillante; que, como había visto en alguna ocasión, el propio Director la entregase al reo, acompañada por dos cachetes en las mejillas, y la frase tradiccional: “Ximple, beneït, et quedaràs un dia a casa…!” Aclaro para los no catalanoparlantes que “Ximple” y “Beneït” son dos “false friends”, que no cabe traducir por “Simple” y “Bendito”, sino por algo así como “Gilipollas” y “Tontolaba”. Tomad nota: en la institución pedagógicamente más avanzada del momento, en Barcelona, alumnos de ocho o diez años eran golpeados e injuriados en público… y aquí estamos, muchos años después,  razonablemente sanos…


Adoptando la posición más heróica que se me ocurría -quiero decir, sacando pecho, como condenado a muerte ante el pelotón- esperé a que se desencadenasen los acontecimientos… el Director, en absoluto silencio, miró la rosa de su florero; luego desplazó su penetrante, aguileña mirada, bajo unas cejas increíblemente grises y tupidas, hacia la otra única rosa que se veía en el comedor, la que lucía en un ojal de su bata aquella niña guapa, morena, de graciosa cola de caballo… y se sentó, bendijo la mesa, y pronto una algarabía de cubiertos contra la loza de los platos acalló los latidos de mi corazón…


¡¡Ya estaba hecho, ya era público, oficial, todo el mundo lo había visto…!!  Ella la había aceptado, técnicamente hablando, éramos novios… pero apenas si pude disfrutar de las mieles del triunfo, no digo ya, pobre de mí, de las del amor… muy pocos días después, un sábado por la mañana, Isabel se me acercó en el jardín: casi ni me miró a los ojos, no sonreía… extendió su mano, y depositó en la mía un papelito, una tira alargada, desgarrada de un cuaderno escolar: sólo seis palabras, escritas con una letra infantil -la que teníamos todos, éramos niños…-: “Me voy el lunes a Venezuela”


¿Fué una marcha improvisada, urgente? ¿Lo sabía hacía tiempo, y no había querido decirme nada…? Desde luego, aún quedaban dos meses de curso… intenté verla por última vez al salir de la Escuela; imposible; seguramente, la habían venido a recoger antes, apenas si tuvo tiempo para escribir aquel papelito, que guardé años y años, que nunca tiré, que debe andar aún perdido entre mis pertenencias… nunca más la ví, nunca más supe de ella. ni siquiera se comunicó con su fiel Munné, a la que cada día acribillaba yo a preguntas… se la tragó el Océano Atlántico, desapareció en aquel remoto País Hermano…



Hoy, cuando Venezuela está más presente que nunca en nuestras preocupaciones, divididos -nosotros y ellos- en bandos difícilmente reconciliables, deseo profundamente que la vida te haya resultado chévere, que tus hijos hayan sido  apuestos y viriles galanes de telenovela, tus hijas bellas y exhuberantes reinas de belleza, con las tetas operadas y, unos y otras, opositores, de los que acaparan el papel higiénico, y que nunca te haya faltado para limpiarte ese culito que, ¡ay!, no pude llegar a acariciar, dulce, bella,  amada y perdida, setentona casi, Isabel… 

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