lunes, 9 de mayo de 2016

Confesión General (1)




Una norma no escrita, pero de todos conocida, recomienda no abordar en reuniones sociales temas tan potencialmente conflictivos como la Política o la Religión: pero esto es un Blog, es decir, una manifestación de la impudicia de un ciudadano que se permite hacer públicas sus opiniones ante un grupo, en principio, reducido y más o menos conocido, pero susceptible de ampliación hasta extremos, por definición, incontrolables; el impúdico bloguero larga como si estuviese en la más estricta intimidad, pero luego pierde por completo el control de su obra… eso debería imponer una cierta prudencia, pero es que, en mi caso, soy de la opinión de que todos, prácticamente todos los temas, pueden ser tratados, siempre que se haga con respeto y mesura, y en el supuesto de que quienes lean estas líneas sean personas de buen criterio aunque, si no fuese así, tampoco creo que lo en ellas contenido pudiese empeorar sustancialmente su ya comprometida situación.


Viene a cuento porque me propongo romper una de esas normas, y hablar un poco de Religión, o, por lo menos, de como la Religión ha incidido en mí, a lo largo de las diversas etapas de mi ya ligeramente prolongada vida: no penséis, ni por asomo, en que voy a entrar en disquisiciones teológicas, para las que no me siento, en modo alguno, capacitado, ni tan siquiera especialmente motivado: me conformaré con explicar algunas cosas relativas a cómo he vivido el hecho religioso o, incluso, y en cierto sentido, cómo he sobrevivido a través de él. Pido, de antemano, disculpas a todos los que, por uno u otro extremo, tengan percepciones distintas sobre el tema, seguramente tan dignas de respeto, por lo menos, como las mías: pero, para mí, esto es lo que hay…


Nací en Barcelona, España -así se afirmaba entonces- en 1949, apenas diez años después del final de la Guerra Civil. Nací y me crié en el seno de una familia cristiana. Las familias españolas se dividían, en 1949, en familias cristianas y famílias cristianas, a ver qué remedio… Cristiana quería decir católica, apostólica y romana; hasta llegar al Bachillerato, no conocí a mi primer Evangélico -el hijo de un Pastor, que nos hacía reir con desternillantes imitaciones de los sermones de su padre sobre el Juicio Final y las Penas del Infierno,- y mi primer Adventista, envidiado porque el viernes tenía permiso para saltarse la última clase de la tarde, permiso que siempre le recordaba nuestro volteriano profesor de química… “¡Fulanito, la Hora Nona, vaya recogiendo, deprisa, que se le echa encima el Sabbath…!”. Para llegar a mi primer Judío, tuve que esperar hasta la Facultad. Ateos, si los había, no se manifestaban abiertamente. Familia cristiana quería decir, en líneas generales, familia que había ganado la guerra. Todo cuadraba, perfecta armonía; había otro mundo, pero yo no estaba en él.


Ignoro si eso sucede también en otras religiones, pero la religión católica, religión sabia, tenía su versión especial infantil:  giraba en torno al Niño Jesús, que ni expulsaba mercaderes del tempo ni las pasaba canutas clavado en la cruz: era un niño rubito -improbable judío-, de aspecto saludable y sonrosado, vestido con limpia túnica, rodeado de corderitos tan limpios como él, y con el que podías mantener una relación especial porque, al fín y al cabo, “Jesusito de mi vida, tú eres niño, como yo…”. A su lado siempre estaba su mamá, la Vírgen, que también era nuestra mamá, algunos santos de confianza -San Juan Bautista, el primito del Niño Jesús, un poco mayor…- y, sobre todo, ingentes cantidades de angelitos… había tantos que hasta tenías uno propio, el Ángel de la Guarda -“dulce compañía”- que, auténtico guardaespaldas espiritual, no te abandonaba ni de noche ni de día, protegiéndote de los difusos peligros del Mundo y, muy especialmente, de la Tentación, esa innata inclinación a hacer cosas malas, aunque, por aquel entonces, apenas si se te ocurrían otras cosas malas que pelearte con tus hermanos o desobedecer a tus papás.




Había, eso si, que cumplir con una serie de preceptos religiosos: el más cotidiano era rezar siempre tus oraciones antes de irte a dormir: disponía, para ello, de una pequeña colección de imágenes, de entre las que recuerdo dos -por falta de una- Vírgenes de Lourdes, de material plástico fluorescente, tecnología punta por aquel entonces, un Santiago moliendo a espadazos desde su caballo a un ser que se retorcía a sus pies, en el que yo aún no identificaba a un musulmán, pese al turbante y el alfanje, y, en fecha muy posterior, un hermoso San Antonio de Padua, regalo de mi abuelo Julio… ante este pequeño panteón me arrodillaba y, juntando las manos, recurría a oraciones ya preestabledidas, incluyendo, a veces, alguna que otra petición de corte más personal. Sin faltar, cada noche, un rito tan invariable como, antes de acostarte, ir a hacer pipí.


Los Domingos… no se trabajaba (el Sábado, si, mañana y tarde, hasta se iba al colegio: la tarde de fiesta era la del Jueves), te arreglabas -o te arreglaban- especialmente, y se iba a misa: recuerdo todo el ciclo completo; desde ir andando hasta las iglesias más próximas; una de ellas, decididamente cutre, en los bajos de una casa de vecinos, donde un anciano sacerdote pasaba la bandeja personalmente, sin delegar en el monaguillo, agradeciendo cada monedita que en ella caía con la fórmula  “Déu us pagui la caritat” -el Catalán, para mí, en aquellos tiempos, era una lengua litúrgica, al igual que el Latín- y donde me hipnotizaba el espectáculo de las suelas de las zapatillas de una vecina que, ignoro por qué, aprovechaba las horas de Misa para pasear sobre la claraboya que iluminaba el local.


Pasamos después a otra ligeramente más alejada, pero de mayor empaque, un templo pseudogótico en cemento, gestionado por una comunidad, los Padres Mínimos, de hábitos negros, a los que rebautizamos con el nombre de “Padres Mininos”, y algo de gatuno sí había en sus felinos movimientos con el cordón del hábito. cual rabo, azotándoles los flancos… Y, cuando mi padre empezó a disponer de coche, la misa era la antesala de la salida, en verano, a bañarnos en la playa, y  durante el resto del año, a comer a cualquier restaurante de las afueras; durante mucho tiempo frecuentamos la pineda de Castelldefels, para lo cual parábamos en algunas parroquias que, más o menos, nos venían de camino: la Sagrada Familia -solo se usaba la cripta, congeladas sus obras en una especie de preruina- la Iglesia del Hospital de San Pablo, un colegio próximo, incluso la bella ermita de Bellvitge, detrás de la cual aún no había crecido una de las ciudades dormitorio mayores de Cataluña… perdía la misa así el poco sentido comunitario que había podido tener yendo a iglesias conocidas, y se transformaba en un trámite estrictamente familiar, si no individual; fichar antes del baño y la paella…


En el ciclo religioso anual jugaba un papel especial la Navidad, considerando como tal el largo espacio de tiempo comprendido entre las primeras festividades de Diciembre -en la Escola del Mar celebrábamos Sant Nicolau, el 6 de Diciembre, en que se hacía “cagar” al Tió, vieja tradicción catalana- hasta el siete de Enero, día en que, tradicionalmente, aún continuaban las vacaciones, para poder “jugar con lo que te habían traido los Reyes”: pero eran tantos los estímulos de todo tipo a los que estabas sometido durante aquellas fechas, que lo estrictamente religioso pasaba a un plano relativamente secundario: estaban, por supuesto, el Belén, los villancicos -algunos, de letras bastante profanas, por cierto- y, especialmente, la bellísima Misa del Gallo -tengo algunos recuerdos de Misas del Gallo en Boltaña, aunque generalmente pasábamos las Navidades en Barcelona-, pero dominaban los aspectos más mundanos, más directamente vinculados a alegrías familiares y/o placeres culinarios; la llegada de mis abuelos de Boltaña, con pollos vivos, tortetas y morcillas, las tardes de vacaciones, con visitas al cine -Walt Disney, nada de angelitos…- la cena de Nochebuena, la más familiar y tumultuosa; la comida de Navidad, más formal, con mis primos de Barcelona; la de Sant Esteve, al límite ya nuestra capacidad de seguir comiendo cosas ricas y poco habituales, Nochevieja, con uvas y las campanadas, primero en la radio y después en la tele… por no hablar de la Noche de Reyes y su amanecer… la Religión, mezclada con cosas excitantes y placenteras, ya no es Religión, entra directamente en el terreno de la Magia…


Para Religión en estado puro, Semana Santa: ahí ya se empezaba a romper el encanto de la religión infantil, y las cosas empezaban a ponerse durillas. De entrada, el Domingo de Ramos: un suplicio, sin más; vestido de punta en blanco desde primeras horas -soy el mayor de seis hermanos, el que menos riesgo corría de estropearse los zapatos nuevos, que solían doler, o arrugarse la ropa de estreno-: el paseo hasta la iglesia con el palmón -difícil de llevar, hasta pinchaba…- decorado con un lazo de la Bandera Nacional, las tediosas sesiones fotográficas,,, y se iniciaba así una semana de Pasión, pero de la buena; nada que oir en la radio, salvo música sacra; nada que ver luego en la tele, sino procesiones; nada que ver en el cine: películas monotemáticas -“La Túnica Sagrada”, “Los Diez mandamientos”- o frikadas del calibre de “Marcelino, pan y vino” que, encima, era de sustos… ni cantar podías, porque “estaba muerto Jesús”… Jueves Santo y Viernes Santo eran ya de pesadilla…la Visita a los Monumentos -había que entrar en qué se yo cuantas iglesias, todas iguales, con los santos cubiertos con paños morados y enormes adornos florales, que maldita la gracia que nos hacían- los oficios, fúnebres a parir… compensaba la semanita la alegría desbordante del mediodía del Sábado de Gloria, cuando la gente golpeaba cazuelas y sartenes, para celebrar que habíamos superado una nueva Semana Santa, y podíamos volver a oir en la radio las coplas de siempre, y canturrearlas también nosotros, si nos daba por ahí…


Procesión Viernes Santo en Boltaña...





¿Cómo se nos transmitía la Religión…? Creo que en forma similar al virus de la gripe; la transmisión era siempre personal, pero ya flotaba en el ambiente; había religión por todas partes; recuerdo perfectamente la tarde en que murió mi primer Papa, Pío XII… “¡Un santo!”, decían de él… después hubo opiniones más contrastadas… era impresionante pasear por las calles en silencio, la gente casi no hablaba, parecía esforzarse en no hacer ruído… supongo que a muchos de aquellos con los que me cruzaba les importaba un pito la muerte de aquel aristócrata romano, elegante y frío, y sobre cuya conducta durante la ocupación alemana cabía formular algunas objecciones, si bien es cierto que la Iglesia corrigió posteriormente su tibieza prestando ayuda, en momentos de tribulación, a los nuevos refugiados que buscaban su ayuda; los nazis… pero todos disimulaban, y el ambiente de recogimiento y dolor estuvo realmente muy logrado.


En los colegios, para qué hablar… no recuerdo nada especial en mi primer parvulario, pero siendo un colegio de monjas, cabe suponer que algo se notaría: pero en la Antiga Escola del Mar, una improbable superviviente del esfuerzo docente de la República -y, en este caso, de la Generalitat Republicana-, donde menos podía esperarse, flotaba también en el ambiente, incluso yo diría que especialmente, una forma muy particular de catolicismo catalán, donde confluían, supongo, viejas reminiscencias carlistas y pairalistas -ese culto a la religiosidad como columna vertebral de la sociedad tradicional-, con elementos más noucentistes, como las pinturas que decoraban sus muros, con tres referentes inexcusables; la Virgen de Montserrat, Sant Jordi, y el Sant Crist de Miramar, la imágen de Cristo crucificado, que había ardido en el incendio que destruyó el primer edificio de la Escola, en la Playa de la Barceloneta, originado por el bombardeo de un crucero italiano disfrazado de franquista. Lo curioso es que el hecho se produjo cuando buena parte del parque de crucifijos en cientos de kilómetros a la redonda había sido ya pasto de las llamas, y no precisamente por culpa de los fascistas, pero esa es otra historia…


En la Antiga Escola del Mar no solo se bendecía la mesa antes de comer; se bendecía también después, con la fórmula: “Ja hem menjat, ja hem begut, donem gràcies a Déu, que n’hi ha hagut” (“Ya hemos comido, ya hemos bebido, demos gracias a Dios porque hemos tenido de qué…”), que, bien mirado, para los años que corrían -yo llegué a tener cartilla de racionamiento, y se nos servían diariamente vasos de leche en polvo de la Ayuda Americana- quizás no estaba de más… el Virolai (Himno a la Vírgen de Montserrat) y el himno compuesto por el fundador de la Escola, Pere Vergès, al Sant Crist de Miramar, por supuesto también en Catalán, sonaban tan a menudo como el “Cara al Sol” que cada mañana entonábamos al izar las tres banderas oficiales; la Española, la de la Falange y la del Requeté… la esquizofrenia estaba servida, aún no sé cómo salimos relativamente normales de aquel trance.


En el ámbito estrictamente doméstico, la transmisión estaba también a la orden del día: curiosamente, no recuerdo que mis padres tuviesen una actividad muy intensa al respecto: supongo que mis primeras oraciones me las habría enseñado mi madre -ya me lo confirmará-, pero bastante tenía con ejercer de ama de casa para cinco o seis hijos y varios familiares más, para doblar jornada como catequista; y en cuanto a mi padre, pese a que anda por ahí su título de Caballero del Pilar -nacionalcatolicismo aragonés, en este caso-, tampoco recuerdo que fuese especialmente insistente en ese aspecto; se concentraba en espolearme en materia de estudios… dos personas, dos Encarnaciones, tuvieron un papel importante en mi formación religiosa: en Barcelona, mi abuela Encarnación, y, en Boltaña, mi tía Encarnación: en dos sentidos claramente diferenciados, por cierto.

Con mi madre y mi abuela Encarnación



Mi abuela materna, Encarnación Martínez Burgos, era una señora malagueña, de familia burguesa, que creo que nunca llegó a aclimatarse en Barcelona: contaban en mi casa que, inicialmente, si participaba en actividades religiosas colectivas; formaba parte, por ejemplo, de la Adoración Nocturna, fieles que se turnaban rezando rosarios ante el Sagrario, distribuídos en turnos, como las guardias de los soldados; en una ocasión, al llegar a su puesto, lo encontró ocupado por una señora enlutada y velada que rezaba ante el altar, donde un sacerdote mascullaba ininteligiblemente… “¡Me toca a mí!”, dijo mi abuela…    “¡Señora, que me estoy casando…!”, contestó la interpelada… una de tantas bodas “por poderes”, tan características en aquellos años, cuando las ceremonias civiles de la República habían quedado sin efecto, y había que regularizar las situaciones de hecho, muchas veces con el contrayente a kilómetros de distancia, en un presidio o un campo de concentración… pero, en la larga época en que convivió con nosotros, no recuerdo que frecuentase la Iglesia fuera de las misas dominicales, y concentraba todo su afán cristianizador en, sospecho, el nieto que más caso le hacía, es decir, por edad y carácter pacífico, un servidor de ustedes.


Mi abuela Encarnación tenía un concepto de la Religión eminentemente práctico; por ejemplo, ante el hecho de la Muerte, debían ser adoptadas medidas inmediatas, que alejasen de nosotros cualquier efecto perturbador; de ella aprendí que, al pasar, aunque fuese en coche, y lejos, ante un cementerio, había que proceder rápidamente a santiguarse… ¿Os podéis llegar a imaginar cuantos cementerios veías en el trayecto Barcelona-Boltaña, trescientos kilómetros por carreteras que, entonces, atravesaban todos los pueblos…? Si te cruzabas con un cortejo  fúnebre -en aquel entonces, recorrían a paso lento las calles desde el domicilio del finado hasta la iglesia y, después, ya más rápidos, hacia el cementerio-, ya no bastaba con santiguarse: había también que recitar una jaculatoria: “Su Majestad le haya perdonado/y de Gloria le haya coronado/Amén”, entendiendo que por Su Majestad Dios Nuestro Señor, y no el pretendiente juanista, en su exilio de Estoril… la cosa se liaba considerablemente si se avistaba un coche fúnebre vacío… mal fario, muy mal fario, cuestión de ponerse a rezar inmediatamente, y en serio…


Cementerios... ¡a santiguarse...!


Dentro de ese enfoque práctico de las cuestiones religiosas, ideó también mi abuela Encarnación un saquito conteniendo algunas reliquias, que no tuvo a bien detallarnos: cosíó con sus manos el saquito, de tela blanca nada sospechoso, y nos lo entregaba cuando salíamos de casa para examinarnos, enseñándonos a colgárnoslo en algún lugar poco visible con un pequeño imperdible… me ruborizaría si os dijese hasta qué avanzada edad cargué, en dichas ocasiones, con el saquito de marras; no es que creyese mucho en su efecto, pero… ¿quién se arriesgaba…? puedo confesarlo ahora, porque ya ha prescrito, pero me temo que muchas de mis calificaciones académicas podrían haber sido anuladas si se me hubiese sometido a un estricto control antidoping sobrenatural…


El seguimiento a rajatabla de una de las instrucciones de mi abuela Encarnación me causó un serio problema, que arrastré durante tiempo: me había dicho que era absolutamente imprescindible que, al salir de casa -lugar protegido, seguro- y abordar los peligros del Mundo, procediese siempre a santiguarme. Consejo de lo más sensato, que siempre he visto practicar a los toreros, e incluso a futbolistas que, bien mirado, sólo se exponen a lesiones y a que se acuerden de sus madres si fallan un penalty. Pero, lo confieso, siempre me ha gustado recibir instrucciones precisas y concretas: ¿Al salir del piso en que habitábamos? ¿Al cruzar el umbral del edificio?: en la duda, me santiguaba en los dos puertas: la primera, en la escalera, no presentaba mayores problemas, pero, la segunda, ya en la calle… la verdad, me daba un poco de corte, y procedía a efectuar un gesto rápido y confuso…y ahí empezaba el drama… ¿Habría valido…? por si las moscas, nuevo gesto extraño, que los viandantes podían confundir con yo qué sé qué, espantar una mosca… y de nuevo… ¿Habría valido con eso…? … ya os podeis reir, como yo me río de Sheldon, en “The Big Bang Theory”, llamando a la puerta (“Toc, toc, toc, Penny?”), pero si me hubiese visto un psiquiatra, me hubiese diagnosticado, sin lugar a dudas, un trastorno obsesivo-compulsivo… pero no había muchos psiquiatras entonces en España; aún estaban casi todos en Argentina; tuve que arreglármelas por mi cuenta, siempre se me ha dado bien el bricolage psicológico; solo me han quedado secuelas cuando hay de por medio galletas o croquetas. Repito, y repito, y repito…


Cuando me desplazaba de Barcelona a Boltaña, el ambiente cambiaba por completo: empezando por la casa; mi piso barcelonés -dejando aparte mi altar particular- apenas si tenía imágenes religiosas; recuerdo un crucifijo sobre la cama de mis padres y una Dolorosa en blanco y negro, pero poca cosa más… Casa Revilla de Boltaña era un auténtico santuario, en especial la Sala, reservada a las visitas, con su incómodo tresillo de terciopelo verde, donde se podían contabilizar, tirando por lo bajo, un Sagrado Corazón dentro de una campana de cristal, con su lucecita roja perennemente encendida, un cuadro enoooorme con la Vírgen del Pilar, y, especialmente, un Niño Jesús de tamaño suficiente para ser tallado para el Servicio Militar… todo eso, sin hablar de la bibliografía; la falsa -la buhardilla, para los no aragoneses- estaba llena de devocionarios, dejados por Mosén Domingo, el sacerdote que se pasó la Guerra allí escondido y que -me acuso colectivamente- en algunos casos fueron a parar, en épocas de mucha gente en casa, al gancho metálico junto al retrete: también acababan allí, -sic transit gloria mundi- las innumerables revistitas piadosas -“El Mensajero del Corazón de Jesús”, “El Mensajero de San Antonio de Padua”…- que llegaban regularmente, y en la intimidad y el aburrimiento del lugar, aún aprovechabas para echarles un último vistazo…

Mosén Domingo, el cura de casa...



Pero la imágen que más pesadillas me originaba era un cuadro que presidía una alcoba donde dormí muchas veces: vivamente coloreado, una Vírgen del Cármen parecía ofrecer ciertas esperanzas a una impresionante serie de Almas en Pena consumiéndose en el fuego del Purgatorio, y con señas evidentes de estarlas pasando muy, pero que muy putas… aquellas carnes desnudas entregadas a las llamas, aquellos rostros desesperados, aquellos brazos alzados ansiosos hacia una Vírgen que, mucha sonrisita, pero parecía estar, por el momento, pensándoselo, o directamente pasando de ellos… “¡Joder, cómo las gastan por ahí…!”, pensaba yo, arrebujado bajo las mantas…


Reinaba en la casa y la familia mi tía Encarnación Revilla Margalejo; era un liderazgo indiscutible e indiscutido, que no se basaba en su superioridad física -era extremadamente bajita, posiblemente por culpa de unas piernas torcidas hasta un extremo que no he vuelto a ver fuera del Japón-, sino en su empuje, su capacidad organizativa, y, por qué no decirlo, el mal genio que gastaba cuando algo no funcionaba exactamente como ella quería.


Para Tía Encarnación, la Religión no era, como para mi abuela Encarnación, un asunto de precauciones y búsqueda de protección sobrenatural ante el Mal en general; era, sobre todo, una actividad social. En primer lugar, de status: no teníamos un duro, pero sí capilla en la iglesia, y reclinatorio propio, con tarjetita… y, como muestra de ese status, Tía Encarnación era un pilar de la Comunidad,  una auténtica activista religiosa, una organizadora de eventos, diríamos ahora… junto con un grupo de compañeras, decoradas con vistosos escapularios, espoleaban el celo de los sucesivos párrocos, -que debían estar de ellas hasta las narices- y organizaban todo tipo de actividades; novenarios, rosarios, circuito de capillitas de casa en casa, representaciones teatrales más o menos relacionadas con temas piadosos… siempre con ese carácter comunitario, no recuerdo haberla visto nunca rezar en solitario, seguramente no tenía tiempo para eso.


Por lo que me han contado mis amigos boltañeses, una de esas actividades era la organización del Domund: el Domingo Mundial de la Propagación de la Fé era -sigue siendo, tengo entendido- una jornada dedicada a recoger fondos para las Misiones. Pasé años recolectando “papel de plata” -el papel de estaño, muy raro y caro en aquellos momentos, sólo se encontraba en las chocolatinas-, con el que formábamos enormes bolas, que se entregaban en la Iglesia “para bautizar a los chinitos”: años después me enteré de que, mientras yo intentaba sufragar sus “bautizos”, los chinitos estaban en plena revolución maoista, y no mostraban interés alguno en ser bautizados… durante el día señalado, niños en particular y fieles en general recorrían pueblos y ciudades armados con huchas de lo más políticamente incorrecto y racista que os podáis imaginar: cabezas de chinitos con gorro de paja y coleta, cabezas de negritos, de labios abultados y pelo encrespado, cabezas de indios, con sus plumitas… todas ellas con una raja de parietal a parietal, para depositar monedas o -en el caso de los fieles pudientes- billetes, a cambio de una banderita con un alfiler, que te clavabas en la solapa… para solemnizar el día, mi tía Encarnación organizaba una vistosa procesión, con niños y niñas disfrazados de las diferentes razas humanas en espera de la redención por la Fé verdadera, y años después buceábamos en los baúles de la falsa y nos maravillábamos ante las casacas de seda más o menos china y las falditas de rafia destinadas a encubrir desnudeces africanas.



Santa Lucía



Pero sus actividades favoritas eran las relacionadas con la Ermita de Santa Lucía que, a los pies del Castillo, preside el Casco Antiguo de Boltaña: había asumido las tareas de su conservación y constante mejora de sus instalaciones; ya tengo relatado en otra ocasión cómo consiguió colocar frente a la Ermita un Sagrado Corazón a escala 1:1 -más o menos- que, tras numerosas vicisitudes, aún sigue allí: para sufragar esa y otras mejoras, celebraba unas famosas tómbolas, a las que contribuíamos enviando todos los “pongos” que caían en nuestras manos, en especial en las de mi tía Conchita, enfermera en un hospital infantil y destinataria de los regalos más descabellados… recuerdo, muchos años después, haber sido invitado a tomar un vaso de vino rancio en casa de unos vecinos, y encontrarme sentado bajo un cuadro -el Gatito Pumby calzándose unos patines- hecho por mi madre, y que había estado en mi habitación infantil hasta que cambios en la decoración lo catapultaron hacia la Tómbola de Santa Lucía… durante muchos años, hubo en la puerta de le ermita una hucha con un cartel… “¿Más mejoras…? ¡Sí! Esperamos vuestra colaboración…” Cuando mi tía ya no podía subir el empinado camino a la ermita, encargaba a mi hermano Guillermo que recogiese periódicamente las limosnas, y lo compensaba con una propinilla con cargo a lo recolectado; así de patrimonializado estaba el asunto.

El Sagrado Corazón...



También fue en Boltaña donde entré en contacto con lo que podríamos llamar el Lado Oscuro de la Religión: la Blasfemia: yo sabía de su existencia por los carteles que decoraban los tranvías de Barcelona -“Se prohibe la blasfemia y la palabra soez”- y, por supuesto, por los Mandamientos, “No tomarás el nombre de Dios en vano”, pero no había sospechado que la gente se pudiese, literalmente, cagar en Él, como oí en una ocasión hacer, a coro, a varios concurrentes en un establecimiento comercial, entre grandes risotadas… el niño piadoso y prudente que era yo quedó, al mismo tiempo, escandalizado por tamaña barbaridad, y acojonado, pensando en que un Rayo del Altísimo pudiese entrar en aquel momento por la ventana, reduciendo a cenizas a aquellos impíos y, de paso, chamuscándome a mí… seguro que en Barcelona se juraba también, y en varias lenguas, además, pero no en los ambientes en que yo me movía: en Boltaña, por supuesto, en Casa Revilla jamás se oyó semejante cosa -el jurador hubiese salido por la ventana- pero fuera, se juraba, incluso sin atender a las prudentes restricciones que, según se contaba, habían llevado al alcalde de un pueblo a colocar, en lugar bien visible, un cartel: “Se prohibe blasfemar sin motivo justificado”… incluso los juradores más cautelosos habían inventado santos ficticios en los que cagarse impunemente.. “¡Me cago en San Patrás!” o “¡En San Barrambán…!”… la transformación de una sociedad rural a una sociedad de servicios parece haber atenuado esa fea costumbre (no se recibe a un turista diciéndole, como antes a las ovejas: “¡Passa, cagüen…!) y  no la reencontré en toda su intensidad hasta tropezar, en la Generalitat, con un Director General -y de un partido de derechas y muy de misa, además- que juraba como mis antiguos vecinos; eso sí, en correcto Catalán… un compañero, gay y muy cachondo, se reía de él… “¡Uy, este señor, qué incómodo, todo el día con el culo apuntando hacia arriba…!”

"En la casa del que jura, no faltará desventura"




Así, en esos ambientes, sometido a esas influencias, iba creciendo, acercándome a los siete años, edad que, por aquel entonces, se ingresaba oficialmente en la Razón… seguiré contando…

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