viernes, 22 de abril de 2016

A Carlos Zanón, con admiración...


(Que, encima rima…)




Ha aceptado mi “amistad” en Facebook el escritor Carlos Zanón; rodeado de tantos personajes (no hay más que abrir los periódicos) apenas merecedores de una breve mirada conmiserativa, es un placer tener contacto -siquiera sea digital y lejano- con alguien a quien consideras digno de admiración. Y ese es el caso de Carlos Zanón, cuya obra poética degraciadamente aún no conozco, pero alguna de cuyas novelas figuran entre las que mayor impacto me han producido en los últimos años. Las páginas finales de “No llames a casa” , por ejemplo, te abocan literalmente a un pozo negro, en cuyo fondo ves, con horror, reflejado tu propio rostro…”¡Me podría pasar a mí!”, te dices, con incredulidad, pero con la certeza de que, debidamente encadenadas las consecuencias de tus actos, difícilmente puedes prever  hasta dónde podrías llegar…

Además, Carlos Zanón nació, vivió y ha construído sus referentes creativos a pocos cientos de metros de donde nací y viví, Avenida Vírgen de Montserrat, esquina Luis Sagnier… él se mueve por el entorno de la Plaça Catalana, Amílcar, Varsovia… en uno de sus últimos cuentos aparece el Gimnasio Club Guinardó, en cuya sala el atlético Sr. Esquerra me introducía en el yoga, e intentaba, en vano, enseñarme a saltar el potro, único -e invencible- obstáculo que se interponía entre yo y la estrella de Alférez de Complemento, a la que me vi forzado a renunciar y cambiar por los no menos honrosos -pero peor pagados- galones de cabo… 

Sinceramente, nunca pensé que el Guinardó fuese un barrio especialmente literario, pese a que debiese su nombre al Roc Guinard retratado con tanto detalle y consideración en la Segunda Parte de “El Quijote”; pero ahora resulta que viví a cosa de un kilómetro -y diez o doce años después- del mundo de Marsé -al que pronto he de dedicar algunas líneas, en cuanto lea su nueva obra-, y a escasos trescientos metros -y diez o doce años antes- del mundo de Zanón… 

Si del mundo de Marsé me quedaba la absoluta prohibición de hablar con “Los niños de las barracas”, que veía, amenazantes, desde las ventanas de la Escola del Mar, con sus rodillas llenas de costras y sus alpargatas negras, y de los que debíamos mantenernos alejados, por si la miseria fuese contagiosa, el mundo de Zanón, que se superpone al mío de pocos años antes, me resulta curiosamente extraño: sospecho que, entre uno y otro, se sucedieron dos fenómenos que solo me tocaron muy de refilón: el Rock -yo me fui más hacia el Folk, cosas de la vida- y la heroína, el caballo desbocado que llevó al otro lado de la realidad -o, simplemente, a la muerte- a tantos y tantos de la generación inmediatamente posterior a la mía.  También mis calles se transformaron: empezaron a caer como moscas las casitas con jardín, desaparecieron la enorme granja de pollos y los grandes espacios libres, y comenzaron a crecer bloques y bloques de pisos pequeños, con bares de camareras en los bajos, que venían a competir con el mítico Marlène, con su casco prusiano en la puerta, propiedad, según decían, de un antiguo combatiente de la División Azul… pero no deja de resultarme inquietante pensar que, por la puerta de aquellos garitos donde los personajes de Zanón intentan resolver sus vidas -con un éxito perfectamente descriptible-, podía, en cualquier momento, pasar yo, con mi cartera llena de libros y mi despiste habitual, camino de la Facultad…


Tened un detalle con vosotros mismos; celebrad mañana el Día del Libro regalándoos una obra de Carlos Zanón. Por ejemplo, la última que ha publicado, “Marley estaba muerto”: me agradeceréis el consejo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario